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El Telégrafo
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La justicia y la literatura: dos artes complementarias

La justicia y la literatura: dos artes complementarias
05 de diciembre de 2013 - 00:00

La historia de un loco que creía estar cuerdo, o un cuerdo que se volvió loco ante la duda.

El derecho en la literatura es una corriente que nace principalmente en Europa, y mantiene una estrecha relación con el contenido ético de la historia narrada en la que se atiende a aspectos  como la justicia, los valores, las costumbres y todo aquello que refleja la realidad humana.

Los juristas se basan en la máxima de que “el derecho se origina en el hecho”; mientras que del otro lado cabe destacar al filósofo, jurista y dramaturgo belga, Françoise Baron Ost, quien afirma que “del relato adviene el derecho”, es decir, que el relato es el que permite que el lector se conduzca de la narración a la norma o lo que viene a ser lo mismo: del relato a la reflexión sobre el precepto, lo cual nos lleva a la conclusión de que literatura y justicia son áreas del conocimiento íntimamente ligadas, dos artes complementarias.

Así, pues, del modo que todos los hechos y sus ramas jurídicas pueden ser tratados literariamente, todas las obras literarias pueden ser observadas desde un punto de vista jurídico, como es el caso de la locura y su tratamiento jurídico, por poner como ejemplo este relato.“¿Dónde está el juez capaz de juzgarnos y de encontrar la verdad?” ¿Aquel que posea la facultad de leer en las líneas del alma nuestros sentimientos, pensamientos y deseos más profundos? ¿Que sepa incluso lo que no sabemos, y diga nuestro nombre y lo que somos, que escriba nuestro destino sin borrones, y con las líneas rectas?

Buscamos a un Leonidas Nikoláievich Andreiev, de Oriol, La vieja Rusia, por más señas, amigo mío de las letras, medio hermano en el crimen. De 1871 y pobre, con los ojos de los muertos de su tierra; infectado de luz y de belleza.

Y era desde pequeño enamorado de la pintura y la pintura le pagó con un pequeño sustento, apenas lo necesario para mal vivir.

Para alimento y placeres ya se ocupará la Literatura de proveerle de acuerdo a su genio, y adviértase que no es poco. Los hombres y sus revoluciones, en cambio, se lo quitarán todo y le dejarán morir en un rincón oscuro de Finlandia, en 1919.

Puede que sea el hambre, el frío, la soledad, el paisaje, la nieve de esa Rusia cantada por tantos de sus amantes: Gogol, Dostoievski, Tolstoi, Gorki o el propio Andreiev, lo que influya para que la mente del escritor se vea atormentada por el terrorismo, la muerte, la injusticia, la demencia, “los medios que emplean los hombres para no vivir cuando han vivido ya bastante”, como llama en Angelito a esa cosa que libera y que no se pronuncia por vergüenza; el escritor no va a aislarse, escribe de lo que ve y de lo que vive; y, sobre todo, de esos espectros a los que no ve, pero siente.

Es un gran observador, toma buena nota de cuanto le rodea, esas pequeñas casualidades que desembocan en fatalidad y ligada a ellas, la locura, el deseo que se siente a veces de acabar con uno mismo para acabar con todo –algunos lo consiguen–. Le atormenta el hombre y su soledad, la enajenación del hombre. Qué actualidad tienen, cómo conoce la desesperación y qué grandemente la pinta con palabras.

La grandeza de este hombre tal vez radica en su capacidad de analizar el alma, como un pequeño Stendhal diseccionando el corazón humano, aprendiendo lo que hace y lo que sería capaz de hacer y cuáles son los motivos que le impulsan a cometer actos considerados como atroces, pero que sin embargo existen, están cerca de nosotros, mas no los vemos por el simple hecho de no tener los ojos grandes de Andreiev, hechos para mirar en lo profundo del ser.

Pero el personaje que ahora nos ocupa no es Leonidas Andreiev, sino el doctor Kerjentzev, demente o criminal, culpable o inocente, malo por sí mismo o porque la influencia de los allegados, la sociedad o la genética han sido las creadoras del monstruo que empezaba a sacar lo peor de él un quinto día de un septiembre cuando Tatiana Nicolaïevna se rió de él. Le ruego me perdone, dice, pero sus ojos seguían riendo. Y luego, Alejo Constantino Saviélov, compañero de colegio de Kerjentzev, y quien más adelante dice: “sí, querido, tú erraste el golpe”, una trágica broma con la que “abrevia su vida una semana”. Poco a poco se iba –o iban– formando al asesino, lo modelan igual que a Sascha Yegulev, el terrorista de otra de las geniales obras del Andreiev, hasta que se hace grande, inteligente, y mata.

De ninguna manera vaya a pensarse que se trata de asesinato por asesinato. El doctor Kerjentzev tiene sus razones y muy buenas, por una parte la venganza contra Tatiana Nicolaïevna quien –habíamos dicho que se ríe de él– en realidad se burla porque éste le pide su mano; por otra, Alejo, tal vez debido a que “era incapaz de tener nada grande, ni siquiera sus defectos”, “tan débil y tan enfermizo”. Si “al menos hubiese tenido genio poético”... ¿Piensa acaso que Alejo no merece vivir por no ser merecedor de su admiración y menos del amor de Tania? No era un ser útil. Lo que me trae a la memoria la modesta proposición de comer a los niños pobres de Irlanda para hacerlos útiles al público. Y bien, pues Alejo en adelante será útil para los estudiantes de derecho. Igual que los niños de Swift para la sociedad, aunque hay que tener en cuenta que la literatura es una metaforización de la realidad. El relato de Swift pretende dar a entender que servirse a los niños como alimento es un crimen tan execrable como lo es explotarlos hasta la muerte. En el Diario de un Médico loco la metáfora podía ser que robar la vida de un hombre mediocre es tan infame como matar a un sabio.

La fe en el hombre está perdida y toda esperanza de salvación ha muerto. Cuando abrimos la puerta de la casa del Médico loco nos encontramos con nosotros mismos, con nuestros muebles, nuestro espejo, y la cama que no recibió nuestro sueño; no es, desde luego, una escena desconocida. Así es el hombre. Así somos cuando nos tocan un nervio con una aguja. Los hombres, hay de los que se resignan y sufren en silencio su esclavitud, y los apasionados, que se rebelan y son capaces de asesinar.

¿Bajo qué circunstancias pudiera darse que de dos hombres con la misma vida monótona y doméstica, uno siga su rutina diariamente hasta morir en la vulgaridad de la vejez y la corrección de la vida inútil y el otro, sin embargo, por un azar, una fatalidad, dirían algunos, se convierta en un asesino? Esa fatalidad bien puede ser un detalle tan pequeño como la risa de la mujer amada, un gesto solo, un tropiezo en la calle, un mal saludo.

La casualidad es la mayor asesina en serie de la historia.

Kerjentzev, tras acabar con la vida de Alejo, debe asegurarse de no ir a la cárcel, primero: porque conoce los alcances de su inteligencia, y no está bien desperdiciarla en un lugar como ese, y segundo: él es “la única persona que le inspira respeto” y si fuera a prisión se vería privado de poder “seguir llevando la existencia variada, completa y profunda que le es indispensable”.

Pero se trata de un alma exquisita; ya desde pequeño se adivinaba su naturaleza delicada, en la pulcritud de su vestido, en sus maneras, en la elegancia. No; un alma como ésta no se rebajaría a crear una muerte antiestética y grosera (y menos a un amigo), habría de darle un toque de originalidad y dejar a la luz el talento del artista. Porque “matar a un hombre no es broma”, es un arte y como todo arte requiere esfuerzo, estudio, sacrificio y un alto grado de belleza. Ya lo dice Thomas de Quincey, cuando habla Del asesinato considerado como una de las bellas artes: “Como si Polifemo hubiese cometido el crimen sin ninguna ciencia, ni premeditación, ni nada que no fuese un hueso de carnero”.

Dejemos a un lado la ironía, estamos ante la escena de un crimen, se sabe quién es el asesino y dónde vive, los libros que ha leído, lo que come, lo que bebe, dónde y cuánto duerme. Quien ha de juzgarlo sabe todos los detalles y no pregunta si está loco o no, sino, partiendo de la base de que todos los seres humanos podemos en un momento determinado ser víctimas de una enajenación, en qué medida puede provocar que la víctima llegue a cometer un asesinato, y en caso de que lo cometa, se pregunta si debe condenarlo o no, o para ser más exactos: en dónde debe recluirlo para proteger a los miembros de la comunidad. Con el precepto de proteger a la sociedad, se le apartará de ella, al menos hasta que deje de constituir un peligro para ésta; la cuestión es, pues, dónde, ¿la cárcel?, ¿el manicomio?

No hay salida. Si el juez lo condena a prisión podría estar encerrando a un inocente y si le encierra en el manicomio, acaso estaría exculpando a un criminal.

Incluso si no hubiera duda de su locura, Kerjentzev, pone a prueba a los hombres de ciencia y de la ley al entregar, tras apenas un mes del juicio, su confesión, ya que ésta confirmaría su enajenación, aunque tal vez es a él a quien pretende probar: “Y probándome de ese modo que estoy loco, ¿Saben ustedes a qué conclusión he llegado? A la de que no estoy loco”.

Es escalofriante, no por la locura ni por lo abominable del crimen, sino por la crudeza de la verdad; lo que nos espanta no es que nos encierren por locos, sino comprobar que lo estamos. La consciencia de la locura es una asesina paciente y despiadada, aficionada a la tortura mental.

Y viene el tormento. Lo peor no es escuchar la sentencia, el infierno verdadero le espera dentro de su cabeza, y ésta será su cárcel y su manicomio. Si al principio del diario estaba sereno, a medida que se aproxima al conocimiento o desconocimiento de sí mismo, desespera, le tiembla el pulso, hace borrones, se repite y no para de buscar en su interior una respuesta que tal vez no sea la que espera. “¿He fingido la locura para matar, o he matado porque estaba loco?” Un círculo vicioso, un laberinto: “Ustedes me probarán que estoy loco, y yo les probaré que estoy en mi sano juicio; ustedes me probarán que estoy en mi sano juicio, y yo les probaré que estoy loco”.

He contado mucho de la historia de este crimen, pero no es todo, el libro guarda más sorpresas, no hay página que no merezca un subrayado o no arranque una exclamación, es la casa del miedo. Los pormenores con los que relata la historia de su crimen aún son muchos más, y los golpes de su inteligencia son certeros y generosos.

Ahora el juez es el lector, y le corresponde escuchar a la parte acusadora y defensora que está en sí mismo. No siento envidia, pobre de aquél que sufre los tormentos de la duda.

Por mi parte, y en mi favor, he de decir que no estoy loca, estoy enamorada, y el estudiado crimen que acabo de cometer contra este libro no es otra cosa que la prueba de mi amor.

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