Lázaro
Fue una tarde, Lázaro ingresa al hogar. La ira de siempre aflora en su interior, no sabe por qué está molesto, pero reclama violentamente a su esposa por haber descolocado en su velador el reloj que todos los días le sorprendía del sueño llevándole a levantarse como un resorte.
–¡Por qué, por qué siempre haces eso, de mover mis cosas!– grita sin control, mientras Martha, su esposa solo atina a no contestarle para no entrar en esos conflictos que pronto se elevan hasta decirse cosas que les produce sentirse tan mal que hasta llegan a enfermarse.
“Cuando será que este cambie, tal vez cuando se muera”, se dice a su interior, esperando que su esposo, Lázaro, no escuche sus pensamientos, porque ella duda si en verdad este hombre hasta sabe leer la mente.
Los hijos se sientan a la mesa con el temor de costumbre que el mal genio de su padre, su permanente malestar, su pesimismo y esas quejas del día a día por fin no afloren en esa noche y puedan cenar en paz. Pero, qué lejos estaban de pensar que eso pasaría. Apenas, en el mismo instante que él se sienta a la mesa explota.
–¡Pero es que siempre debo yo mismo hacer las cosas!
Los tres, Martha y sus dos hijos, Pablo y María, no saben a que se refiere
–Los cubiertos se ponen de esta manera, les dice.
Empieza a colocar el tenedor a su izquierda, el cuchillo a la derecha, junto al plato y al lado la cuchara de sopa, para poner pronto la cucharita, la de postre, en la cabecera del plato.
La familia Martínez no era una familia de dinero, era clase media, pero Lázaro Martínez siguió un curso en su trabajo de protocolo y etiqueta y se quedó con la cantaleta que desde ese día, después del curso, debía la mesa arreglarse así
Todos se quedan mirándose, que más da, ya le conocían, pero faltaba algo adicional, la queja por el dinero.
–Vi que has comprado algo en el supermercado
Martha no sabe a que se refiere, aunque rápidamente lo descubre.
–Me llegó el mensaje al celular de una compra con la tarjeta y luego vi en el mail la copia de la factura, que te habías comprado una blusa
Martha, ya harta de esos controles, le grita que está cansada de su preocupación por el dinero, que él solo cambiará cuando se muera.
Lázaro se levanta intempestivamente de la mesa, toma su chaqueta, sale de la casa apresurado, es evidente la molestia en su rostro.
Camina por las calles, en medio de una leve llovizna. Al cruzar por una intersección, imbuido en sus pensamientos y enojo, no mira que un carro viene de manera rápida; cuando él regresa a ver ya es tarde, el auto le atropella. Queda tendido entre la vereda y la calle; el conductor del auto, como es usual en el Ecuador, huye despavorido.
Alguien de la casa de en frente que escuchó el rechinar de la frenada se asoma por la ventana y ve el cuerpo del hombre tendido. Inmediatamente sale a verle y llama al ECU-911, no puede dejar al hombre agonizar, la solidaridad aflora, como es usual en el Ecuador. ¡Qué rara contradicción!
Lázaro es llevado a emergencias, Martha y los hijos llegan apesadumbrados. No pueden contener el llanto. Les informan que el pronóstico es reservado, y es allí cuando ella se culpa que tal vez fue su deseo lo que provocó el accidente. En realidad era algo que debía pasar y punto.
Lázaro está en cuidados intensivos y de repente a la cuarta hora sufre un paro, parecería que ya no hay nada que hacer, su corazón no responde. El médico sale, pero no sabe cómo decirles que ha muerto. Encuentra a Martha y sus dos hijos abrazados, clamando "¡no te vayas, no te vayas!", una oración a Dios para que no se lo lleve.
Les interrumpe con mucho sigilo, toma el brazo de Martha, regresan a ver: les dice que Lázaro falleció; no pueden contener el llanto. Él, el doctor, se conmueve al ver la aflicción de la mujer y sus dos hijos, se duele de su dolor. También llora. Regresa a la sala de cuidados intensivos, abre la cortina del cubículo donde todavía reposa el cuerpo inerte del hombre, de ese ser que nunca conoció. Lo mira fijamente, su rostro, sus brazos y sus manos; pero algo pasa, vuelve su mirada a sus manos, porque se percata de cierto movimiento, lo cual le obliga a retroceder la mirada y fijarla en la mano derecha, la cual levemente luce colgada, fuera de la cama.
“Fue idea mía o qué” se dice. Sigue mirándola fijamente, para estar seguro; de pronto percibe que uno de sus dedos se mueve “no puede ser, no, no, definitivamente es solo un reflejo, de esos que los músculos de los muertos hacen”, se dice a sí mismo como queriendo convencerse.
Seguidamente, vuelve ese movimiento de los dedos a repetirse, y esta vez con mayor fuerza. Juan –sí ese era el nombre del médico– llama a todo el equipo de emergencia, deben activar el protocolo de resucitación. Una de las enfermeras conecta los dispositivos e impacientemente todos esperan que el tono del equipo de monitoreo cardíaco prontamente vuelva a sonar.
Pasan ocho segundos, que se vuelven eternos. Todos se miran entre ellos fijamente, después al monitor y a posteriori al hombre en la cama, hasta que, aleluya, por fin suena la maquinita con su pitillo particular. “¡Ha resucitado!”, grita una de la enfermeras.
Al siguiente día Lázaro es llevado a un cuarto de hospital. Por fin es permitido que sus familiares lo vean. Martha abre la puerta con cautela, detrás suyo le siguen María y Pablo, esperando que su presencia no desate la típica molestia de Lázaro, que les diga “no, solo entren de uno en uno, no ven que es riesgoso para mí”, empero, no pasa nada de ello.
Lo encuentran mirando hacia la ventana abierta, observando el cielo. Ni bien nota la presencia de ellos, se sonríe, con una sonrisa de esas de haber vuelto a la vida. Les extiende sus brazos y rompe en llanto.
–Martha, mi amor. María, Pablo mis hijos amados.
Por un momento no prestan mucha atención a sus palabras, solo se lanzan a abrazarlo y llorar con él. Pasados los minutos reflexionan si lo que escucharon y el gesto de cariño de Lázaro era verdad o fruto de alguna medicación. Pasan las horas y descubren que algo le ha sucedido, ya no es el mismo.
Una vez en la casa sus familiares no paran de asombrarse, se preguntan “¿qué le pasó?”, no tienen explicación, pero al esposo y padre se los ve tan diferentes.
Ahora hay cosas que antes detestaba y hoy le fascinan, como salir a caminar, algo que continuamente decía que era malo para las rodillas. Siempre detestó los helados de mora y naranjilla, ahora son sus preferidos. Jamás se lo vio regando las plantas del jardín y hoy no para de hacerlo, de hecho les habla y les afirma lo hermosas y maravillosas que son.
Expresa que deberían comprarse una mascota, que los perritos alegran la vida. La otra noche, en la cena, no paró de agradecer por la comida tan rica, sin prestarle la menor atención a la forma en la que los cubiertos estaban dispuestos, antes bien, los movió de lugar, dejándolos desordenados.
Hoy, siempre que ve a su esposa e hijos los abraza y les dice cuánto los ama; se despide al acostarse, deseándoles un linda noche, cosas que jamás hacía antes.
Definitivamente, debían salir de las dudas, y un sábado por la mañana, justo cuando él les decía que era un hermoso día, aunque este lucía gris y lluvioso, Martha se atrevió a preguntarle.
–Lázaro sácanos de una duda
Él responde con una sonrisa de oreja a oreja.
–Claro, cualquier cosa mi amor.
–¿Qué te pasó?
–¿Cómo que me pasó? responde calmo.
–No eres el mismo, tú sabes a qué me refiero.
–Lo sé, solo estaba jugando. La verdad no comprendo qué sucedió en mí, me siento distinto, ya no soy igual, pero me gusta. Miren, cuando ese carro me atropelló, justo en ese instante volteé a ver y miré sus luces y el auto que se me venía encima, únicamente pude concluir en esas milésimas de segundo que había llegado mi hora, que no habría tiempo para nada más. Después sentí desvanecerme y qué curioso, me observé delante de mi cuerpo, allí botado en el suelo, con la sangre que se mezclaba con la lluvia de esa noche. Me preguntaba qué pasó, si todo era un sueño. Luego observé una puerta frente a mí, era la puerta de la casa de mis padres, esa cuando yo era niño, jamás la podría olvidar: de marco de madera de caoba, con pequeñas ventanas, el vidrio biselado y el manubrio de color dorado. De pronto la puerta se abrió y sentí la necesidad de entrar por ella, algo irresistible me llamaba a hacerlo. Una luz intensa salía por la rendija entreabierta; atiné a empujarla despacio. Debía abrirla por completo, debía hacerlo. La luz me inundó, no había visto nada igual, sentí que debía seguir avanzando, sentía una felicidad indescriptible. Quise dar un paso y atravesarla por completo, empero algo me detuvo, y a qué no creen que fue
Los tres movieron los hombros, abrieron los ojos subiendo las cejas en señal de “no, no lo sabemos”, hasta que Martha dijo -“¿qué fue lo que te detuvo?”, respondiendo él de manera emocionada.
–Fueron ustedes, escuché sus voces, que decían ¡no te vayas!
Ninguno de los cuatro pudo contener las lágrimas.
Desde allí la vida de Lázaro y su familia fue tan diferente, nunca más pararon de reír.