Una fiesta infantil llenó el Teatro Nacional de la CCE
La pequeña Camila tiene siete años, está cansada y somnolienta, pero ha decidido ir al teatro con sus padres.
Son las 20:20 y el sonido envejecido de las canciones de la compositora cubana Liuba María Hevia llena la sala que ya está abarrotada, mientras sobre el escenario aparecen los primeros tutús, girando alrededor de los cuerpecitos de las bailarinas más pequeñas.
Entre las sombras de los asistentes comienzan a titilar las luces azuladas de los celulares y los flashes de las cámaras que despliegan timoratas siluetas fugaces sobre la pantalla, al fondo del escenario.
Algunas filas detrás de Camila, Marco Antonio Llorente, un hombre alto y de apariencia seria, apoya su rostro sobre la mano derecha, mira fijamente hacia el escenario: los ojos bien abiertos, coronados por la visera de su boina. Al momento, uno de sus pies marca el compás mientras murmura, al oído de su esposa, y señala con sutileza hacia el frente.
La fiesta infantil ha empezado y los invitados se muestran poco a poco sobre las tablas: abejas aleteando, una muñeca de trapo con sus bracitos desarticulados anticipa la llegada de otras cuatro iguales a ella, maquinistas de tren se convierten en los propios vagones, un pato enamoradizo brinca dentro de su traje blanco... El vestuario elegido por el maestro José Rosales empieza a arrebatar comentarios en el auditorio por la justeza de los detalles, por la acertada conjunción entre los cortes y los movimientos de cada artista, por la graciosa ternura que imprime en los personajes.
Los colores escogidos y el mínimo trabajo de iluminación dejan claro que no hacía falta abusar de los ornamentos; sin embargo, conforme avanza el espectáculo, también se incrementan el dinamismo de los intérpretes y el colorido en los trajes: el arcoiris ha entrado en escena cuando catorce niñas dibujan la línea sinuosa del prisma de luz.
Camila ahora se ha puesto de pie delante de su madre y mantiene los ojos tan abiertos como aquel hombre de la boina algunas filas atrás.
Cuando aparecen en escena los grillos, dentro de su traje verde, brincando por todo el perímetro de la sala, la pequeña también empieza a saltar cadenciosamente en su propio espacio y estalla en risas, en complicidad con su madre. A nadie le molesta. Todos en el público se han contagiado de las graciosas apariciones que se suceden con mayor sorpresa, acompañadas de la intensidad que adquiere la música.
El público, en este punto de la noche es capaz de comprobar el inmenso talento del coreógrafo cubano Eduardo Blanco, quien trabajó durante un mes con los alumnos del Ballet Nacional del Ecuador para realizar este montaje.
Pero, sobre todo, aclama emotivamente a los 174 bailarines que forman una gran flor en el centro del tablado. El teatro está ahora lleno de niños felices.
Al final, el coreógrafo cubano Marco Antonio Llorente, el hombre de la boina, tararea la última canción: “Dame la mano y danzaremos, dame la mano y me amarás (...) porque seremos en la danza como una flor y nada más”.
Recuerda con nostalgia a Teresa Fernández, la autora. Aplaude sonriente, se levanta, toma la mano de su esposa, evoca su niñez en Cuba y vuelve a su casa con aire de inocencia. Los aplausos no cesan.