La RAE trata de redimirse al fragor de la lucha feminista
“Su trasero no cabría en un sillón de la RAE”. Con ese agravio, Juan Valera, miembro de la Real Academia Española y autor de la novela Pepita Jiménez, dejaba a un lado su reputada erudición.
La destinataria del improperio, la escritora Emilia Pardo Bazán, de robusta complexión, deseaba formar parte de la Academia, pero su condición de mujer y su alma contestataria no solo le cerraron las puertas de la institución, sino que provocaron la creación de un grupo de detractores que le dedicaron feroces diatribas.
Se postuló tres veces (1889-1892-1912) y en una de sus oposiciones, Valera argumentó: “Si abrimos la mano (para el ingreso de las mujeres) la Academia se convertirá en un aquelarre”.
La escritora cubano/española Gertrudis Gómez de Avellaneda había vivido el mismo desaire cuando intentó ingresar a la Academia en 1853 y se estrelló con un rotundo no. Sin subterfugios, la institución ponderó la larga tradición: “A la Academia no entran señoras”.
María Moliner, lingüista, lexicógrafa y bibliotecaria, correría con la misma suerte. Fue propuesta en 1972 por tres académicos, pero ni siquiera ese aval le sirvió.
Su colosal obra, el Diccionario de Uso del Español (DUE), publicado en 1967, suprimía los dígrafos “ll” y “ch” mucho antes de que lo hiciera el entonces Diccionario de la Real Academia Española (DRAE). “Si este diccionario lo hubiera escrito un hombre, se diría: ‘¡Pero y ese hombre, cómo no está en la Academia!’”, declaró, no sin resquemor, al saberse rechazada.
Por fin, en 1978, después de 264 años de historia de la Academia, una mujer, Carmen Conde Abellán, poetisa, ensayista y dramaturga, pudo ingresar al templo de las letras, franqueando así una fortificación que parecía impenetrable. “Vuestra noble decisión pone fin a una tan injusta como vetusta discriminación literaria”, convalidó Conde en su discurso de posesión.
Todos estos lamentables antecedentes bien pudieron ser el detonante de lo que hoy en día presenciamos, la vehemente lucha feminista, cuya evolución rompió en primera instancia el nudo gordiano que había puesto la Academia a las mujeres y cuya expansión, actualmente, procura la instauración de una propuesta igualitaria mediante el reconocimiento del lenguaje no sexista o lenguaje inclusivo.
Y es que el dominio por dos siglos de esa parcela abonada mayormente por hombres, la lingüística, habría de convertir a la lengua en terreno fértil para el machismo.
¿Pero qué es el lenguaje no sexista o inclusivo?
En teoría, la deslegitimación de la posición de poder del hombre sobre la mujer y/o la abolición del lenguaje binario; y en la práctica, el desdoblamiento de los sustantivos (señores y señoras; niños y niñas); el uso de la “x” o de la “@” para desconfigurar el masculino y el femenino de las palabras (amigxs y amig@s), y la utilización del morfema “e” en lo que se interpretaría como género neutro (“amigues” y “todes”).
El escritor Mario Vargas Llosa, en el marco del VIII Congreso de la Lengua celebrado recientemente en Córdoba, Argentina, fue enfático al hablar sobre este tema: “El lenguaje inclusivo es una aberración que no resolverá la discriminación de la mujer; las academias no crean el lenguaje, lo recogen, porque quienes lo crean son los hablantes”.
Cabe entonces una introspección: si el lenguaje ha sido creado a lo largo de los años por los hablantes, y la voz (y el voto) eran prerrogativas exclusivas de los hombres, hemos de inferir que el lenguaje se fue masculinizando.
Masculinización que, por cierto, se manifiesta cuando algunas “lideresas”, “poetisas” o “gerentas” (estas palabras ya existen en el Diccionario) prefieren identificarse como “líderes”, “poetas” o “gerentes” porque sienten que el peso de lo masculino les otorga a sus oficios mayor solvencia.
Bibiana Aído, exministra de Igualdad de España, utilizó en 2008 la expresión “miembros y miembras” en una comparecencia ante el Congreso sin imaginarse que ese sería el preludio de una nueva revolución lingüística.
Su intención, visibilizar a la mujer desdoblando el género, era clarísima; sin embargo, llama poderosamente la atención la palabra usada (“miembras”) porque en género masculino su significado es “órgano de reproducción del hombre” (segunda acepción).
Azar, exabrupto o deliberada elección del vocablo, la Academia sufre de migrañas más a menudo desde ese episodio, de ahí que al fragor de la lucha feminista y de la irrupción tecnológica decidiera realizar modificaciones anualmente, en su versión digital, y no cada 10 o 15 años como lo hacía antes en su versión impresa.
Palabras como “fácil”, “femenino”, “gozar”, “hombre”, “madre”, “masculino” o “señorita” han sido analizadas o reformadas por la Academia a lo largo de los últimos años en un ejercicio que podría interpretarse como reivindicativo con el género femenino.
Por ejemplo en “fácil”: “Mujer que se presta sin problemas a mantener relaciones sexuales” se cambió la palabra “mujer” por “persona”; y en “sexo débil”, expresión que se definía como “conjunto de las mujeres”, ahora se aclara que su connotación es negativa (peyorativa).
Pero hay voces contrarias a estos cambios, como la de una de las escritoras contemporáneas más influyentes de España, Marta Sanz: “No creo que haya que retirarlas o apartarlas. Para mí, las palabras son un depósito de la memoria. Hay que saber de dónde vienen para que la historia no se vuelva a repetir; no puedes borrarlas de la memoria como si fuéramos una generación espontánea. Esto daría como resultado una sociedad acrítica, inquisitorial”.
¿Se habla por decreto?
El funcionamiento evolutivo del lenguaje va de abajo hacia arriba, es decir: las palabras nacen en las calles y su constante uso impele a la Academia a juzgar si las admite o las rechaza, por tanto, tienen razón lexicógrafos y lingüistas cuando sostienen que nadie habla o escribe por decreto; no obstante, en este debate surgen críticos que lanzan una disyuntiva: ¿qué fue primero, el lenguaje o la Academia?
Y ese dilema remite taxativamente a la falacia del círculo vicioso, ese círculo que María Moliner combatió decididamente cuando se impuso la tarea de darle a cada vocablo de su diccionario un significado, o varios, y alejarse de la práctica del DRAE (ahora DLE) de enviar de una palabra a otra al consultante sin resolver su inquietud: “concadenar” = “concatenar” / “femicidio” = “feminicidio”.
Soledad Puértolas, miembro de la Academia, reconoce que el diccionario está impregnado de una herencia machista, pero reivindica la debilidad como un estado de oposición a la fuerza: “La debilidad no tiene por qué ser una categoría peyorativa. La palabra ‘empoderamiento’ me horroriza; yo no quiero poder, yo quiero ser respetada y valorada en condiciones de igualdad”.
Pero hay también otras palabras que horrorizan, como “cocinillas”, cuyo significado: “Hombre que se entromete en las tareas domésticas, especialmente en las de cocina” (primera acepción), no ha sufrido ningún cambio.
“¿Decir ‘todes les niñes’?, me niego. No me da la gana. No porque sea académico, porque yo soy un escritor profesional (…) me niego a que me digan cómo tengo que escribir para no ser machista”, sentenció hace tres semanas en la última Feria del Libro, en Buenos Aires, el escritor y miembro de la Real Academia Española Arturo Pérez-Reverte, uno de los más ásperos críticos del feminismo “radical”; no obstante, reconoció que no les falta razón a las feministas cuando expresan que el lenguaje ha estado condicionado por una sociedad patriarcal.
En el ámbito coloquial, Ecuador también aporta al machismo con una palabra de origen kichwa: carishina, cuyo significado vendría a ser “mujer que no sabe hacer las cosas de la casa o que pretende hacer trabajos de hombre”.
En cuanto a americanismos, el Diccionario de la Lengua Española ha hecho acopio de la palabra “machona”, cuyo significado es “dicho de una mujer: de hábitos hombrunos”, sin aclarar que su uso es peyorativo; mientras que la palabra “periquear” (“dicho de una mujer: disfrutar de excesiva libertad”) fue sacada del Diccionario.
Y mientras algunas palabras salen, otras ingresan, como es el caso de “sororidad”: “Relación de solidaridad entre las mujeres, especialmente en la lucha por su empoderamiento” (segunda acepción).
La palabra fue acuñada por Miguel de Unamuno al discurrir sobre su morfología en una novela: “Si de ‘frater’ surge fraternidad, de ‘soror’ debería surgir sororidad”, sin embargo, su uso actualmente está íntimamente ligado al surgimiento de una hermandad consciente entre quienes (mujeres) han sido creadas en este mundo patriarcal como enemigas.
El neologismo “feminazi”, cuyo uso ha crecido exponencialmente, ha estado en el centro de la polémica por su habitual uso entre quienes acometen contra el feminismo, y si bien no ha sido admitido por la Academia, en 2018 la cuenta oficial de la RAE en Twitter recibió una catarata de críticas cuando respondió a una usuaria sobre su significado: “La voz ‘feminazi’ (acrónimo de ‘feminista’ + ‘nazi’) se utiliza con intención despectiva con el sentido de ‘feminista radicalizada’”. La RAE, en vez de desaconsejar su uso, está legitimando una palabra que no existe, protestaron algunos internautas.
¿Hacia dónde vamos?
Si la lengua no hubiera evolucionado seguiríamos hablando latín, por eso la Academia, consciente del dinamismo del lenguaje, retiró hace menos de un lustro las palabras medievales en desuso, dejando las del año 1500 en adelante. Palabras de una época oscurantista en la que parecía haberse quedado Juan Valera, con su androcentrismo entusiasta, cada vez que sometía al escarnio a doña Emilia Pardo Bazán.
De cualquier forma, seguirán existiendo “miembros”, es decir hombres preclaros como Dámaso Alonso, Antonio Buero Vallejo o Ramón de Campoamor, ilustres escritores que soñaron con ver a María Moliner, Gertrudis Gómez de Avellaneda o Emilia Pardo Bazán en un sillón de la Academia, quizá porque, con el caudal visionario que tuvieron, comprendían lo que plasma Elvira Sastre en su poesía “Somos mujeres”: “El universo y la luz salen de nuestras piernas. Porque un mundo sin mujeres no es más que un mundo vacío y a oscuras. Y nosotras estamos aquí para despertaros y encender la mecha”. (I)
DATOS
La Académica sin sillón
María Moliner tardó 15 años en elaborar su diccionario, y lo hizo sola. El más completo, el más útil, el más acucioso y el más divertido de la lengua castellana, diría Gabriel García Márquez sobre este diccionario.
Periquear desaparece
“Disfrutar las mujeres de excesiva libertad” era el significado de “periquear”, palabra que ya no consta en el Diccionario.
Huérfano se modificó
Se era más huérfano cuando moría el padre, según el Diccionario: “Menor de edad a quien se le han muerto el padre y la madre o uno de los dos, especialmente el padre”.
Cambia acepción de Femicidio
La Academia aclara actualmente que “feminicidio” es el “asesinato de una mujer a manos de un hombre por machismo o misoginia”.
“Portavoza”
La política española Irene Montero hizo uso del lenguaje inclusivo al pronunciar en un discurso la palabra “portavoza”. Algunos lingüistas le aconsejaron que utilizara “vocera”.
Cambios en el lenguaje
Por lo menos se necesita una generación para asumir los cambios que ha realizado hasta ahora la Academia.
Las “Millonas” de Maduro
Nicolás Maduro intentó hacerle un guiño al feminismo al utilizar en una alocución la palabra “millonas”.