Steven Spielberg se repite, pero Daniel Day-Lewis impresiona
Lo primero es dejar en claro que el último proyecto audiovisual de Steven Spielberg, de corte histórico -como se le ha hecho costumbre al “Rey Midas” de la industria cinematográfica de Hollywood-, tiene contadas, pero muy bien cronometradas y emocionalmente dosificadas, las apariciones de su personaje principal, el ex presidente de EE.UU. Abraham Lincoln.
Una vez más con la musicalización a cargo de John Williams y un guión a cargo de Tony Kushner, el director logra un filme sólido sin mayores, o tal vez ninguna, complicación técnica para su composición y narración audiovisual, aunque se siente un enorme pálpito de déjà vu al verlo, ya que tiene elementos que ya se han visto en la obra de Spielberg. Formalmente, pensando en “El color púrpura”, “Munich”, “Salvando al soldado Ryan”, “La lista de Schindler” y “Amistad” -en ese orden-, en “Lincoln” no hay nada nuevo.
Lo formidable en esta nueva empresa es traer de regreso y con fuerza meteórica a tres grandes luminarias del cine estadounidense, Daniel Day-Lewis como Lincoln, Sally Field como Mary Todd Lincoln y Tommy Lee Jones como el republicano miembro de la Casa de Representantes Thaddeus Stevens, sin olvidar las importantes participaciones actorales de David Strathairn, Joseph Gordon-Levitt, James Spader, Jared Harris, Peter McRobbie y Hal Holbrook. “Lincoln” es una película de ensamble o de reparto, parece funcionar solo con los actores que fueron elegidos para cada respectivo papel desempeñando ese determinado rol.
Sin embargo, aunque pocas, son las escenas entre Lincoln y su esposa -especialmente cuando se recriminan por lo sucedido con su hijo Willie y por qué no deben permitir que el hijo mayor Robert se enliste- las que sirven de adherente para mantener la coherencia de una película que puede resultar demasiado extensa para estos tiempos y cuyo mejor momento es cinematográficamente muy pobre, la votación para aprobar la decimatercera enmienda, la que abolirá definitivamente la esclavitud en EE.UU., en la Casa de Representantes.
Lo que se muestra en “Lincoln” es propio del mejor cine político como “Z” de Costa Gavras, “JFK” y “Nixon” de Oliver Stone o la filmografía de Ken Loach. Es un resurgimiento de un tipo de cine de biografía que aparece y reaparece con las épocas, el cine sobre presidentes o líderes políticos, sin embargo por su contenido delimitado es lo que en el arte de la composición en inglés se conoce como la autobiografía de fase. Y aun así no es tal, ya que está basado en parte en un trabajo sobre la astucia política de Lincoln, escrito por Doris Kearns Goodwin. Esa sagacidad por lograr que se legitime la Proclamación de la Emancipación con la aprobación de la decimatercera enmienda a la Constitución de EE.UU. es el eje del relato y del argumento de “Lincoln”, donde Spielberg se toma libertades artísticas para retratar la humanidad de un hombre que mientras se aprueba por votación tal enmienda está en su oficina jugando con su hijo Tad, leyendo junto a él. Tal vez por ello, el filme no alcanza las dimensiones de la sátira y crítica política que el público ha llegado a conocer y a amar con producciones como “Game Change”, entre una larga serie de películas de televisión producidas por y para la cadena de televisión por cable HBO.
El Lincoln del filme borra totalmente al actor que lo interpreta, Daniel Day-Lewis, para dar paso a un ser que siempre es demasiado correcto, ético y moral, pero que para la sociedad en la que se vive ahora puede parecer demasiado parsimonioso, santurrón y moralista en sus múltiples historias y discursos, palabras que a la vez lo convierten en un visionario, un hombre de avanzada que planea no solo para el ahora sino para el futuro. El mejor momento es de seguro cuando debe dejar una reunión de gabinete en la Casa Blanca porque le avisan que su esposa ya está en el carruaje y lista para ir al teatro. No se puede dejar de lado tampoco la conversación, muy breve, que sostiene con el general Grant cuando la Unión al fin ha ganado la Guerra Civil, pero a Lincoln lo aflige el costo que ha tenido esa victoria.
El Lincoln visto en el filme solo pierde la cabeza y altera su temperamento en dos ocasiones, cuando discute con su esposa por haber dejado que Robert se enliste y al pedirle a su gabinete que le consigan los votos para que la decimatercera enmienda se apruebe a toda costa.
El vestuario a cargo de Joanna Johnston, el trabajo de todo el departamento de maquillaje, la dirección de arte de Curt Beech, David Crank y Leslie McDonald y el diseño de producción de Rick Carter son los verdaderos merecedores a un reconocimiento a manos de la industria del cine. Ellos han logrado que el 1865 en el que Lincoln afrontaba la posible derrota política al sugerir la total abolición de la esclavitud, una subrepticia negociación de paz con los confederados y las últimas batallas de la Guerra Civil, apenas lograda su reelección como presidente de EE.UU., sean totalmente verosímil al espectador y, gracias a la actuación o más bien inmersión completa en su personaje de Daniel Day-Lewis, sean una realidad una vez más para aquellos que disfrutan del cine histórico y biográfico. Todo encaja en su lugar en “Lincoln” y nada desentona, pero la labor de Spielberg como máximo responsable artístico de la producción solo puede calificarse de buena si se considera el fuerte puntal de apoyo que son todos los demás departamentos técnicos y creativos tras el filme, ya que, para la filmografía del productor y director, “Lincoln” no representa ninguna innovación a lo que el público ya ha visto de él cuando se dedica a una película de corte histórico.
La fotografía de Janusz Kaminski y la edición de Michael Kahn son solo funcionales al casting realizado por Avy Kaufman. Los actores son todo para este relato de un fragmento ficcionalizado y mitificado de la historia estadounidense que demuestra que los republicanos no siempre han sido como los pintan y que los demócratas no han sido toda su vida organizacional el colectivo de políticos liberales y de avanzada que el mundo ha llegado a respetar y considerar como una opción para negociar con EE.UU. en cada ocasión posible. Falta tal vez mostrar qué hacía el vicepresidente de Lincoln durante todas las crisis político-emocionales que plantea el filme de Spielberg, ya que el de Jefferson Davis, presidente de la Confederación, es el que encabeza el equipo de negociadores por la paz que llega de Virginia a Washington. La carga emocional en la figura de Lincoln es lo que le da color, sabor, aroma y cuerpo a la última obra cinematográfica de Spielberg que a veces preocupa a sus seguidores por su marcado interés por la ciencia ficción “nice” y el apego a la idea de extraterrestres benevolentes y de buen corazón.
“Lincoln” es más que un llamado biopic, más que un filme biográfico e histórico, pero le falta un ingrediente extra para ser realmente una película grandiosa. Tal vez sea un recorte en su metraje, unos ajustes en su guión o un mayor poder en su cinematografía y diseño de sonido, aunque uno puede sentir con el corazón y el espíritu que falta ser más auténtico y fiel a uno mismo. La película se titula “Lincoln”, pero ese es el personaje que menos aparece en pantalla y posiblemente menos cautivante que la Mary Todd Lincoln de Sally Field y el político radical republicano Stevens de Tommy Lee Jones, que también tienen un interesante par de encontronazos en los más de 147 minutos que se extiende la cinta. Las minucias y argucias políticas son la más interesante premisa del filme en el que el secretario de Estado Seward, no informado de las negociaciones de paz que ha gestionado el ciudadano Preston Blair, mantiene en hiperactividad a un trío de negociadores para que consigan todos los votos necesarios para aprobar la decimatercera enmienda, uno de ellos retratado con excelencia por James Spader.
En “Lincoln”, al final del día lo que importan son los tejes y manejes de la política legislativa de los EE.UU. y el cómo el cambio histórico puede llegar de la manera más inesperada en el momento más esperado, el final de la Guerra Civil.