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El Telégrafo
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Pasión oculta a puño y letra

Pasión oculta a puño y letra
14 de febrero de 2014 - 00:00

Sofía Behrs tenía 18 años cuando se casó con León Tolstói, de 34, y al más grande escritor de la literatura rusa no se le ocurrió mejor forma de demostrarle confianza a su nueva esposa que leyéndole con detalle su historial sexual (en el que se incluían encuentros con algunas feligresas).

Al día siguiente, Sofía escribió en su diario el asco que sintió con la experiencia. Es que la intimidad suele ser -por decir lo menos- la mejor expresión de lo indebido.

Si bien Sofía no pudo disfrutar del voto de confianza en que su marido le obsequiaba los secretos de su intimidad, por décadas, lectores de todo el mundo se han deleitado con las cartas eróticas de gente famosa por sus letras, sus descubrimientos y sus proezas.

Es un acto análogo a las filtraciones de fotos prohibidas y emails subidos de tono entre celebridades, tan a la orden del día en la prensa de espectáculos, hoy por San Valentín, día mundial del erotismo (quisimos decir: del amor), EL TELÉGRAFO se plantea cómo es leer el ‘historial de chat’ de los grandes autores, políticos y científicos de la historia.

Gibran Khalil era algo refinado en sus letras a la hora de solicitar a su amada la famosa ‘prueba de amor’.

El autor de la renombrada Ulises, James Joyce era talvez el más sucio de todos. O al menos lo era en sus cartas. El irlandés daba instrucciones expresas a su amada Nora Barnacle -con la que vivió ‘en pecado’ por el resto de su vida- sobre cómo usar las bragas.

“Y cuando te doble para abrirlas y te dé un beso lujurioso en tu culo desnudo y travieso pueda oler el perfume de tus bragas así como el humor cálido de tu coño y el espeso olor de tu trasero”, escribía en 1909, el mismo año en que le contaba de su deseo de que alguna vez lo sorprendiera durante el sueño.

“Alguna vez espero que me sorprendas mientras duermo vestido, que te aproveches de mí con el brillo de una puta en tus ojos soñolientos, gentilmente desabotonarás cada botón en la cremallera de mis trusas y gentilmente sacarás la gruesa fusta de tu amante”.

Que Albert Einstein era un mujeriego sin remedio no es ninguna novedad. A su esposa, Elsa Einstein (sí, su prima), esto no parecía importarle demasiado. Sobre todo si se tiene en cuenta que era el mismo Albert quien la mantenía informada sobre sus conquistas.

“La Sra. M definitivamente actuó de acuerdo a la mejor de las éticas judeo-cristianas: 1) uno debe hacer lo que le gusta y no hace daño a nadie más; y 2) uno debe reprimirse de hacer aquello que no produce placer y que molestaría a otra persona. A causa del punto 1) estuvo conmigo, y por el punto 2) no te comentó ni una palabra. ¿Acaso no es esto irreprochable?”, le escribía a su mujer a mediados de la década de los 20.

Dos autores que compartían sus encuentros sexuales con otras personas eran la escritora Simone de Beauvoir y el filósofo Jean-Paul Sartre. La autora de El segundo sexo (considerada como una obra fundamental para el movimiento feminista) le escribió una vez a su amante que le había pasado algo “placentero e inesperado: Hace tres días me acosté con el pequeño Bost. Naturalmente fui yo quien lo propuso”.

Más adelante en la misma carta, Beauvoir seguía: “Estamos pasando unos días idílicos y unas noches apasionadas. Me parece una cosa preciosa e intensa, pero es leve”, aclaraba antes de despedirse y firmar como ‘Tu castor’.

Hoy en día es un lugar común que alguien pida ‘la prueba de amor’ a su amada cuando aún no ha habido contacto sexual en la pareja. En ese sentido, Gibran Khalil era un poco más refinado. Con líneas sesudas -que aún así dejaban ver que la calentura lo dominaba- el poeta árabe le pedía a Mary Haskell, una directora de escuela 10 años mayor que le pagaba sus cuentas, que se entregara por fin a él.

“Creo que es un error tuyo negarte a tener un contacto más íntimo, Mary. Un hombre en su pasión se guía por tres cosas: la lógica, el corazón y el sexo”. Al autor de El Profeta (1923) le preocupaba que el deseo fuera mayor en él que en ella.

“A las cosas importantes las has venido tratando como si no fueran nada”, seguía, antes de dejar por sentada su preocupación por el futuro de la relación si el sexo no se llegaba a concretar: “Nuestra relación ya es muy fuerte, pero no sé a dónde pueden llevar los límites que se le imponen al amor. A pesar de todo, me entrego en tus manos”.

Anaïs Nin, conocida por la publicación de sus diarios, mantuvo una extraña relación con Henry Miller, que inició antes de que este se convirtiera en un escritor famoso.

“No sé lo que espero de ti, pero es algo parecido a un milagro. Te voy a exigir todo, hasta lo imposible, porque me animas a ello. Eres realmente fuerte. Me gusta incluso tu engaño, tu traición. Me parece aristocrático (¿suena inapropiada la palabra aristocrático en mi boca?). Sí, Anaïs, pensaba en cómo traicionarte, pero no puedo. Te deseo. Quiero desnudarte, vulgarizarte un poco…”, le decía el autor de Trópico de Cáncer a una Anaïs a la que poco después su esposa June Miller iniciaría en las prácticas del lesbianismo.

Estos fragmentos son una pequeña muestra del deseo escrito que se ha puesto en cartas, y suelen provocar sonrojos y risas nerviosa. Llevan consigo la esencia de lo privado: el despojo de las convenciones, ese deseo de ser libre que las grandes mentes entendieron sin perder el tiempo. ¿Qué es el amor si no la libertad de hacer lo indebido?

Como le escribiera Gibrán Khalil a Mary Haskell: “Un hombre solo puede entregarse a alguien cuando el amor es tan grande que el resultado de esa entrega es libertad total”.

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