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El Telégrafo
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Una novela que deja por fuera los códigos ‘narcos’

Una novela que deja por fuera los códigos ‘narcos’
01 de agosto de 2011 - 00:00

Los minutos previos de un trágico y ruidoso accidente aviatorio configuran el hecho que detona una serie de encuentros mutilados.

Ese paso hacia la muerte de decenas de pasajeros y de la tripulación del Boeing 757 queda registrado en la caja negra del vuelo 965 de American. La cinta, contenida en un casete, llega a las manos de Ricardo Laverde, un piloto solitario y misterioso, una versión contemporánea bastante retocada del Saint-Exupéry, que frecuenta un salón de billares del barrio bogotano La Candelaria, como haciendo tiempo para el regreso de su mujer, una gringa voluntaria  de los Cuerpos de Paz, a quien no ve desde hace años, a quien espera recuperar.

Laverde muere antes de llegar al segundo de seis capítulos para ser el eje alrededor del cual se desarrollan los demás personajes.

El profesor Antonio Yammara, o la voz narradora de esta historia, revive desde su rabia y desde su resentimiento los años de Pablo Escobar y del cartel de Medellín, de cuando Nixon habló por primera vez de una guerra contra las drogas, en 1969;  de la muerte del candidato presidencial liberal  Luis Carlos Galán, en 1989, y el previo asesinato del ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, en 1984, considerado este el primer caso de sicariato cometido bajo la modalidad de la dupla a bordo de una motocicleta, y, además, registrado como el inicio oficial del combate entre los nacientes carteles de la droga y el Estado colombiano. 

A Yammara se le va haciendo propia la historia de una familia ajena, a través de un prospecto de amigo,  Laverde, y a través de una sucesión de situaciones conmovedoras, enlazadas por la casualidad y por la tragedia común a su pueblo.

Es trunca la amistad, es trunca la posibilidad de una  familia en paz, es trunca la concreción del placer en el sexo y aun en el amor, porque hablamos de vidas condenadas a la escapatoria y al reniego, a la orfandad esencial que no salva tampoco a los congéneres ni a los herederos. Hablamos de prófugos de un tiempo y de una nación donde solo había posibilidad de perder y de sedarse con pretextos para continuar. “Cada uno solo con su dolor en el fondo de la carne pero mitigándolo al mismo tiempo mediante las artes raras de la desnudez”, dice un pasaje en el que el pincelazo de erotismo casi único es horrorosamente bello.

Vásquez pinta  al barrio popular, a Bogotá y a la Colombia de los setenta y ochenta, con la habilidad del detalle que no es pretencioso ni sobrecargado. Por eso, la lectura es fluida y los momentos de quiebre llegan en su momento más propicio, marcados, como en una partitura musical, por las pausas justas; los planos temporales están dispuestos  como si fueran pentagramas en distinta clave: otros, pero solo comprensibles si suenan juntos.

El ruido de las cosas al caer es el caos contado con armonía. Es el infierno del miedo expuesto con la verosimilitud de quien sabe lo que dice porque lo ha vivido.

La historia es original, no se trata de una narconovela como muchas otras en las que también aparece el famoso de bigote, el Pablo Escobar muerto a tiros en Medellín, en 1993, el Pablito dueño de un pedazo de paraíso en el campo llamado hacienda Nápoles, una propiedad ganadera que llegaba hasta el río Magdalena, un imperio que reproducía las llanuras africanas porque mostraba para los niños colombianos como una atracción turística a los hipopótamos y a las inmensas aves tropicales de colores transitando libremente por esos parajes paradisíacos.

Yammara investiga la vida de Laverde porque un asesinato como el de Lara Bonilla, años después, lo convierte por casualidad en parte de una historia de capos y millones de dólares, y lo hace además parte de una familia con la que parecería haber estado siempre relacionado.

Entonces, se trata, más bien, de cómo un pueblo ha compartido sin quererlo y sin saberlo realmente, una historia que no es solamente la dicha a viva voz, sino aquella de secretos e intimidades, ese ruido dentro de la cabeza que no permite continuar. “Eso es lo bueno de Colombia, que uno nunca está solo con su destino”, sentencia uno de sus más memorables personajes.

Esta es la historia guardada de toda una generación. Como banda sonora, Dylan, Simon & Garfunkel, aquella sucia melodía rocanrolera de Frank Zappa que sonaba así, en los ochenta: Whats there to live for? Who needs the peace corps?

El premio Alfaguara 2011 de Novela está dotado de $ 175.000

El escritor colombiano nació en Bogotá en 1973. Ha escrito Los amantes de Todos los Santos, Los informantes e Historia secreta de Costaguana.

Es autor de una breve biografía del escritor Joseph Conrad, titulada El hombre de ninguna parte. Ha traducido obras de John Hersey, Víctor Hugo y E. M. Forster.

Como periodista ganó el Premio de Periodismo Simón Bolívar con El arte de la distorsión, ensayo incluido en el libro homónimo, y es columnista del periódico colombiano El Espectador.

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