“La literatura interpela al poder porque ella es un acto de libertad”
Usted señalaba el jueves pasado que Borges es el cementerio de la literatura en Argentina, pues escribir después de él (o Cortázar) es una ardua tarea, ¿cómo desarrolló su escritura en ese elevado entorno? ¿Por qué escribe, por qué escribir?
No diría que es el cementerio, sino un cementerio, porque la idea es que cuando se imita una escritura muy noble y muy precisa, lo que se hace es cometer un error, es decir, con los grandes maestros, las grandes escrituras, lo que hay que hacer es diferenciarse de ellos, respetándolos. Por eso pongo el ejemplo de que la escritura borgeana que no fue escrita por Borges no tiene validez y no es porque lo diga yo, sino que está comprobado históricamente.
Personalmente, yo escribo porque si no me muero. Tan sencillo como eso. Eso fue toda mi vida y en realidad muchas veces me pregunto por qué escribo y me lo pregunto porque en realidad yo escribo para preguntarme por qué escribo, es como una especie de rueda.
“Es más probable la mediocridad que el talento”, sentenció usted en su conferencia en Quito ciudad de letras, ¿cómo entiende y cómo se lo cultiva al segundo?
El talento no se cultiva, se lo tiene o no se lo tiene; y la labor de un escritor, de un artista, me imagino que al igual que la de un pintor o un músico, no se cultiva.
¿Cómo fue escribir en el exilio?
Escribir en otro territorio y estar rodeado de otra realidad que era diferente -en este caso fue la mexicana- en mí influyó. Creo que México se metió en mi corazón y yo me involucré con él. Y escribía con la nostalgia de estar lejos de mi país y de toda la gente que estaba sufriendo con la dictadura. Hubo un periodo de crecimiento personal en mí, considero que esa fue una década intensa, de mucho aprendizaje. El haber escrito, quizá las mejores páginas y las más valiosas que pude haber hecho, y que a veces lamento si ya no puedo hacerlo, pero son preguntas que ya no me hago y prefiero seguir, porque uno no tiene que hacerse tantos cuestionamientos. Cuando se está trabajando en el arte el mejor cuestionamiento es tu obra.
En “Santo oficio de la memoria”, el personaje principal, la Nona, dice una frase que ha sido insistentemente reiterada: “lo que importa de la memoria no es tanto saber recordar, como saber no olvidar”, ¿para qué sirve la memoria, cuáles son sus límites y posibilidades? (Y si me permite, aquello me remitió a lo que dijo una pensadora argentina que recién visitó nuestro país, Elizabeth Jelin, pero en el sentido opuesto -aunque no necesariamente sea contradictorio)-: “hay que olvidar para poder vivir”
Evidentemente estamos en las antípodas con la señora Elizabeth, ¿no? Ahí tiene una extensión de lo que yo llamo la batalla de la memoria versus el olvido. No se puede construir una nación sin memoria. Si hay gente que cree que es mejor olvidar, pues me parece que no está teniendo en cuenta, cómo funciona la historia y la memoria en el espíritu de cada ciudadano y en el conjunto de una ciudadanía; o bien, a lo mejor tienen vínculos con las nostalgias de la dictadura, pero la memoria es un imperativo moral sobre todo cuando han pasado cosas como las que pasaron en Argentina. No es una discusión académica.
¿Entonces se recuerda para generar una suerte de consciencia?
El recuerdo es una cosa. Tú puedes recordar algo que te pasó hace algunos días, eso es otra historia. La memoria tiene un funcionamiento diferente. La memoria es como una especie de presencia, que te permite vivir el presente e imaginar un futuro, pero porque tiene en cuenta todo un conjunto de cosas que sucedieron personal y colectivamente y que de algún modo forman la memoria de una nación, sin ella ésta no existe.
¿La memoria forma la identidad entonces?
Claro, por supuesto.
“La revolución en bicicleta” narra la historia de un ex oficial del ejército de Paraguay, Bartolomé Gaite, que aguarda, casi siempre montado en su “caballo de acero”, el rato adecuado para una nueva insurrección. El personaje, exiliado, revolucionario, espera con paciencia. La bicicleta es un ejercicio de paciencia, pero también espacio para la reflexión. Montado en una bicicleta, Gaité espera cambiar el mundo. ¿Es esta la bicicleta de la literatura latinoamericana de los ochenta?
Vaya a saber, me gustaría que lo fuese pero no puedo decirlo, creo que el personaje Bartolo es un personaje que simboliza más que nada una resistencia esperanzada. Cuando yo escribí La revolución en bicicleta lo que tenía cifrada era una extraordinaria esperanza en que era posible un mundo mejor. Puede ser una novela de la utopía que formó parte de un conjunto literario, de una corriente literaria que tenía la utopía de la esperanza, del cambio; revolucionario o no, pero el cambio. Bueno, han pasado 30 años desde entonces, nuestra América ha cambiado mucho, ha tenido un periodo espantoso y ha tenido su periodo mucho mejor, en este sentido la esperanza tenía sentido para Bartolo, la Argentina mía o en el Ecuador tuyo, y no es poca cosa.
Usted señalaba que en los cincuenta, en Argentina, se traducía el pensamiento universal, y que la exportación de libros era una de las industrias más importantes en su país, después vendría la dictadura y el analfabetismo imperaría, porque la dictadura no solo desapareció y mató gente, sino también, atentó contra la literatura, ¿qué hacer para que se vuelva a leer? (En Ecuador, por ejemplo, se lee medio libro al año).
La disminución de la lectura aumentó el analfabetismo, pero no es que nos convertimos en un país analfabeto, no es para tanto.
En ese sentido, eso no pasa solo en Argentina, y ayer lo decía el escritor Huilo Ruales: que en Ecuador, según informes oficiales, se lee menos de un libro por año. Entonces, a partir de su texto “Volver a leer”, ¿qué hacer para que se vuelva a leer?
Diría que en el plano personal, si de leer se trata, tenemos que empezar hacer la tarea, leer en voz alta ayuda mucho, las lecturas compartidas son entusiasmantes. Si se trata de una sociedad que lee poco, que ha dejado de leer o que no lee, diría que hacen falta políticas públicas que la estimulen. Hay que estimular la lectura en el plano familiar con los niños y en las escuelas. Quien quiera una receta, como tú me la estás pidiendo, simplemente no se la doy, no sería serio dar una receta.
Ahora en la forma de escritura, en “Luna caliente” usted señaló ayer que no quiso que la dictadura fuera enunciada/nombrada, a pesar de estar inscrita en todas sus páginas. Y en ese contexto alguien apuntó que esa narración recuerda a Pedro Páramo, pues aunque la muerte está omnipresente en la obra de Rulfo, nunca se llega a decir. ¿Cómo fue el proceso de elaboración de esta obra que ha sido una de las más leídas en la región?
“Luna caliente” fue escrita como una especie de una liberación de una enfermedad, la escribí en 23 días, fue una escritura febril, es decir el planteamiento de la obra salió en esos 23 días. Supongo que tenía la necesidad se sacarme de encima la angustia que me producía mi país; se me ocurrió esa idea de la perversidad llevada a algún tipo de extremo, yo quería que la dictadura no fuera mencionada para que fuera protagónica, pero sí que estuviese sobrevolando todo el texto. Ese fue un proceso doloroso.
¿A qué se enfrenta la literatura cuando se encara al poder?
La literatura siempre está cuestionando al poder. La buena literatura tiene un grado de independencia tan absoluto que siempre cuestiona al poder. Lo cuestionó Dostoievski en Rusia como lo hizo Bertolt Brecht en Alemania o Thruman Capote en Estados Unidos, o García Márquez en Colombia, o yo en Argentina y México. La literatura siempre interpela al poder, porque la literatura es un acto de libertad.