La diva humilde que, odiando el maquillaje, se maquillaba
Piénsenlo bien: en Hollywood, casi todo actor -con cierta trayectoria- sabe hacer lo suyo. No importa que se haya dedicado fundamentalmente a las comedias más imbéciles, las cintas del romance más empalagoso o los metrajes de la acción más sanguinolenta; llegado el momento, teniendo acceso a buena formación (guías actorales hay, en la industria, “para aventar para arriba”), con el director y el guión adecuados, produce algo decente y hasta valioso.
No voy a pedirles, como suele hacerse en estos casos, que recuerden a Tom Cruise -actor malo si los hay- en “Nacido el Cuatro de Julio” -menos ahora que está tan de moda odiar a Oliver Stone, director de aquella cinta-, pero ¿lo vieron en “Magnolia”, de Paul Thomas Anderson? ¿Vieron a Bruce Willis en “Doce monos”, de Terry Gilliam? ¿A Burt Reynolds en “Boogie Nights”, también de Anderson? (está pendiente ver a Robert Pattinson en lo último de Cronenberg, pero lo eligió ¿no?).
Esta circunstancia “cualitativa” responde a una variable histórica concreta: es tanta la conmoción que produjo en el cine norteamericano el método de actuación propuesto por Constantin Stanislavski, vía el Actor’s Studio de Lee Strasberg o las enseñanzas de Stella Adler, que prácticamente ningún actor -se reconozca del “método” o no- puede darse el lujo de ser un incompetente completo (bueno, a no ser que hablemos de Megan Fox).
Como sabemos, la escuela de Stanislavski se denomina de la “experiencia”, pues se basa, a grandes rasgos, en producir la emoción genuina y tejer la psicología del personaje y no en la imitación técnica, exterior y proyectiva de dicha emoción (como es el caso de la escuela inglesa más ortodoxa).
Lee Strasberg y Stella Adler -que luego tomaron rumbos distintos por diferencias conceptuales- implantaron la teoría en Estados Unidos, por los años 30 y 40, y a partir de allí las dos “camadas” más importantes de actores norteamericanos -la de los 50 y los 70- salieron de sus talleres. Esto incluye a Brando, Dean, Clift, McQueen y luego a De Niro, Keaton, Hoffman, Pacino... Pero ahora queremos concentrarnos en una figura ambivalente, muy compleja, a la que la exigencia psicológica del método pudo haberla estropeado más de lo que ya estaba: Marilyn Monroe.
Aún hay tartufos que la consideran apenas carne de cañón sexual, un “bimbo” cinematográfico... Afortunadamente siempre estarán allí, por citar apenas unos ejemplos, el texto que le consagró Guillermo Cabrera Infante, los “poemas” de la propia Marilyn o su última sesión de fotos con Bert Stern para (intentar) entender su dimensión como estampa cultural (a lo Warhol), su espíritu sensible y la calidad singularísima de su belleza.
Toda esta introducción viene a cuento puesto que nos toca referirnos a una película de próximo estreno en Ecuador, que plantea precisamente un careo entre el tipo de actuación del método -encarnado, así sea a medias, por Marilyn- y la interpretación proyectiva inglesa -representada por Laurence Olivier-; pero que sobre todo da cuenta de esa complejidad subjetiva, de esa belleza dolida, desgarrada -siempre a medio camino entre la introspección y la exposición-, y esa sensualidad frondosa que ha hecho de Monroe la referencia erótica imprescindible de nuestra civilización mediática.
La cinta en cuestión es “My week with Marilyn” (Mi semana con Marilyn), de Simon Curtis, y la encargada de dar vida a la rubicunda deidad cinéfila es Michelle Williams, quien no se amilanó frente al desafío, logrando una interpretación estimable tanto a nivel “mimético” como “propositivo”. Es decir, supo calcar gestos y movimientos para las imágenes ampliamente difundidas y construir algo verosímil para la intimidad que no conocimos.
La película se sitúa en 1957 y retrata los días que Norma Jeane Mortenson (su nombre real) pasó en Inglaterra durante el rodaje de “El príncipe y la corista”, trabajo dirigido por Olivier, personaje a cargo ahora del siempre aplicado Kenneth Branagh.
La perspectiva desde la cual se narra es, sin embargo, la de Colin Clark (interpretado por Eddie Redmayne), por entonces un joven asistente de dirección y hoy escritor, que se ganó la confianza de la diva y tuvo un “casi romance” que luego plasmó en un par de libros (obvio, callado no se iba a quedar).
Curtis y el guionista Adrian Hodges toman este bagaje y arman la adaptación respondiendo a un principio cada vez más frecuente a la hora de escribir y producir “biopics”: no intentar la historia “totalizante”, desde la infancia hasta la vejez o incluso la muerte (tipo “Ray” o “La vie en rose”) sino elegir un momento biográfico importante que pueda sugerir el temperamento y las contradicciones significativas del personaje (en ese sentido, ya está en marcha “Hitchcock”, filme que retrata al gran director, específicamente durante los días en que filmó “Psicosis”).
“My week with Marilyn” posee, de todas maneras, algo de la estética de esas “biopics” que estuvieron de moda hace pocos años: la baja temperatura de los tonos un tanto apastelados de la fotografía, una coreografía de movimientos de cámara bien acompasados -en función de una ágil narración-, la dirección de arte calculada con rigor, aunque nunca preponderante...
Olivier/Branagh se debate, entonces -frente a una Marilyn hipersensible (una “diva humilde”)-, entre la subestimación y la admiración más sincera, pasando por la exasperación y el apetito erótico. Mientras tanto, la actriz destapa su inseguridad y nerviosismo exacerbado, y solo le queda refugiarse en su profesora de actuación, Paula Strasberg -primera esposa de Lee-, y luego, en el asistente de dirección.
Hay una anécdota que no se menciona en el filme, pero resulta pertinente para entender el verdadero potencial de Monroe, no solo como actriz sino, sobre todo, como encarnación paradigmática del poder sexual femenino sobre los hombres. Cuando Lee Strasberg la aceptó en su taller enseguida quedó -como cualquier fulano por esos días- infatuado con ella. Luego, sin embargo, todos se dieron cuenta de que no se trataba de un infatuamiento de orden sexual (por lo menos, no a nivel primario), sino que el maestro había visto en la “rubia tonta” su genuina potencia, al punto de que un tanto después expresó, durante una reunión con allegados: “Creo que esta chica podría interpretar a Lady Macbeth”.
Estudiantes y discípulos se rieron. Pero cualquiera que haya visto a Monroe en “The Misfits”, de John Huston, sabrá que Strasberg no estaba tan equivocado. Y algo de eso es lo que Williams logró ver ahora para construir su personaje, como se constata en la escena de la rueda de prensa, en que Marilyn entra a contrapuntear con los maliciosos periodistas revestida de la picardía y el ingenio sagaz de la muchacha linda de barrio duro que ha debido aprender a cuidarse desde siempre.
Hacemos énfasis en las actuaciones y, desde luego -a través del contexto ya descrito-, en la reflexión implícita sobre el hecho actoral y sus posibles abordajes, porque más allá de eso no hay mucho. “My week with Marilyn” es plana, sin pimienta, podría haber arriesgado más... Pero valga quedarnos con una Michelle Williams luminosa (ha recorrido, se nota, un tramo “respetable” desde “Dawson’s Creek” hasta acá) que nos trae una honesta interpretación -en el más rico sentido de la palabra- de nuestra “mártir de la voluptuosidad”, la diva de imagen sobreexpuesta y, al mismo tiempo, en las palabras que Ernesto Cardenal le dedicara, “sola como un astronauta frente a la noche espacial”.