Decir que este año Guayaquil ha tenido una explosión de las artes escénicas es una aseveración algo peligrosa.

Es cierto que un nuevo teatro, como el Sánchez Aguilar, ha creado dinámicas importantes para el movimiento teatral. También es cierto que los dos festivales internacionales de artes escénicas, Fragmentos de Junio y Festival de Artes Escénicas (Fiartes-G), al cumplir 10 y 15 años, respectivamente, movilizaron a importantes agrupaciones de otros países.

Sumado a eso, iniciativas como Dansedumbre, de Sarao; otras, como el encuentro de Transdisciplina y Nuevas dramaturgias del ITAE, la dinamización del Teatro Centro de Arte, la presencia del nuevo minifestival Teatromuestras, o esa máquina de producción que es Jaime Tamariz con sus muchos montajes que han generado una pequeña industria de las artes escénicas, etc...

En apariencia son muchos síntomas de que la escena de las artes vivas se ha empezado a mover en Guayaquil.

Pero parece que hemos empezado a generar plataformas nuevas y no nuevos lenguajes (es decir, sí, pero de una manera muy escueta), ni públicos capaces de fijarse en esos matices ni de exigir otras cosas, más confrontadoras.

Es importante lo que acontece, pero ahora es necesario que todos quienes hacemos y pensamos las artes vivas nos hagamos cargo de darle sentido a esas manifestaciones para que incidan de verdad en la sociedad, para que se conviertan en dialogantes de lo que sucede a nivel ético, estético y político.

Es indispensable multiplicar las plataformas; es decir, no hacer más teatros, sino que los espectáculos busquen otros sitios, fuera de las convenciones, para habitar, para llegar a otra gente, para que en esos nuevos encuentros se multipliquen los motivos y los sentidos de hacer teatro.