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La tercera es la vencida llegó tarde, pero llegó; otros libros y variaciones

La tercera es la vencida llegó tarde, pero llegó; otros libros y variaciones
28 de enero de 2012 - 00:00

La tercera es la vencida llegó, haciendo honor a su nombre, al tercer día  de la aparición  de  mi artículo pasado, y resucitó entre los muertos.

No en vano empieza así: “Harto de no poder morir (…) sale por La garganta del Diablo”; y su personaje protagónico es El Muerto, quien quiere saber qué sucede en el mundo de  los vivos, lo que  provoca su resurrección entre los muertos.

Hasta  aquí voy bien. Lo que he dicho es claro ¿no? , y paso a algunas cuestiones aledañas o variaciones sobre el mismo tema. Por ejemplo,  indicar que el libro no llegó a tiempo porque la persona que debió enviármelo faltó al trabajo y “tuvieron” que  esperar a que se reintegrara. Cosas de la burocracia (¿burrocracia?).

Pero, siguiendo con lo aledaño (¿variaciones?), valió la pena la  espera porque está muy bien editado (léase “bonito”, como lo haría cualquier compatriota común), excepto  la portada que luce (¿?) mi carota, y es  el tercer libro que la lleva, lo que me da una aureola de jactancia rostrohabiente (o muriente) de lo más ridícula o patética.
Usted, hipócrita lector, escoja: a final de cuentas, da igual pato que gallareta.

La verdad es que ya impreso, un libro toma su “justa, equitativa  y saludable” calidad.

La de este es no tener ninguna: no es novela, no es poesía, ni cuento, tampoco ensayo o teatro, periodismo o reflexiones  de filósofo de barrio.

No es nada, pues. O es todo, el lugar donde los extremos se tocan. Se estrechan los cinco lavaplatos  (se golpean a veces los omóplatos). O es  como Guayaquil, ninguna ciudad y todas las ciudades, todas las ciudades y ninguna, o la mujer con nombre  de ladrido (Gudrum) que es una mujer y todas las mujeres, todas las mujeres y ninguna.

Así, La tercera es la vencida no es un libro sino todos los libros y ninguno, el lugar donde viven y mueren las palabras, donde desaparece el sentido.

Es un escrito generoso, dice mi hijo, se da pródigamente como un revés anunciado, un fracaso que nos remite a lo referencial, es decir a lo que sí fueron capaces de abrir otros, visible en nuestras lecturas, en las ideas y palabras que no fuimos capaces de desentrañar; y pienso que el generoso es mi hijo,  subordinado por amor a esa herencia desgraciada (entiéndase sin gracia, que es lo mismo pero no da igual). 

Y continuando con las variaciones sobre el mismo tema, los libros llegan, tienen casi siempre completas y a veces gustosísimas lecturas, son desde Crítica literaria ecuatoriana, antología recopilada por Gabriela Pólit Dueñas; L’Hirondelle, novela  de Dominique Meens; Rimmel, cuentos  de René Jurado; El cirujano del rey, biografía  novelada de Ambroise Paré, genial cirujano del siglo XVI; Los Pata Salada, montubios de Manabí, reportaje gráfico de Eduardo Quintana Diaz; hasta novelas policíacas, tomos de poesía, relatos de aventuras y, por último,  libros de autoayuda, cuidadosamente eliminados, no vaya a ser que alguno  me ayude y me convierta en quién sabe qué especie de estúpido, muy distinto del que soy ahora.                        

Conclusión, soy un estúpido orgulloso de su estupidez.

Esto es inapelable, ya que a confesión de parte, relevo de prueba.

Pero peor es esta, que proviene de la televisión. Imagen: un automóvil destrozado, hecho pomada, por no decir otra cosa. Dos hombres, seguramente periodistas, conversan:

H1: ¿Y el conductor?
H2:  Salió caminando.
H1: ¿Pero vivo?

Sin comentarios.

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