París ya no es una fiesta
Medianoche en París, de Woody Allen, es una película hechizada por la nostalgia, un regreso a los clásicos de la literatura, de la pintura, del cine.
Su invitación toma como experimento a un joven despistado (Owen Wilson) que ansía ser novelista. La mano —la magia de la cámara— de Allen lo salva de un mundo contemporáneo que no lo complace.
Así, la película se convierte en un homenaje a los maestros, quienes jamás serán derribados por este siglo tan espurio.
Papá Hemingway, Francis Scott Fitzgerald, Luis Buñuel, Degas, Dalí, Man Ray, Picasso, Toulouse-Loutrec, son algunos de los maestros que nos saludan desde su tiempo, en el transcurso del filme.
Revisando los parlamentos de Allen —su modo de reaccionar ante las tendencias contemporáneas—, me atrevo a decir que es un cultor y devoto de lo clásico, una cámara clásica, un guión con estirpe literaria, un admirador de Bergman, del pulso narrativo del siglo XIX, de las obsesiones existenciales que forjaron el siglo XX.
Medianoche en París es una película aleccionadora por su revisión del pasado, por sus cuestionamientos a la nostalgia paralizadora, por sus implícitos homenajes a un tiempo donde los ancestros y el talento son reiterados ante los ojos de los más jóvenes. En este siglo, donde está de moda y se ansía con desesperación volar hacia el futuro y la fama, Woody Allen abofetea ese prurito que hoy impera en los muchachos que hacen cine, y piensan el guión en presente, en un tiempo verbal simplón, adolescente, inmaduro.
Woody Allen se planta en París, año 2011, y su lucidez le permite captar, rememorar, las resonancias literarias y artísticas de la ciudad de 1920. Allen le da la espalda a esa ciudad abocada irremediablemente al siglo XXI, donde no hay gloria, magnificencia, sensualidad (porque hasta eso se ha perdido).
Woody rescata esa atmósfera egregia que hizo inmortal a París, la ciudad de Hemingway, de Miller, los cafés de la plaza Saint-Michel, la librería Shakespeare & Company, los paseos seductores al borde del Sena, las exploraciones por el empinado barrio de Montparnasse, los remansos en los bares de la Closerie des Lilas, esa París sensualista, hedonista, nihilista, surrealista, sibarita y festiva…
Woody escribe el cine —como es deber de los buenos maestros que le rinden tributo a la palabra, a la literatura— en pasado, escuchando los ecos de los ancestros, la huella de los gigantes, prestigiando la memoria. Pues en el arte, el presente no imparte sabiduría. En el arte, el pasado nos antecede con una paternidad y escuela insoslayables, merecedora de respeto.
Medianoche en París: a la vez que mitifica las edades de oro de una civilización también las cuestiona, ganando, así, el planteamiento y ensayo de Allen en hondura y ambigüedad. ¿Qué puede ser París?: ¿Esa joya y cuna donde un puñado de genios y artistas forjaron unos años dorados?, ¿o la ramplona realidad del siglo XXI?
Allen, maduro y sabio, tiende un puente, armoniza nostalgia y vacío (presente). La escena final de la película es definitiva: el novelista abandona la nostalgia y el amor del pasado, y se queda de pie en su siglo, cabal, bajo la lluvia del presente. Como mantra de liberación, el realizador norteamericano parece decirnos: “Aquí, donde fracaso, sueño y camino, vivo y me pertenezco”.
Después de ver la película de Woody, me han entrado ganas de releer París era una fiesta, libro que lo abracé a los veinte años, echado en el jardín de la casa de mis padres, sobre la hierba soleada, entre jóvenes rosales y árboles viejos de capulí, con la compañía de un pequeño perro blanco, con parches negros en su cabeza.