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El Telégrafo
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La autora cubana recibió el premio nacional de literatura 2013, en la reciente feria del libro de la habana

Para qué escriben los poetas

Para qué escriben los poetas
03 de marzo de 2014 - 00:00

Nunca pensé que premiarían la incapacidad que tengo para lograr lo que no obtuve de la realidad y se convirtió en páginas: “te quedaste con el gajo del guayabo”, decía mi madre. Por eso me costó trabajo escribir algo para este momento, con la conciencia de que obtener un premio nacional pueda convertirse en un límite para seguir luchando contra lo que no puedo: escribir mejor y hacer algo por la literatura cubana.

¿Qué puedo hacer por la literatura cubana, agazapada desde una azotea (mi atalaya) desde donde siempre he visto lo que ocurre con esa mirada que solo guarda en su interior su amor y su miedo, escindiendo muchas veces, a mi pesar, el resto de las cosas que suceden? Jorge Luis Borges dijo que un hombre quiso trazar una cartografía del mundo, comprobando, aterrado, que solo había diseñado el perfil de su propio rostro. Así lo que he podido ser y hacer es algo incompleto.

Todavía me da pena responder a la pregunta: ¿cuál es su profesión? Porque cuando respondo “poeta”, veo dentro de la mirada del otro, esas ridículas maripositas que sobrevuelan alrededor de una mujer alada en la cubierta de un libro que casi siempre parece un cancionero. ¡Ojalá hubiera escrito para los que ven “lo poético” como relleno sentimental en sus momentos de alegría o tristeza, pero me propuse, deliberadamente, no ser solo una mujer que grita!, y queriendo subir más la parada respondo “escritora” (aunque en el fondo sepa, que no soy más que una escribidora que ha luchado contra la impotencia de no tener un estilo ni un lugar definido ni una gran imaginación ni un género ni un misterio: solo una sensación desesperada de inutilidad).

Aunque, poco a poco, la corriente por buscar mayor libertad (y toda verdadera libertad es oscura, como dijera Antonin Artaud), fue llevándome hacia libros “variopintos”, les llamo, hechos con fotos y fragmentos, por mi incapacidad para lograr un centro, un amor, una fe; libros que vienen desde Travelling (1995), que fue difícil publicar, porque tampoco tenía un género definido donde encasillarlo, escrito cuando aún no tenía la relación con la obra de Roland Barthes que tuve después.

Cuando nací, Barthes había publicado ya sus Mitologías y su lectura abrió en mi imaginario, una ruta contraria a la de Jean-Paul Sartre (aunque, Sartre se retractó al final de muchos de los compromisos políticos que contrajo a través de la literatura). Pude entonces, verla más que como compromiso, como trauma, negación, confesión, utopía donde poetizar la realidad sin temor a la cárcel del yo, ni a la búsqueda del tú casi siempre ausente, hasta que hallé un ella como fórmula para salir de esa prisión, optando por muchos niveles de conciencia donde ocultar el dolor, mostrándolo: la muerte de mi padre y de mi hermano requerían de un sitio de protección para no enloquecer.

Mientras que para muchos, la literatura son historias que nos cuentan al oído los ángeles en noches de desvelo; en cambio, nunca he creído en esa inspiración: solo en el trabajo de “culo y mano” —como decía mi madre. Aunque el verbo “trabajar” no está totalmente aceptado para nuestro oficio, ni el ocio necesario para crearlo se vea como parte activa del mismo, porque en la medida que un poeta sea algo intangible, sublime, diferente, raro, la poesía se manosea para fines que no son literarios ni entran en esas distinciones, con los que el poeta se degrada, ya sea en un sentido comercial o político. La poesía no es mensajera de nada. No tiene un sentido y como la vida, solo sucede: es. ¿A quién le importa cómo hace su trabajo día tras día, y cómo vive un poeta que sigue siendo un loco, un maniático y hasta un haragán? ¿Cómo colocarlo socialmente para que la confianza entre él y el resto sea recíproca? Habría que comprender el “heroísmo de su debilidad”, su llegada a un mundo colmado de lenguajes que tienen ya usos definidos, esa lucha por “inexpresar lo expresable” como quería Barthes.

Por eso, quiero compartir con ustedes más que un agradecimiento (y no me considero una malagradecida), mi nostalgia para que, más que un homenaje personal, este momento sea un recuento de lo que hicimos juntos, desde los años 80, autores muy diversos con los que hallé una vida particular, persistente, cuando discutíamos en contra del “realismo socialista” y fuimos llamados “neoexistencialistas” (sin saber qué cosa era serlo); o de cuando hacíamos juicios sumarísimos a quienes sacaban el mismo libro de la biblioteca de autores contemporáneos que Lilian Carpentier hizo a petición nuestra por los años 90, con aquella frase tomada de Edoardo Sanguinetti como un mantra: “j‘écris, j’écris, j’écris” (escribo, escribo, escribo) entre largas conversaciones que teníamos sobre “lo literario”, ¡tan difícil de apresar!, y lecturas en la azotea por donde tantos escritores pasaron: Ángel Escobar, Delfín Prats, José Kozer, Abilio Estévez, Charles Bernstein, Daniel Samoilovich, Leónidas Lamborghini y amigos que se fueron después a la desbandada, pensando en la escritura como único destino (pero siempre hubo más lenguajes que destinos), con la nostalgia de que nadie esté leyendo en una parada de ómnibus como sucedía por entonces, porque tal vez con los años, uno idealiza aquella época donde participábamos en recitales repletos de personas aparentemente ajenas a lo literario.

Tengo mucha nostalgia de los rostros de los amigos que me acompañaban llenando una hilera de butacas que hoy están vacías, y de los filmes de Fassbinder, Tarkovsky, Herzog, Szabó, Wajda, Jancsó, que se pusieron rojos y se convirtieron en vinagre por falta de climatización. Aunque esa nostalgia nunca será la medida de nuestra resistencia por esa utopía para la que vivíamos contra todas las carencias, tratando de cazar aquí y allá lo que quedó, luchando con la imposibilidad de reconstruir un espacio de opinión, una biblioteca para escritores, un proyecto que pasó por diferentes nombres: “Paideia” a finales de los años 80, en busca de la voz del “intelectual orgánico”; “La Azotea”, en los años 90, ese “foco cultural” como los burócratas la llamaron y luego, la “Torre de Letras”, los últimos trece años, con una colección de poesía y de traducciones de cinco lenguas: fragmentos, pedazos sueltos, restos, donde intentamos colocar ese dilema del yo entre la memoria y el pasado.

“Las emociones de la vida no son sino pasos”, dijo una bailarina, y esos pasos no pueden saltarse de un tirón o repetirse maquinalmente con técnica o suprimirse o darse por decreto devaluando a unos en detrimento de otros. En el terreno de la literatura no hay sustitución posible: cada uno trae bajo el brazo su pan, y como buen corredor de fondo uno sabe, que sin relevo, nuestros panes no llegarán al horno. Si al menos hay un relevo, uno solo, ya podemos estar tranquilos. De ahí la obsesión que tengo por cazarlos.

Hará un tiempo leí un libro de Didi-Huberman que parte de una carta que escribió Pier Paolo Pasolini cuando tenía diecinueve años y su preocupación por la desaparición de las luciérnagas: esas imágenes que llegan hasta la ventana con su intermitencia logrando el pensamiento, hacia un horizonte no como poder ni como fin —porque escribir es la única ventana por donde he mirado, con esa enfermedad de no encontrar sin ella otra normalidad—, y pienso en la necesidad de que tengamos cocuyos tanto como pan; poemas que son tan importantes como el pan, parafraseando a la mística judía Simone Weil. Porque el poeta “piensa con el poema”, dijo Wiliams Carlos Wiliams quien también afirmó: “¿por qué no dejamos claro que escribimos por placer, porque nos gusta hacerlo?”. Pero muchas veces tenemos miedo de ese privilegio y queremos demostrar otras cosas que traen culpa o para librarnos de ella, y es cuando construimos el poema, pero esas construcciones son falsas y se caen, porque la poesía viene “de un pozo más profundo que el tiempo”, como dijera Robert Duncan.

Por eso, este es el recuento de lo que ya no se va a dar, de lo que nos faltó o de lo que perdimos ante la fuga de tantas diminutas luciérnagas que se desperdigaron, siguiendo tal vez el juego de esos laberintos y mapas por donde uno se extraviaba. Así son los libros que he leído y me han dado la posibilidad de entrar por un texto que de pronto abre otra puerta hasta donde uno avanza junto a otros, no para llegar a una salida, sino al propio proceso de extraviarnos juntos que nunca será tampoco un fin, solo motivos, textos, momentos inacabados: viajes, fugas, tropiezos, complicidades —y no lo tomen como una justificación—, sino como subproductos de una manera de curarnos a través del lenguaje, al menos, de aliviar cada dolor que proporciona la realidad para dejar constancia de lo que intentamos retener.

Pero es duro decir que ¡no pude retener a nadie más! Y, tratando de lograr un retorno sin dejar de mostrar a la vez, una ausencia, hago un recuento de lo que no se puede rescatar con palabras, a sabiendas, de que ese es el límite de lo posible, la inutilidad que sentimos cuando no podemos recomponer con ellas “…eso/ eso…. qué hubiera podido ser” pero, a pesar de todo, morbosamente, sé que la poesía es el único remedio que tengo, un sitio donde aún poder estar, una salvación simbólica: el lugar de una espera, más allá de toda realización, pero sobre todo, como dijera Susan Sontag, “más allá de la acumulación de poder”.

Lo mejor que me ha pasado este año fue reescribir a mano algunos libros –sin comparar cómo fueron en las ediciones ya publicadas— para unirlos al diario que comencé desde los trece años, haciendo una reconstrucción en libreticas que me han acompañado hasta hoy como si fueran mi cabeza. Para quienes comprenden la literatura como algo separado de la vida, no habrá un diario así, pero para mí que he visto siempre la vida vivida junto a los textos como defensa de lo real: las cuentas, los gastos, las conversaciones y las lecturas (como aquellas libretas victorianas donde las mujeres inglesas acumulaban todo en sus listas), son solo múltiples rutas de lo que ha sucedido día tras día. ¿Habrá algo más literario que la vida?

Por tener una desviación muy seria en la columna (siempre algo desviado), me acostaba horas en reposo absoluto sobre una tabla a leer, y la secretaria de Alejo Carpentier que era clienta de mi madre —cuando el Instituto del Libro quedaba al lado de mi casa, en Ánimas— subía cajas de libros: cuentos ingleses, rusos, polacos, norteamericanos; pero el primer libro que me impresionó, aún sin comprenderlo bien fue Retrato del artista adolescente de James Joyce: “había una vez una vaquita (¡mu!) que iba por un caminito…”, y desde entonces Stephen Dédalus se convirtió en el nombre de uno de mis gatos, junto a Diotima, a Elías Canetti, a Djuna Barnes, a Denys —el amante de Isak Dinesen.


Así como los nombres de mis gatos nacieron de mis lecturas, los regalos de cumpleaños se convirtieron en objetos que traían música o palabras: un escritorio, un piano, un tocadiscos fueron los juguetes que cambiaron mi infancia.

Por eso dedico este momento a mi madre, la costurera que trabajó desde los catorce años hasta los noventa en su máquina de coser Singer, prendiendo alfileres sobre cuerpos deformes, y a sus clientas, la mayoría muertas ya, que me enseñaron a ver la dificultad de una hechura —ese tránsito entre la forma y lo que ella contendrá—, como sucede con la literatura entre la ficción y lo real; entre el lenguaje y sus aparentes ilimitadas posibilidades que luego se recortan por la realidad (esa tijera tajante con la que mi madre podaba sobre sus cuerpos, los defectos).

Datos

El más importante galardón de las letras cubanas, el Premio Nacional de Literatura, en su edición de 2013, se entregó a Reina María Rodríguez, de manos del ministro de Cultura, Rafael Bernal, como parte de la XXIII Feria Internacional del Libro.

Ella ha publicado en numerosas antologías y revistas en América Latina, Norteamérica y Europa, y ha sido traducida a lenguas como el ruso, el vietnamita, el árabe y el alemán.

Ostenta la Distinción por la Cultura Nacional, dos Premios Casa de las Américas, la Orden de Artes y Letras de Francia, con grado de Caballero, y la Medalla Alejo Carpentier, entre otros reconocimientos.

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