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Tinta sangre: La urbe en toda su brutal existencia

Tinta sangre: La urbe en toda su brutal existencia
23 de diciembre de 2013 - 00:00

La ciudad es un ser que late con sus propios impulsos vitales, orgánicos y electrónicos, de seres vivos y de máquinas. En la ciudad es donde realmente somos, donde está nuestra verdadera identidad. Ser individuos es una ilusión ingenua de nuestra especie, porque somos inevitablemente una relación con lo que nos rodea.

Somos la sangre impersonal que fluye por las venas del mismo cuerpo enorme. Por eso no podemos entender la ciudad. Es capaz de darnos todo y a la vez de destruirnos, y nunca sabremos por qué.

En Tinta sangre, la sexta película de Mateo Herrera, la ciudad en cuestión es Quito.

Las relaciones amorosas que se tejen entre los personajes son la excusa para retratar al verdadero sujeto: la urbe en toda su brutal existencia.

No es casual que todo empiece con un choque. Las calles son las venas de la ciudad y por ellas fluye la vida y la muerte.

A raíz del impacto, Eduardo (Álex Cisneros) ve cómo su vida hiperorganizada de comida vegana, sexo tántrico y una boda a tiempo con su alma gemela, Carolina (Daniela Game), empieza a convertirse en una espiral fuera de control cuando el auto de Sofía (Nathaly Jarrín) choca con el suyo.

En el posterior acto carnal de seducción, Eduardo pierde su centro, se infecta por el pulso oscuro de la sangre.   

Es inútil planificar, es inútil evitar el alcohol y el adulterio: la ciudad, como el destino insondable, nos guía por el caos y la irracionalidad. El ser humano es un pulso.

Somos pura pasión y por lo tanto un profundo misterio, un desbalance entre lo más elevado y los actos más carnívoros y autodestructivos.

En ese terreno ambiguo se mueven los personajes, que se conectan entre sí por la historia de ruptura que les precede.

Sofía, por ejemplo, enamora y destruye a Eduardo, quien en su transformación envenenada contagia a la adolescente Ana (Estefanía Peñarreta), quien a su vez enamora y corrompe al bueno de Aníbal (Alfredo Espinoza).

En esta cadena de seis episodios, separados visualmente por planos de Quito, tres personajes pierden su inocencia: Helena (Rosa Bodero), Juan (Efraín Granizo) y Sabrina (María José Zapata).

Y así hacia el infinito, todos enamorados y rotos, todos transformados para siempre.

La colisión inicial entre Eduardo y Sofía no es el primer eslabón de la cadena, simplemente es el primero que nos muestra la cámara en el caos que forma el organismo Quito.

Pero a su vez, la película es también una comedia.

Los personajes que aparecen son una sátira, símbolos a veces planos de estereotipos típicamente quiteños: la femme fatale de oficina con sus colegas abiertamente machistas (esto último en forma de broma, sin elemento crítico); los padres de familia curuchupas que viven la boda de la niña como si fuese la suya propia, o la pareja alternativa que hace yoga, va al rocódromo y quiere romper con los esquemas tradicionales de su familia.

Obviamente, el público capta esto de inmediato con grandes carcajadas, resultado natural de ese humor tan ecuatoriano.

Sin embargo, esta doble naturaleza del filme tiene un efecto inquietante: acaban riéndose de las desgracias de los personajes sin sentirlas, aún en los momentos fatales.

Como resultado, parece que ninguna de las dos facetas acaba por asentarse en la película.

Por ejemplo: inicialmente, Álex Cisneros parece fuera de lugar en su personaje de Eduardo, buscando risas fáciles en su rol de mojigato, y sin embargo está fantástico una vez sumido en la oscuridad que es el motor de la película.

De igual manera, Estefanía Peñarreta, gracias a la ausencia de esta dualidad, sobresale como Ana con una actuación poderosa e intuitiva de la adolescente que descubre el lado más retorcido de la sexualidad.

La alquimia detrás de una comedia negra es siempre muy delicada, y ahí es donde se pierde la fuerza del planteamiento original, de por sí inusualmente potente.    

Sin embargo, a pesar de esto, la película funciona bien gracias a un excelente manejo de los recursos cinematográficos.

Ningún plano de la película está sin justificar en relación a la profundidad o banalidad que demanda cada una de las escenas, y en muchos casos se alcanzan altas cotas de belleza y expresividad: las dos amigas que se besan a contraluz, la niña que corre con la cometa frente al Panecillo o la transformación brutal que experimenta Eduardo frente al espejo, son algunos destellos de cine de alta calidad.

Esto se debe a una acertada visión del director y a su equipo en cuanto al manejo de los recursos, que él mismo admite abiertamente como escasos, lo cual fuerza un planteamiento altamente creativo y fluido en la aproximación al guión.

El éxito en esta faceta también se debe atribuir a la sensibilidad y experiencia de Simón Brauer y Pablo Gordillo, quienes estuvieron a cargo de la dirección de fotografía.

En definitiva, Tinta Sangre representa un interesante experimento del cine ecuatoriano, que se mueve por terrenos cada vez más amplios y con propuestas más innovadoras.

Su suerte dependerá en muchas ocasiones de las expectativas del público: si van a reír, a ver el lado más ligero de la película, saldrán complacidos. Sin embargo, si lo que les atrae es la promesa de la oscuridad -tan bien lograda con  la imagen de Ana mutilando su pelo frente al espejo, o con los pulsos electrónicos que nos advierten que no somos únicos, que solo somos la sangre de otro cuerpo superior- quizás el público salga de la sala un poco decepcionado.

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