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Ecuador, 22 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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Nombres y apellidos raros, minucias varias y El arte de la resurrección

En Yemayá y Ochún (CR, New York, 1980), de Lydia Cabrera, leo mis acostumbradas anotaciones en las últimas páginas (no impresas) del volumen y trato de encontrarles un sentido.

Primero he escrito “ver  página 344”.  Luego  viene una lista de palabras aparentemente sin conexiónes entre sí, pero que yo sé vagamente por qué están  ahí.

Antes que  nada busco lo que he subrayado en la página 344, que es lo siguiente:  “(…) los   muertos  viven  del cariño. Los muertos  se mueren si no se los  quiere (…) penan mucho  por el olvido”.

Voy a transcribir ahora cuatro palabras de aquellas: Amado, Infante, Negro y Coito. ¿Por qué las empiezo con mayúscula?  La respuesta es simple: son apellidos. Y no es nada raro ser de apellido Infante, aún siendo  matusalénico, o Amado y ser el más odiado, o Negro, por rubio, blanco y pecoso que sea. Lo que sí cae de variedad, es llevar el apellido Coito.

O Jumo, Elano (el ano), Pinga, Gago. En una narración de fútbol oímos que Elano  está cansado y es seguido  por Pinga adonde quiera que va. Y hay un señor que se llama  Barril (ya  no hablo de fútbol) y por ahí viene Cuadrado.

Hay quienes  se llaman Calle, nunca  Avenida o Alameda, peor Periférico o Viaducto; sí Pico, en cambio, y ser agregado militar en Chile, e inocente  como Gabriela Mistral para ofrecer en el Palacio de Bellas  Artes de México: “Chile   (el miembro  masculino en chilangolandia) para los mexicanos y México para los chilenos”, a  lo que le respondió un voluminoso   no, y el gran poeta italiano Giovanni Verga  sueña que está en México y se despierta llorando.

Volvamos, por lo pronto, a Yemayá  y Ochún, lejos de la pesadilla del tano llamado  “miembro  masculino”, hermanas según Lydia Cabrera, quien nos cuenta que “a Yemayá  (…), inmensamente, inagotablemente rica, le debe Ochún, su hermana  menor, la amable y pródiga dueña del Río, del Amor, del Oro, del Coral y del Ámbar, su  proverbial  riqueza”.

“Yemayá  es Reina Universal porque es el Agua, la salada  y la dulce, la Mar, la madre de todo lo creado. Ella a todos alimenta, pues siendo el Mundo tierra y mar, la tierra  y cuanto vive en la tierra gracias a ella se sustenta. Sin agua los animales, los hombres y las  plantas morirían (…). En el agua (Yemayá) tiene de la cintura para abajo escamas nacaradas, cola de pez  (…), las  pupilas  negras, pestañas como pinchos y los pechos muy grandes. En la tierra es una negra lindísima  (…) Inmensamente rica, son suyos los tesoros que esconde el mar”.

A Ochún la crió (amamantó) Yemayá y le regaló el agua dulce de la tierra: ríos, lagos y lagunas, cascadas y aguaceros. Son diosas del agua, es decir, de la vida.

Por eso a los alimentos que se ofrendan a los orichas “se les da camino” colocándolos donde les corresponda, al mar y/o al río los de Yemayá, al río los de Ochún.

Changó, que es fuego y detenta su poder, sería invencible si no le tuviera miedo a los muertos y a Yemayá.
Es que el agua (Yemayá) derrota al fuego (lo apaga) y Changó lo sabe: es loco, pero no pendejo.

Y ya tocado el tema de la locura paso a hablar –mejor dicho a escribir- del Cristo de Elqui, el orate que se creyó la reencarnación de Jesucristo, personaje protagónico de El arte de la resurrección, Premio  Alfaguara 2010, de Hernán  Rivera  Letelier, nacido en Talca en 1950, autor  exitoso de una decena de novelas y nombrado Caballero de las Artes y las Letras (!) por el Ministerio de Cultura de Francia.

Olvidándonos de este rimbombante  galardón, debemos admitir que es una buena novela, una  excelente ocurrencia más que una buena idea, que dentro de estos parámetros (¿límites?) fluye y se deja leer.

Veo de repente (¿se me ocurre?) que hay un buen número de nombres y apellidos raros que podrían incorporarse  a mi lista. Clorindo Bautista, Cecilio Rojas, Olvido Tirichoca, don Anónimo, Catalino Equis, Sinforosa NN, Pecuaca, Ramona, Punto y Coma (era cojo), Suavemente, Dedal etc., etc. ¿Los leo o los invento? ¡Qué  sé yo! Pasemos a otra cosa. La nave de los locos, por ejemplo, horror del Medioevo que le sirve al autor para denunciar  otros crímenes  de lesa humanidad cometidos  en su  país. Con los maricas, por ejemplo, y con los contrarios al dictador en el poder, solo que a estos –maricas y rebeldes- los fondeaban en alta mar.

Leámoslo: “(…) a  finales de la Edad Media, en el continente europeo, para librarse de lo locos, que eran legión en las aldeas, las autoridades los cazaban como a perros, los arrastraban al puerto más cercano y los ponían a todos en una pequeña embarcación, y que ya en alta mar, lejos de las ciudades, dejaban la nave  al garete, sin mando, abandonando a los pobres hombres a su suerte en medio del oleaje, y que la naturaleza se hiciera cargo de su misérrima  existencia.

–Esa era la Nave de los Locos”

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