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El cineasta dará charlas y está en el eurocine

Morder exportó el imaginario de Guayaquil a través del cine

El viajero, actor, cineasta, cosmopolita tropical cree que “Uno siempre cuenta la misma historia, lo importante es desde dónde lo hará”. Foto: Mario Egas / El Telégrafo
El viajero, actor, cineasta, cosmopolita tropical cree que “Uno siempre cuenta la misma historia, lo importante es desde dónde lo hará”. Foto: Mario Egas / El Telégrafo
10 de octubre de 2015 - 00:00 - Redacción Cultura
Joseph Morder (65) se identifica con las historias que narra la película Prometeo Deportado porque la suya es una familia de exiliados de origen judío-polaco que salió de Europa del Este. Su madre (Hela) estaba en Polonia durante la Segunda Guerra Mundial y sobrevivió a la barbarie de un campo de concentración. Su padre (Bernard) estuvo en Sudamérica antes de la gran guerra, viajó por toda Latinoamérica y Joseph se reconoce en la historia de Fernando Mieles aunque en esa época se viajaba con más frecuencia en barco.

Morder navegó de Ecuador a Francia en barco y, cuando cumplió 18 años su madre le regaló una cámara de 8 mm, pero él sabía que iba a ser cineasta desde los días en que vivía frente al ex-Cine Eloy Alfaro    —del centro de Guayaquil— al que cruzaba a ver películas de época.

Su ausencia del país duró cuatro décadas: “es el destino”, dice, sobre una de las mesas de la cafetina del cine Ochoymedio, en Quito. “Pensaba todo el tiempo en regresar” y llama a su infancia en Ecuador “el baúl de los tesoros” porque todas las historias que cuenta tienen que ver con el país “de una manera más o menos directa”. “No quería regresar solo porque todos los miembros de mi familia que han muerto aquí (en Ecuador) están enterrados en Guayaquil, mi padre y otros. Yo temía que al enfrentarme a los recuerdos iba a matar mi imaginación porque cuento mis películas en torno a un lugar al que no había regresado” y lanza una sentencia que explica su trabajo de cabo a rabo: “Cuando uno se enfrenta a los recuerdos, casi siempre son diferentes, de una u otra manera, a lo que uno tenía en mente. Yo tenía miedo de tener una decepción al volver aquí”.

El momento de confrontar su pasado llegó en 2002. Juan Martín Cueva —cineasta y actual director del Consejo Nacional de Cinematografía-CNCine— lo invitó al primer festival Encuentros del Otro cine (EDOC) y para Morder eso “era perfecto porque yo venía solo, sí, pero invitado por un grupo de personas... no quería estar en la nostalgia, no soy una persona nostálgica”.

El cineasta francés —que estudió en el colegio Americano y quien, para el cambio de siglo, no conocía a nadie aparte de aquellos que vivieron cerca de su familia la época en que se asentó en Guayaquil— jamás repite ese lugar común de que “el pasado fue mejor”. Para Morder “el pasado puede nutrir el presente y, sobre todo, el futuro... puede centrar una idea en la cabeza de una persona”, por ello quería volver a visitar a quienes conoció cuando niño, pero también quiso conocer a gente nueva, que hacía cosas diferentes en Ecuador. “La ocasión de los EDOC era perfecta”, dice.   

Para 2004, en cambio, ya había hecho amigos y volvió al estreno del filme Aquí soy José, “me parecía que era la mejor idea para documentar mi regreso y que tras eso estén realizadores ecuatorianos —Fernando Mieles y Pepe Yépez—”, quienes lo invitaron a la tercera edición de los EDOC, también en las salas del Ochoymedio, en La Floresta.

Joseph tenía miedo de que la memoria matase a la imaginación, algo que, al final, no le sucedió. No tuvo decepción alguna al pisar nuevamente el país, pero se dio cuenta de que lo que pensaba que eran recuerdos, imaginarios, no lo eran. La realidad era “más bonita” que las imágenes que su mente guardaba.

En la película de Mieles y Yépez, hay una escena en la que José entra al departamento en que vivió durante los últimos años de su estadía en Ecuador, “eso fue más que importante porque nunca me habría imaginado que podría ocurrir y, claro, noté que todo era aún más grande de lo que imaginaba”, cuenta, contradiciendo lo que suele pasar con el paso del tiempo: conforme uno crece, los lugares van volviéndose más pequeños, o uno tiene esa idea. Para el niño que se columpiaba en el patio de una casa sobre la que simulaba volar, el paso de los años va volviendo casi una miniatura el lugar y los saltos quedan confinados a los recuerdos del adulto que estaciona su auto desplazando el espacio de sus evocaciones, cerca del columpio. 

“Al volver al departamento en Guayaquil, no solamente me sentí del mismo tamaño sino aún más pequeño que cuando tenía doce años”. Joseph (José acá) había olvidado que los techos de la Costa son altos para que haya más frescura y “me había olvidado que encima de las puertas hay rectángulos vacíos. Me sentía a la altura de un niño”, ríe.

Al preguntarle si la ficción se teje mejor en el olvido y reconstrucción de un hecho que en la confrontación de un recuerdo con lo real, dice: “Uso la realidad para contar historias porque es más fuerte que la ficción y, a veces, no me atrevo a poner en la ficción la realidad porque no me van a creer”.

Una flor que para los demás puede ser normal, al cineasta seguramente le recordará un momento de su vida, un sentimiento, “es como la madeleine de Proust —usa una expresión francesa—: un objeto usual puede volverse una cosa muy importante, que pone en marcha los recuerdos de una época”.

A Morder —quien también tiene nacionalidad británica por haber nacido en el Caribe, en Puerto España-Trinidad y Tobago, que fue colonia inglesa— le gusta estar rodeado de gente de todos los países, “siempre me gusta estar con gente diferente, los guetos no me gustan”, es categórico: “Defino mi propia identidad (conviviendo) con gente distinta, así me encuentro a mí mismo, simplemente”. Su identidad es judía más en un sentido cultural que religioso, dice, y los judíos viajan con esa cultura a todos lados. “Me gusta mucho la palabra ‘cosmopolita’, mi madre hablaba seis idiomas, entonces iba de una persona a otra con mucha facilidad”.

José Morder no hace películas para “un par de personas”, cree que a un “cineasta normal” le gusta tener éxito, “si alguien dice lo contrario no es normal o miente”, sonríe. “Lo primero que quiero de mis películas es que me gusten a mí, aparte de eso, el resto es un misterio... si va a funcionar o no pero yo no tengo fronteras. Ni siquiera cuando alguien dice que hace cine experimental me gusta, porque me lleva a un laboratorio, a ese sentido ignorando que los primeros títulos de James Bond experimentaban algo en el cine que, en sí mismo, me interesa”, dice mientras toma un café americano de forma acompasada, tiritando por el frío de la tarde quiteña. “A veces, te ponen etiquetas”, dice, mientras un grupo de gente hace fila para ver La (su) Duquesa de Varsovia, y relata que sobre el filme El Árbol muerto, le dijo a un hermano —“que tiene más memoria que yo”—: ‘al fin he hecho una película no autobiográfica’. “Él me respondió ‘¿te estás burlando de mí?... esta es nuestra historia’”, vuelve a sonreír para irse (y volver). (F)

Datos

Joseph Morder (1949) es un francés de origen polaco que se define como “un judío tropical”. Vivió su infancia entre Icaza y Baquerizo Moreno, en Guayaquil y, ayer grabó el desfile cívico de la Nueve de Octubre, al que también iba cuando niño.

Los recuerdos de su niñez en la Perla del Pacífico han marcado profundamente su obra en películas como Memorias de un Judío Tropical, El Árbol Muerto, El Cantor o Me gustaría compartir la primavera tropical; además de sus series de cortos Carta Blanca y Autobiografía, cada uno de los cuales se pueden ver estos días en el festival Eurocine.

Fernando Mieles y Pepe Yépez lo retratan en el documental ambientado en Ecuador Aquí soy José, en 2004. Su regreso al país luego de más de una década viene acompañado del estreno de La Duquesa de Varsovia, su última obra, y las lecciones de cine que dará en Quito, Cotacachi y, claro, Guayaquil.   

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