Los "labios de cereza" que embriagaban al legendario Julio Jaramillo hoy se ocultan detrás de una mascarilla
Nueve de Octubre y Pedro Carbo, otrora paradigma del bullicio de Guayaquil, presencia el paso raudo de un ejército diezmado de peatones que no tiene tiempo (ni ganas) de ver ni oír a nadie.
Es mediodía y la ciudad más comercial del Ecuador luce aletargada. ¿Será el rescoldo de la pandemia? ¿Será el cielo encapotado cuyos nubarrones grisáceos amenazan lluvia?
"Lleve su paraguas, lleve su paraguas... cinco dólares" repite detrás de una mascarilla descuidada y torcida el esmirriado Bernardo cuya voz en cuello evoca la raigambre fenicia de la avenida que pisa, hoy taciturna y apática.
"Cuando camines un camino y una mano te salude... te 'acórdaras' de mí, te 'acórdaras' de mí'... Cuando la gente te sonría y cuando veas que alguien llora... te 'acórdaras' de mí", musita una cuadra más abajo Guillermo Loor con los artilugios que honran los efluvios de su talento: su voz, un micrófono y un parlante. O es el conato de lluvia o es el sosiego atípico o es la nostalgia de barullo, pero lo cierto es que todo lo que sale de su garganta evoca melancolía.
De sonrisa fácil y mirada sin mácula, Guillermo le da tregua al micrófono un momento y se entrega a la palabra con el entusiasmo de quien disfruta de ese oficio que él antes enaltecía en medio de los aplausos y al amparo de algún bar en las noches del Guayaquil disoluto que se ha enmohecido tras casi un año sabático por mandato de la pandemia.
Pero como las desgracias nunca llegan solas, el entusiasta y facundo Guillermo no solamente tuvo que alejarse de los escenarios sino también de las aulas porque lo despidieron del colegio en donde daba clases de inglés.
Esas cuitas fueron precisamente las que lo plantaron en Panamá y Junín, desde donde se sueña cantando en Canadá y desde donde va fortaleciendo su autoestima porque son varios ya los amigos que al ver cómo derrocha talento en una burda vereda le han torcido la cara. "Cuando recibas un regalo de un amigo, te 'acórdaras' de mí, te 'acórdaras de mí...".
"A 50 centavos, a 50 centavos la mascarilla quirúrgica" ofrece Alfredo con una caja al hombro que dobla su estatura mientras camina como gacela para hacerse de clientes en medio de la ingente competencia que lo obliga a subir la oferta con cada tranco que acomete: "A 2.50, a 2,50 la caja de 50 mascarillas".
Su negocio, situado en las escalinatas exteriores del Banco Central, le permite llevar a su casa 30 dólares diarios, 20 de los cuales, siendo las 15:00, ya tiene en su bolsillo.
La mascarilla, ese pedazo de tela devenido en prenda indispensable para burlar la guadaña, ha sido un acicate para que alimente cinco bocas, pero también la mordaza para todo guayaquileño informal acostumbrado al grito pelado y a la carcajada torrencial. Guayaquil ha cambiado.
Los "labios de cereza" que embriagaban al mítico Julio Jaramillo y "el blancor de coco al reír" que deslumbraba al poeta Abel Romeo Castillo hoy se ocultan detrás de una mascarilla que apoca el frenesí de una población que paulatinamente y porque no tiene más remedio se resigna a estrangular su sonrisa. El mundo está cambiando... Y la lluvia caerá...