Santillán, ejemplo de una escena madura
En una reseña musical publicada en la revista mexicana Letras libres, Ibsen Martínez daba cuenta de “un subproducto indiscutiblemente literario del advenimiento del disco de larga duración en la segunda mitad del siglo XX: la nota de contracarátula, por lo general escrita por aficionados de alta competencia”. Recuerda Martínez que ya en los cincuenta, los textos de Nat Hentoff y otros críticos de jazz constituyeron un corpus de información muy valiosa, y que Glen Gould habló, en 1966, del “escucha de nuevo tipo” como sujeto primordial de la revolución cultural y musical que trajo consigo el registro de larga duración.
Agregamos que ese tipo de comentario al margen de la crítica académica convencional, de la sistematización formal, pero acuñado por un crítico/aficionado “de nuevo tipo”, informado y sostenidamente interesado, es el que resulta conveniente para consignar, en las páginas de una publicación de circulación masiva, lo que ocurre no solo con la música sino con los fenómenos de los diversos terrenos artísticos en general. Esto sin ir en detrimento, valga aclararlo, de la crítica erudita (por mal que suene la expresión), y menos con la intención de suscribir esa tesis -sostenida por unos cuantos- de permutar el supuesto autoritarismo del crítico académico por una suerte de opinión del sujeto emancipado del yugo de los cánones e historicismos; algo que, lamentablemente, con mucha frecuencia termina pareciéndose más a la demagogia acéfala que a la “libre” construcción de juicios “poéticos”.
Ese, que quede claro, intentará, pues, ser el tono de este acercamiento -y los que vendrán- a una escena que en Guayaquil va ganando en volumen simbólico, en calidad, desde hace ya algún tiempo: la del arte contemporáneo... A pesar de los baches, los embaucadores, el vedettismo vacuo aunque estridente de algunos diletantes, nos parece estar frente a un proceso en el que un grupo de creadores (digámoslo así, sin membretes generacionales) va templando la singularidad de sus mecanismos expresivos, en medio de una heterogeneidad saludable como un semillero fresco. La coyuntura nos remite a hablar ahora de Óscar Santillán (Milagro, 1979), quien estuvo, durante los últimos meses, cursando una maestría en escultura contemporánea y medios expandidos en el Virginia Commonwealth University, y que presentó Azor, su más reciente trabajo, en la galería urdesina dpm hasta esta semana.
Antes de su experiencia estadounidense, Santillán ya era un nombre relevante en el mundo del arte local. Irrumpió en un timorato y conservador panorama citadino, el de la década pasada, con el grupo Lalimpia. Con las obras “Prácticas degeneradas (de la escuela colonial de Guayaquil)”, un trabajo modelado en óleo; y “La habitación impasible”, una iniciativa plástica “in situ” con pintura removida de la pared, más allá de obtener -en 2005 y 2010 respectivamente- el segundo premio del Salón de Julio, nos hizo constatar su “artesanía de vanguardia (de auténtica vanguardia)”. Es decir, se trata de un artista/artesano que no es esto último únicamente en relación con la acepción tradicional del término, sino en la medida en que mantiene, a la hora de elegirlos, una relación muy orgánica, lúcidamente intuitiva, con los múltiples materiales y soportes que utiliza siempre al servicio de un volumen crítico y conceptual enfocado a convertir al espectador en terreno -utilizando una expresión del lingüista y poeta Mario Montalbetti- donde “hacer sentido de espaldas a cualquier noción de Verdad” en vez de, simplemente, “acumular significado”. Cosa que, al fin de cuentas, es la tarea que le compete a todo arte genuino.
Una de las obras del milagreño en la que más claramente vemos lo descrito es en la estupenda “Memorial”, de 2008, que consiste en una edición del New York Times a la que, a través de un proceso químico, se le ha extraído la tinta para con esta modelar un diminuto alce (¿o venado?) que, inmóvil en una esquina del pliegue, parece contemplar una vasta pradera baldía.
Ese volumen crítico nos sugiere poner atención a un antecedente viejo en la historia del artista, que él ha dicho que no le sirvió para mucho, aunque me permito controvertir esa opinión: hace diez años, Óscar pertenecía al taller literario del Banco Central del Ecuador -coordinado por Miguel Donoso Pareja-, ya que estaba escribiendo una novela experimental y, además, tenía un interés muy activo en el debate político. De allí, nos parece, proviene su pertinente relación con la expresión escrita, su sentido del estilo a la hora de intentar una ensayística, con un pulso crítico para cotejar variables problemáticas de la vida en general y, por ejemplo, de la tradición -término siempre complicado- del arte nacional en particular, como podemos ver en su texto “Lo que empieza mal no termina fácilmente”, publicado en el sitio web Río Revuelto en enero de este año.
Es refrescante encontrar dicho volumen crítico, dicha pertinencia intelectual en los nuevos artistas “substancialmente visuales”, siendo que el diorama del arte contemporáneo, con aquella “parodia en neutro que es el pastiche” -en palabras de Fredric Jameson-, puede, de una pifia, hacer un “genio” (El capítulo de Los Simpson en que Homero se vuelve artista conceptual y compite con Jasper Johns; el documental de Banksy sobre Mr. Brainwash o aquel editorial de Vargas Llosa sobre Damien Hirst son elocuentes al respecto).
En Azor, Santillán incluye fotografías, videos, trabajos de grafito sobre papel y sobre lienzo, además de escultura. Demuestra, en primera instancia, una versatilidad técnica que le permite movilizarse, por decir apenas algo, desde la intimidad del dibujo con grafito (“Piel Animal”) hacia una escultura remitida a procesos complejos de producción estética en los que se van quemando etapas que son parte de la obra, aunque el espectador no se cerciore de ellas en un primer acercamiento (“Un cuchillo para vencer a la brisa de la noche”). El autor lo ha dicho así: lo ofrecido en ese tipo de trabajos es, en parte, tiempo comprimido que al espectador le toca descomprimir.
Esta última obra en cuestión es de las más interesantes de la muestra y, además, nos permite referirnos más de lleno a ese otro aspecto que ya hemos ponderado: la potencia conceptual que no da forma a un estilo cerrado o categorizable, sino a una poética, que es asunto distinto. “Un cuchillo para vencer a la brisa de la noche” es una escultura hecha con cenizas de coyote cremado en láminas acrílicas. En este caso, el título viene de alguna manera a redondear -ojo, no a cerrar- semánticamente la propuesta.
El coyote es un animal, además de nocturno, mitológico por excelencia, referido siempre en dicho marco mítico a la sexualidad, pero sobre todo a la astucia del paso-a-paso en una cetrería perenne. El título se concilia poéticamente entonces con todo el proceso a través del cual se materializa la obra, suscitando la resonancia del efecto metafórico. Pero decimos “en este caso” porque también la suscitación poética puede ir hacia el lado contrario: hay obras en las que la titulación viene, más bien, a reafirmar el carácter evidentemente abierto del símbolo. Obras que ponen en juego una metáfora más “brusca”.
Tal es el caso de “Caníbales”, un video de 2011 en el que se aprecia un encuadre, desde la perspectiva del conductor de una carreta, de la crin del caballo blanco que la hala por un sendero rodeado de bosque, al tiempo que el aliento del hombre va empañando el lente de la cámara. El caballo llega a un punto en que un objeto, al pie de lo que parece ser un lago, le impide continuar su trayecto, y el video se repite, sostenido por una banda sonora intermitente e in crecendo un tanto a lo Trent Reznor. Allí, el efecto poético surge de la interpelación inquietante -en términos de potenciales significaciones- a la que la obra somete al espectador.
Artista, lo reiteramos, conceptualmente agudo, Santillán parece trabajar teniendo como punto de referencia, aparte de la indagación formal, el concepto ampliado del arte (de allí que su obra ha sido mencionada entre las herederas de discursos como el de Joseph Beuys o Louise Bourgeois) y esto puede constatarse en varios momentos de Azor. En “Todos los pestañeos”, por ejemplo, donde logra una perspicaz paradoja: se trata de una serie de fotografías que consignan los momentos cinematográficos en que James Dean, referencia capital del sujeto de la sobre-exposición e iconización mediática contemporánea, tiene los ojos cerrados.
Por otra parte, el cuidado formal y el énfasis en el proceso se advierten en esa otra serie de fotografías en que el artista ha intervenido en la naturaleza para crear sugerentes “simetrías” de agua. Vemos allí que dicha intervención, en apariencia abrupta, termina por ser adherente. Que naturaleza y arte son a la larga la misma cosa. Y ese es el tono de toda la muestra, completada con las dos “Cantinelas” (grafito sobre lienzo); “Tierra partida” (escultura); “Mapa y polvo” (fotografía); “Cascada” (fotografía); además de “El manifiesto de la telepatía” (video) y “La riqueza de las naciones” (vaciado en resina), obras donde una vez más la capacidad de síntesis conceptual genera mucha potencia poética.
Hace poco, Óscar fue contratado como profesor de proyectos de escultura en la Universidad de las Artes de Filadelfia, un espacio de los más interesantes en Estados Unidos para la reflexión sobre estética y creación (allí impartió cátedra, por largo tiempo, Camille Paglia, esa diosa pagana del pensamiento y las artes liberales). Es una muestra de que la carrera de varios artistas, aún jóvenes pero que entraron en escena en Guayaquil la década pasada, va consolidándose (no olvidar -por citar un caso- la compleja y desafiante propuesta de Ilich Castillo), al tiempo que otros ganan su espacio... En ese sentido, quedan pendientes las palabras sobre la última exposición de Anthony Arrobo (que, según dicen los entendidos, promete). He allí, indudablemente, otro acercamiento necesario.