Teatro, el lugar para la política
El teatro político de Bertolt Brecht, una manifestación de la militancia en las tablas posterior a la Segunda Guerra Mundial, caló hondo en la producción escénica de América Latina.
La influencia de autores como Brecht o Erwin Piscator es rastreable en la obra de dramaturgos latinoamericanos como el colombiano Santiago García o el uruguayo Atahualpa del Cioppo, quienes a su vez son referentes directos para grupos escénicos de Ecuador.
Al menos para Arawa, explica Aníbal Páez, integrante del grupo fundado por Juan Coba y autor de las dos obras más recientes que ha presentado este colectivo que completan Marcelo Leyton y Juan Antonio Coba.
Estos textos son Soliloquio épico coral y Celeste, en los que se rescata la historia del escritor Sergio Román Armendáriz y se cuestiona la forma como fue repartida la propiedad en Guayaquil luego de la independencia.
“Ayer era otro día, / pagabas a la tiranía; / hoy es otra verdad, / pagas por la libertad”, decía un personaje de Celeste justificando los impuestos, que eran los mismos. Solo cambiaba el receptor: ya no eran para la corona, sino para el cabildo.
En Arawa hay una intención explícita de cuestionar a la Historia - “con mayúsculas”- tal como ha sido contada, con la pluma del vencedor, apunta Páez.
“A veces nos planteamos las obras de manera panfletaria”, explica, y aclara que intentan rescatar la palabra, cargada de un sentido peyorativo.
¿Pero por qué el teatro político es tan importante para explicar la tradición escénica latinoamericana?
Tal vez porque se trata de repúblicas que no terminan de ser conformadas, ensaya Páez, quien recalca que las democracias europeas, con las que se mide la política mundial, son más antiguas.
“Nos valemos del teatro para expresar nuestra inconformidad con el mundo”, dice Páez, y habla además de la posibilidad de que el teatro sea incluso más útil que otras manifestaciones artísticas para promover conversaciones políticas.
“Esa condición de lo presente, la simultaneidad física puede ser tal vez lo que potencie al teatro como una manera más motivadora para eso”, refiere el dramaturgo y actor guayaquileño.
Y echa mano, para ejemplificar, de los orígenes del teatro: los rituales en honor a Dionisio, “esos ditirambos en los que la gente vivía una transformación que luego se llamará catarsis”, y en los que se generaba “un sentido de comunidad que no se encontraba en otro espacio”.
Igual que Páez, la actriz Estefanía Rodríguez opina que todo teatro es político. “Incluso el que es un poco más comercial, porque obedece a ciertas formas de producción”, menciona la autora de Ulrike, una obra que estuvo en cartelera hace poco en el espacio de Muégano Teatro, al que pertenece la actriz.
Creado con la colaboración de Santiago Roldós, el texto explora la relación que existe entre los afectos y la política.
La protagonista de la obra toma su nombre de Ulrike Meinhof, una ciudadana de Alemania Occidental que, en los setenta, y a pesar de tener “aparentemente todo resuelto, renuncia a eso para unirse a la Fracción del Ejército Rojo”, un grupo armado de izquierda que cometió varios actos terroristas.
En ese sentido, la obra pone en cuestión -y en duda- las distintas formas de militar.
Rodríguez no interpreta a Meinhof, sino “a nuestra propia Ulrike”, recalca, un personaje que intenta reescribirse y que reflexiona sobre el fracaso de los héroes que nos ha dejado la historia.
Así, en la obra, el astrofísico Neil de Grasse-Tyson es increpado por el cosmonauta ruso Yuri Gagarin, el primer hombre en ir al espacio.
O aparecen también Lenin (el revolucionario soviético) y Lenín Moreno, el presidente de Ecuador, como hilos que ayudan a establecer esta relación acerca de cómo la macropolítica incide en lo micro.
“Creo que hay una dialéctica en la forma en que percibimos a los héroes”, expresa Rodríguez, quien agrega que persigue generar una historia subvertida para evidenciar que la idea que tenemos de esas figuras todo el tiempo “nos plantean conflictos con respecto a nuestro accionar”.
El teatro político de hoy ya no es el mismo de mediados del siglo XX, fuertemente marcado por el marxismo. Ahora se cuestiona sus orígenes, pero siempre tiene la intención de que la audiencia se sume a esa conversación.
“Pretendemos que al menos se cuestione la matriz de un relato que siempre está tejido desde el poder”, añade Páez, una idea con la que comulga Rodríguez. (I)