Pobreza
Estoy sentado en la terraza de un pequeño restaurante en la Universidad de Guayaquil, comiendo. Casi todas las mesas están ocupadas y el menú es de arroz: con pollo o churrasco, acompañado de plátano o verduras.
Es la hora del almuerzo, y la gente se afana sobre su plato de plástico, hay quien escucha música y toca una batería invisible, las parejas conversan. Entonces se acerca un hombre subrepticiamente. Sucio, mal vestido, demasiado abrigado para el calor del mediodía. Nos mira un momento, abre dos bolsas a sus pies y empieza a rebuscar en un gran cubo de basura que hay junto al mostrador de los pedidos.
En la primera bolsa va introduciendo con cuidado las botellas vacías; en la segunda, vuelca los restos de los platos de comida con movimientos que resultan bruscos en comparación. Algunos comensales se cambian de silla y le dan la espalda al mendigo, pero yo no puedo dejar de mirar sus manos aceitosas: ahora recoge a puñados el precioso arroz del fondo del cubo, mientras sujeta la tapa con la cabeza. Nadie dice nada, y el silencio hace más solemne la escena, que se vuelve patética y opresiva. Es la ceremonia de la pobreza.