Se busca la ciudad y la arquitectura necesarias
Especial para El Telégrafo
El autor plantea varios argumentos que se discuten durante la XVIII Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, que sigue realizándose y reflexiona sobre la estructura y el hombre.
La ciudad necesaria
La ciudad, ese gran invento de la humanidad, que surge por la necesidad de facilitar y asegurar la vida de los ciudadanos. Luego de más de dos mil años de historia y evolución continua, se ha convertido en su antítesis, en el espacio concentrador de la complejidad y de la inseguridad; de la contaminación y de la violencia; de la exclusión y la opulencia; del consumismo y del despilfarro; del estrés y las terapias; de la basura y los mendigos; de la publicidad y de las divas; de la pornografía y del narcotráfico; también de las artes y oficios más diversos, creativos e inauditos, desde la magia y la poesía, hasta el sicariato...
A los humanos nos encanta vivir en ciudades. Somos más de cuatro mil millones de habitantes de este planeta los que hemos decidido habitar en espacios urbanos. Sin duda, la ciudad engendra en sí misma elementos de seducción que la convierten en una especie de “atracción fatal” para la especie humana. Por eso, para millones de humanos, la polis, la ciudad, es divina, magnífica, lúdica y exquisita.
Pero esta misma ciudad, es la maldición para otra gran mayoría -otros cientos de millones- que, día a día sobreviven su miseria, minando la basura, la comida y los residuos de lo que otros, los menos, despilfarramos y desechamos. Cómo revertir este “orden”. Cómo volver a la utopía original. Cómo transformar nuestras ciudades enfermas en ciudades sanas. Cómo recuperar la idea de la ciudad que nos protege, la ciudad que nos facilita la vida, que nos da cobijo y trabajo, que nos alimenta, nos recrea, nos educa y nos divierte, que nos hace crecer como seres humanos: la ciudad necesaria.
Para lograrlo, no sólo que debemos proponernos, también tenemos que transformar nuestras conductas. Entre ellas, quizá entre las más importantes: consumir lo necesario, evitar lo superfluo; respetar lo diverso y lo minoritario; potenciar los intangibles culturales, -que valorizan nuestras comunidades-; privilegiar al ciudadano, al peatón, al ciclista -sobre el vehículo contaminante-; potenciar el transporte público restringiendo el privado; equilibrar la relación de lo construido con lo verde; exigir la sostenibilidad en todas las acciones públicas y privadas; promover el reciclaje, la reutilización y la reparación como prácticas ciudadanas; educar a la población en la solidaridad, en la cultura de paz; integrar espacialmente a la población, en hábitats donde coexistan la diversidad económica y social, evitando los guetos; crear micro centralidades administrativas, comerciales y de servicios, ubicadas estratégicamente; ampliar tecnológicamente las redes de servicios virtuales, evitar los desplazamientos innecesarios; descontaminar las ciudades de la publicidad agresiva, enajenante y ofensiva; valorar y servir a los ciudadanos sobre todas las cosas, particularmente a los sectores más vulnerables; dignificar el espacio público, con obras de calidad, y bellas, proyectadas y ejecutadas por concurso, entre otras.
Estamos frente a grandes retos, llenos de sentido común y de alegría; de calidad y calidez; de respeto y de solidaridad; de ética y de estética; porque las grandes transformaciones también son necesarias, fundamentales... básicas.
La arquitectura necesaria
“La arquitectura no puede contener otra belleza que la que nace de lo necesario”, decía Francesco Milizia, pensador italiano que vivió entre 1725 y 1798. Diseñar y construir, desde lo que ya hemos aprendido, junto a la tradición local o universal, una nueva tradición, una vuelta al origen desde nuestro tiempo, sin prisas, sin modas, buscando las bases, volviendo a lo básico... son los postulados de nuestra bienal.
Diseñar y construir con responsabilidad, es quizá el mayor reto de nuestro tiempo, porque además, supone el hacerlo en la dimensión ética y estética. Ser responsables con el medio social y natural, con el uso de los recursos disponibles, con el contexto construido o salvaje, con la tecnología y los sistemas de construcción, con el lenguaje del hecho arquitectónico.
Los arquitectos no nacemos, nos hacemos en los rigores del oficio, como cualquier artesano que al tallar la madera descubre su dureza, sus vetas, su porosidad, densidad, su textura, su color, sabor, aroma. Nuestro conocimiento debe ser respetuoso de la tradición, local o universal, debe aprender, reaprender y también desaprender, como todos los procesos de enseñanza-aprendizaje. “Todas las ideas son hijas de la duda”, nos decía el filósofo José Ortega y Gasset.
Toda obra debe sostenerse a sí misma, a sus usos y usuarios; debe ser ejecutable, construible, ya sea para durar siglos en su materialidad o para desaparecer como hecho efímero pero, en ambos casos, permanecer dignamente en el imaginario de la gente. “Si el espacio es un concepto, el lugar es una experiencia”, decía José María Montaner. En la arquitectura vamos desde la razón hasta la afectación, desde la idea hasta los sentimientos.
Debemos pensar y aprender de la arquitectura popular sin mitos retrógrados, ya que lo más contemporáneo está en el origen. Qué arquitectura es más sostenible y biodegradable que la producida por nuestros pueblos originarios, en la que a la muerte de quien la habitaba, la obra era degradada y reasimilada la tierra para así, en ese mismo lugar, sembrar otra vez papas o yuca.
La industria de la construcción es corresponsable de miles de procesos contaminantes que, a lo largo y ancho del planeta, ensucian el aire, las aguas, el suelo... Por lo tanto, también tenemos responsabilidades ambientales. Pero la contaminación no solo es industrial, también es estética. Nuestras ciudades son cada vez más feas, están plagadas de obras vulgares y estridentes, que contribuyen a saturar el ruido visual. Muchas se yerguen con un irrespetuoso protagonismo que ofende contextos armónicos (nuevos o antiguos). Afortunadamente, la vertiginosa obsolescencia de estas obras es tan rápida como su “estrellato”.
Qué difícil es lograr la madurez arquitectónica. Hablo de aquella en la que a veces con pocos recursos pero con muchas ideas y trabajo se es capaz de producir obras en las que la austeridad, la sobriedad, la funcionalidad y la belleza afloran sin artificios. Juntarnos para compartir este tipo de reflexiones y propósitos constituye una opción necesaria que asume nuestra bienal. Sabemos que al hacerlo, somos consecuentes con la labor y el legado de los grandes maestros de la arquitectura. También lo somos con las nuevas generaciones, a quienes servimos desde la academia o referenciamos con nuestras producciones.
Estamos aquí para debatir, como decía Mies van der Rohe, “lo que puede ser, lo que debe ser y lo que no debe ser” en arquitectura. Sin complejos ni falsas modestias, porque la vida se nos va en estos emprendimientos. Por lo tanto, esta bienal se convierte en nuestra nueva obra colectiva, en nuestra nueva catedral, que se cimenta con ideas y reflexiones, que sostienen esa arquitectura necesaria para el tiempo que nos ha tocado vivir... intensamente.