Cada 18 de mayo se celebra el día internacional de los museos
Recogiendo los pasos de Mariana de Jesús, la ‘Azucena de Quito’ (GALERÍA)
En una placa plateada, brillante al sol, puede leerse: “La Santa quiteña Mariana de Jesús, que murió el 26 de mayo de 1645, había profetizado que la casa en la que había vivido se convirtiera en un claustro de monjas carmelitas.
Así ocurrió en efecto, pues desde 1956 el hermano Marcos Guerra, jesuita español, diseñó y construyó el monasterio de San José, popularmente conocido como Carmen Alto. Quince años después de muerta Mariana de Jesús, se concluyeron las obras principales y en 1661 las religiosas pasaron a vivir en estos claustros”.
Las monjas Carmelitas Descalzas llegaron a Quito desde El Callao y se afincaron en la que fue la casa de Mariana de Jesús. Eran 21, número que en opinión de Santa Teresa de Ávila, fundadora de la orden, facilita el trabajo y permite mantener la disciplina.
Las Carmelitas dependen para subsistir de la curia y de los ornamentos litúrgicos (vino, hostias, galletas y bordados) que realizan a pedido o que venden en una tienda de la calle Benalcázar.
Lo primero que se ve en el Museo son las pinturas que Víctor Mideros elaboró en 1926 sobre la Santa quiteña con base en la biografía que de esta elaboró Jacinto Morán de Buitrón. Destaca el simbolismo. Cuando habla del nacimiento de la Santa, por ejemplo, coloca una estrella sobre su casa y, afuera, al demonio en forma de perro. Cuando habla de su muerte la representa vestida de blanco, con una lámpara en la mano, como si se casara con Dios de acuerdo a la tradición judía.
El cuadro con que se cierra la exposición muestra a Mariana de Jesús convertida en ser celestial con la ciudad a sus pies. El jefe de museología educativa, Fabricio García, dice que la santa ha pasado a nuestra historia como protectora de Quito debido a que en el siglo XVII ofreció su vida a condición de que la ciudad dejara de ser asolada por epidemias y fenómenos naturales.
Mariana de Jesús comprometió tanto su salud con ayunos y flagelaciones a partir de ese momento, que 2 meses después murió y, coincidentemente, la urbe recuperó el orden. Este hecho dio lugar a que fuese declarada santa en 1950.
Sobre una mesa, hay una réplica de la vihuela de Mariana, que también tocaba el clavicordio y el piano. Uno debe, en el patio de Los Naranjos, imaginar el huerto y los árboles que durante la vida de la santa crecían donde ahora hay una pileta.
En el rincón más apartado había una placa de piedra que tapaba un pozo. En el centro, tenía una ranura en la que la india Catalina, sirvienta de la familia, depositaba la sangre que la religiosa perdía durante sus flagelaciones.
A pocos días de la muerte de Mariana de Jesús, dice Fabricio García, la india Catalina vio que una azucena había nacido de la sangre empozada en la ranura. De ahí el sobrenombre con que se conoce a la santa: “Azucena de Quito”.
El otro de los patios del museo data del siglo XVII y muestra la vida cotidiana de las Madres Carmelitas.
El recorrido empieza por la cocina, lugar fundamental si se considera que las religiosas elaboran galletas y vino para la venta, y que contiene utensilios de los siglos XVIII al XX; ensaladeras, balanzas, un horno de pan, una batidora manual, morteros, pailas. Llama la atención el mecanismo de poleas con que las religiosas levantaban las pesadas ollas, y la alacena que usaban para mantener los alimentos frescos y libres de ratones escurridizos con la ayuda de pilches invertidos que desviaban sus caídas.
Alejandra Palacios, guía del museo, dice que la gente imagina los ayunos de las religiosas como ausencia total de alimentos, cuando en realidad ellas entienden el ayuno como no comer entre comidas.
En una de las paredes de la cocina, reposa un pergamino en el que puede leerse: “Mes de enero de 1778. En cada sábado de la semana que da a la tornera para el gasto de la cocina: En leña 2 pesos. 5 reales. En raspadura 6p. En una libra de pimienta 1p. En clavo y pasas 4r...”
La habitación aledaña se denominaba repartidor. Ahí se ordenaban los platillos antes de ser llevados a la mesa. Hay un filtro de piedra pómez en el que se recogía el agua que llegaba de las chorreras del Pichincha, y objetos de la siempre bella fauna de cocina. Alejandra Palacios dijo que el guion museográfico se elaboró con instrucciones de las religiosas.
La siguiente parada es el refectorio, donde las madres comían en fiel cumplimiento de sus votos de silencio, escuchando lecturas sobre Santa Teresa de Ávila, religiosa cuya vida ha sido recreada por artistas anónimos del siglo XVII en las paredes del lugar.
La siguiente parada es el De profundis, espacio en el que, una vez concluidas las comidas, las hermanas carmelitas rezaban por las almas del purgatorio. En este lugar hay pinturas de los siglos XVII y XVIII y un afiche que recrea el viaje de cinco meses que en 1653 realizaron los miembros de la orden Carmelita del puerto peruano El Callao a Quito.
En el segundo piso pueden verse las puertas de las celdas y hacia el final del pasillo, la cárcel, lugar de reflexión al que iban confinadas cuando infringían alguna norma.
En este piso se ha instalado un pesebre con piezas que datan de los siglos XVII y XVIII.
Se ha reproducido, en el que fue el cuarto de huéspedes del monasterio, una celda carmelita del siglo XVIII: la austera cama, la bacinilla de porcelana. Muestra incluso un maniquí vestido de carmelita con velo negro de profesa y las sandalias que usaban en símbolo de pobreza. Alejandra Palacios dice que hace tan solo 15 años las religiosas dejaron de flagelarse los viernes.
Gracias a un cartel fijado junto a la puerta, se sabe que se levantaban y rezaban el rosario a las 04:30, decían sus oraciones personales a las 05:00, asistían a la eucaristía a las 07:00, a las 08:00 al desayuno, y a las 08:30 a sus oficios y ocupaciones comunitarias.
Hay una reproducción de un taller de bordado, con una máquina de coser, rueca, plancha decorada con un gallo, ovillos de lana y, por supuesto, hilos. Alejandra Palacios asegura que las Carmelitas son bordadoras por excelencia, y que se han caracterizado por hacerlo en alto relieve, con hilos de oro y plata, no solo para obispos, sino también para las personas que se los solicitan a través del torno del convento.
Y eso que a partir de la llegada del papa Juan Pablo II a Quito en 1985, las cosas se han relajado. “Antes, recalca Palacios, no descubrían su rostro ni siquiera ante sus familiares, que las visitaban en el locutorio, en algunas de las 2 horas en que podían romper sus votos de silencio”.
La única exposición temporal que ha tenido el museo desde su inauguración se denomina Arte para glorificar, y exhibe platería y ornamentos litúrgicos de manufactura carmelita y del taller quiteño. Permanecerá hasta agosto.
El coro alto de la iglesia tiene forma de arco y semeja en sus colores al cielo. Exhibe la cruz del siglo XVII a la que la santa se crucificaba, así como el retrato que el artista religioso Hernando de la Cruz hizo de ella después de su muerte. Muestra además un ánfora con disciplinas y silicios. En otra sala, pinturas de la Virgen con los atuendos de las diversas órdenes religiosas. Están, entre otras, la Virgen de la Merced, la Virgen del Rosario, la Virgen de los Ángeles que la santa miraba cuando se celebraba misa frente al actual Arco de la Reina.
Destacan en otras salas, el crucifijo que perteneció a la Santa y que abrazan las religiosas antes de morir, e impresionante tallas de madera en tamaño natural de los apóstoles.