Matilde Hidalgo transformó todo lo que tenía en su contra
Matilde Hidalgo (Loja, 1889) no entendía lo que le decían cuando rechazaban sus planes por ser mujer. Tal vez no se sentía inferior. Seguro sabía que su cuerpo en la vida pública era necesario para la democracia, para que la sociedad fuera distinta.
Los primeros días en los que salía de su casa, en la capital lojana, hasta el colegio Bernardo Valdivieso para ser bachiller, como todos los hombres de cierta clase social, sus vecinos le cerraban puertas y ventanas mientras la llamaban “loca endemoniada”.
Según recoge la historiadora Jenny Estrada, en la biografía que construye de Matilde, Una mujer total (Santillana, 2005), sus ciudadanos querían que la Iglesia interviniera en su “absurdo propósito por considerarlo mal ejemplo”.
Era 1907 y las mujeres de su época no podían aspirar a más que saber leer, escribir, tocar el piano, nociones de aritmética, geografía y aspectos en materia de moral y cívica, por supuesto. Su rol en la sociedad no era público, su tarea era la permanencia en casa.
Las monjas del colegio de La Inmaculada, donde hizo la primaria y los únicos estudios permitidos para una mujer en su ciudad, le quitaron la cinta celeste con la que se reconocía como Hija de María.
A su madre Carmen, que disimulaba el sufrimiento de la muerte de sus hijos menores y la temprana pérdida de su esposo Juan Manuel, la Iglesia la obligó a escuchar la misa dos pasos detrás del pórtico principal porque su hija quería graduarse del bachillerato.
En el colegio, durante los recreos, sus compañeros trataban de besarla. Era la única mujer que veían en clases y sentían como insulto que estudiara “cosas de hombres”. Tuvo que recluirse en una oficina hasta que se detuvieron las agresiones de las que no se defendía más que con poemas que no le enseñaba a nadie. Ella, lojana, pequeña, hasta el final de sus días, delicada, con un metro cincuenta y ocho centímetros parecía inofensiva y calmada, pero estaba decidida a hacer historia.
Es preciso abrirse paso
entre envidias y mezquindades
y burlando tempestades
dedicarse ya a estudiar.
Matilde Hidalgo, El deber de la mujer
Aunque la educación universitaria era aún más lejana para las mujeres, Fernando Procel, a quien conoció en clases, la pidió en matrimonio para estudiar juntos en la capital. Él, leyes, y ella, medicina.
“Solo el día en que cada uno me traiga el título a que aspira les daré mi bendición. Mientras tanto usted, joven, a su casa y mi hija de aquí no sale sino para la universidad”, le contestó su madre, y Matilde huyó para emprender su ruta por tierra hasta Quito.
Quiso entrar en el noviciado hasta que su hermano Antonio, un músico que la consintió desde niña, llegó a convencerla de seguir con los planes que tenía: ir a la universidad y graduarse de doctora.
Cuando Matilde se reunió con Lino Cárdenas, el rector de la Universidad Central, su respuesta fue que vaya a estudiar Obstetricia o Farmacia porque la universidad “no recibía mujeres para el estudio de la Medicina, un campo reservado para los hombres”.
Matilde volvió a tomar los caminos pedregosos y angostos de la Sierra ecuatoriana. Llegó a Loja y salió de allí decidida para residir en Cuenca y probar en otra universidad la posibilidad de hacer la carrera que quería. Su hermano la presentó con el rector de la Universidad de Azuay, el doctor y poeta Honorato Vásquez.
Esta vez, Matilde caminaba hacia un objetivo más grande. En Cuenca, una ciudad conservadora que militaba en contra de todas las reformas liberales que había propuesto Eloy Alfaro, le gritaban: “Laica, sinvergüenza”, cuando cruzaba la calle. En las clases se repitió la historia que había enfrentado en el bachillerato. La acosaban, dibujaban en sus cuadernos y se reían de su acento lojano.
En casa, con su hermano y su cuñada con hemiplejía, se dedicó a cuidar de sus seis sobrinos, para estudiar de madrugada en el balcón helado porque el fluido eléctrico solo le estaba permitido hasta las ocho de la noche.
“Pajarillo casi implume, llegabas de distante nido en busca de alero acogedor. Hoy, ave fuerte, inicias vuelo a regiones superiores, impulsada por el valor de tu carácter y tu talento singular”, le dijo el doctor Vásquez cuando recibió su grado.
Pero nada terminaba allí. Debía regresar a Quito para hacer el doctorado y poder ejercer de oficio su labor médica. En 1919 ya no tenía mayores obstáculos para hacerlo y se convirtió en la primera mujer con el certificado de doctora. Aunque durante las prácticas que le asignaron, en la sala de hombres del hospital San Juan de Dios, el médico residente la botó con el argumento de que ya antes le habían recalcado: “¡Yo no trabajo con mujeres! Vaya usted a aprender su papel de ama de casa y madre de familia y déjese de andar metida en asuntos que solo incumben a los hombres”.
Luego de recibirse, regresó a Loja para que otra vez le gritaran en la calle lo mucho que cuesta ser mujer y salir del hogar para competir en el campo profesional. Durante su primer tiempo en el ejercicio, sus colegas se dedicaron a desprestigiarla, a cuestionar su método y el costo de su consulta, pues Matilde cobraba como si estuviera en la capital.
La acusaron de improvisada, de inexperta y otra vez se repetía que lo que hacía era cosa de hombres. Pero ya había conseguido aprender todo lo que quería, posiblemente sabía que las cosas para ella, tarde o temprano, iban a acabar.
Migró a Guayaquil durante un tiempo para ejercer su oficio y fue testigo de cómo llegaron cientos de heridos al hospital en la matanza de los obreros del 15 de noviembre de 1922. Posiblemente Matilde supo entonces que no era la única que enfrentaba una lucha.
Cuando se casó con Fernando Prócel, el hombre que su madre había rechazado hasta que consiguiera cada uno su título, se fue a vivir a Machala, empezó a dar clases de Ciencias Naturales en el colegio 9 de Octubre.
Y entonces, cuando las cosas se habían tranquilizado para su ejercicio laboral, decidió que también quería votar.
Era un momento de tensiones para la política ecuatoriana y Matilde Hidalgo quería dejar su voto en las urnas. La Constitución de 1883 había excluido a la mujer de manera explícita, y cuando ella se presentó ante la Junta Electoral de Machala para registrarse en el padrón, le dijeron que no podía hacerlo porque era mujer.
Pero la Constitución vigente de 1906 se lo permitía, según su esposo, el abogado Prócel.
La Junta y el Consejo Provincial, después de varias consultas al Consejo de Estado, le respondieron que, efectivamente, podía votar, y con ella, toda mujer que lo deseara.
El 2 de julio de 1924, diario EL TELÉGRAFO, como gran parte de la prensa ecuatoriana, registra que Matilde “creyó, y creyó bien, que podía elegir senadores y diputados en su ciudad; y acudió con presteza para inscribir su nombre en los catastros parroquiales, a fin de entrar de lleno en la vida política, es decir, entre nosotros, en la vida ciudadana de ejercer el derecho y cumplir el deber político”.
El nombre de Matilde Hidalgo no siempre se enseña en las escuelas, no siempre se recuerda, no siempre se celebra. La lucha que enfrentó para pasar de la primaria al bachillerato y luego a ejercer una carrera en la que todos sus competidores eran hombres la hizo sola. No existía aquello que ahora se llama “sororidad”. No hubo mujeres que protestaran con ella por sus derechos.
En ese entonces, Matilde Hidalgo concentró todos sus esfuerzos en ser considerada una ciudadana, en hacer que la vida política y pública del país fuera también para las mujeres, y que dejaran de ser tratadas como seres inferiores destinados a quedarse en casa y sin opción a tomar decisiones.
Matilde Hidalgo construyó un camino y su época está llena de mujeres que siguen sin nombrarse. La lucha que inició mutó de la vida pública, de la posibilidad de decidir en democracia, al control que deben tener las mujeres sobre sus cuerpos.
La lucha feminista nunca ha estado separada del cuerpo, la exclusión de la sociedad siempre ha sido por la condición de ser mujer. Pero ahora, existe la posibilidad de romper nuevos silencios para decidir. (I)