Imagina: ¿Las playas cambiarán por la presencia masiva de elementos plásticos?
Peces de ciudad
No podía recordar la última vez que entró a un lugar que no tuviera el aire acondicionado encendido. La idea de una temperatura ambiente agradable se había convertido en algo lejano; hacía tiempo que los termómetros no bajaban de los 35 °C. Cuando el mozo se acercó, pensó –con cierto pudor– que era demasiado temprano para pedir cerveza, pero la sed era más fuerte y aún tenía que hacer tiempo.
Minutos después, mientras miraba una gota de agua deslizarse por la superficie del vaso recién salido del refrigerador, imaginó que su frente y espalda debían verse igual, empapadas de sudor.
Antes de salir, escuchó la conversación de la mesa de al lado y recordó que debía volver a untarse el bloqueador solar y ponerse la camiseta de mangas largas para evitar las quemaduras. –Ayer el bebé salió 15 minutos y regresó rojito como camarón, ya no se puede andar así nomás.
Ataviada y con la maleta al hombro, se encaminó hacia la playa. Un destello verdiazulado se reflejaba sobre el mar y se emocionó. Apretó el paso, pero al llegar junto a las fibras pesqueras, la imagen que se había figurado se vio corrompida. Miles de botellas plásticas se balanceaban con la marea confundidas con un montón de cadáveres de peces flotando panza arriba.
La basura se extendía en el horizonte y el olor fétido se le instaló en el hipotálamo. Hubiera querido descalzarse, extender una toalla y después zambullirse en el mar, pero ya no había ni arena, sino un sinfín de micropartículas plásticas bajo sus pies. El mar era un cementerio sinuoso.
Hace varios años había escuchado de unas islas flotantes en el Pacífico, en el Índico y el Atlántico. Una especie de ingenuidad juvenil le había hecho querer viajar allí, pero cuando descubrió que las islas eran toneladas de basura y no los uros oceánicos que se había imaginado, se horrorizó.
Ahora sabía que esas islas se habían convertido ya en algo similar a las placas continentales y la contundencia de la estupidez humana le pesó sobre los hombros. Hubiese querido que su abuela estuviera ahí. No, mejor no, se hubiera muerto de nuevo del coraje. Ana había escuchado cien mil veces la misma discusión en las reuniones familiares:
—¡Ahora tanto adefesioso comprando platos desechables! Para no más de comer y luego lavar, andar gastando en tonteras. —¡Ay, mamá!, ¿quién va a estar lavando todo esto? Así es más fácil.
Su abuela sabía. Ana no entendía cómo, en cambio, alguien como su mamá pensaba que era fácil extraer petróleo, procesarlo, convertirlo en plato, distribuirlo en su supermercado para ser usado por menos de media hora y que luego regrese a la tierra de la que, inicialmente, nunca debió haber salido.
Escuchó su nombre y se volteó. El resto del equipo de biólogos acababa de llegar. Debían empezar la recolección de muestras. Desde que los plásticos inundaban el mar, los peces que no habían muerto habían tenido que adaptarse. Eran como esos barquitos que vendían dentro de botellas de cristal: diminutos, rígidos y como embalsamados. Peces dentro de escaparates.
Peces de ciudad. Ana tendría que averiguar si el consumo de esta mutación tendría efectos dañinos o si era una opción viable, ahora que ya no había nada más. (I)
Andrea Torres (Quito, 1985).
Escritora y correctora de textos. Ha publicado el poemario Ubicación geográfica de los sucesos, así como artículos y traducciones de medios impresos y digitales. Consta en las antologías Señorita Satán. Nuevas narradoras ecuatorianas, Soñando en Vrindavan y Tela de araña. Es cofundadora de Turbina helicoidal, laboratorio experimental.