La biblioteca de autores nacionales “aún dormita”
Hace calor y hay polvo. Las sillas rojas están sobre las cuatro mesas de la sala y amontonadas a la espera de que alguien las use.
El sillón de Carlos A. Rolando, el fundador de esta biblioteca de autores nacionales, está arrumado en una esquina, sobre la ventanilla de atención que deja ver a la bibliotecaria entre el vidrio oscuro y una palmera de cartón, rodeada de afiches de eventos pasados. El busto del fundador mira hacia ningún lado, entre los pergaminos de la fundación del lugar.
Investigadores revisan los folios de periódicos nacionales en búsqueda de alguna historia, cubiertos con mascarillas. La bibliotecaria ordena las estanterías de libros amontonados, uno sobre otro, entre escobas y recogedores, protegidos con la advertencia pública de “no tocar por favor” con un pequeño cartel que dice “falta de codificar”.
Los registros de fundación del lugar, en desorden, así como los objetos que rememoran al fundador de la biblioteca.
Si bien esta es la biblioteca de autores nacionales, una de las pocas especializadas del centro de la ciudad, las mayores consultas son sobre el Registro Oficial.
Carlos A. Rolando decidió dedicarse a la colección de libros luego de que el gran incendio de Guayaquil, en 1896, entre otras cosas, acabara con grandes bibliotecas como las de Trifón Aguilar y Juan Bautista Destruge.
Según el historiador Rodolfo Pérez Pimentel, Rolando había logrado reunir, clasificar y empastar 1.346 obras, 200 tomos que contenían 3.267 folletos, 712 periódicos y revistas con 40.271 ejemplares y 3.800 hojas sueltas, todo hermosamente arreglado en un gran salón de su casa, en el centro de Guayaquil. El 24 de mayo de 1913, en una ceremonia con discursos y banda de música, inauguró de manera pública su “bibliografía nacional”, que posteriormente tuvo uno de los primeros catálogos de libros, actividad que nadie había hecho hasta ese momento.
En 1932 donó su Biblioteca a la Municipalidad. El salón que está en una pequeña puerta, a la izquierda de la primera entrada de la Biblioteca Municipal, lleva su nombre y contiene sus libros. Allí pueden encontrarse algunas joyas, pero para hacerlo hay que saber bien cómo están ingresadas en el sistema.
“¿Cuál es el apellido?”, pregunta la bibliotecaria.
Después de deletrear el nombre de Fernando Ferrándiz, el autor de crónicas cuyo libro Estampas de Guayaquil tiene su único ejemplar en dicho repositorio, la bibliotecaria no lo encuentra. Pide un código. Pero no existe.
Después de media hora da con él y dice que lo habían registrado bajo el título de 25 estampas porteñas. Lo han restaurado desde la última consulta: ahora tiene una cartulina blanca en su portada y en la primera crónica, sobre los carnavales, hay una nube de papel pegada con cinta.
De los autores nacionales icónicos de nuestra literatura no se encuentra todo. De Alicia Yánez Cossío no está esa novela que la puso en la mira de la crítica, Bruna, soroche y los tíos. Asimismo, de Lupe Rumazo no hay más que sus ensayos. A la edición de Débora, de Pablo Palacio, le han puesto las tildes.
“Hoy ‘La Rolando’ dormita sin aumentar en la medida de su importancia y es de esperarse que así continúe mientras el Municipio siga preocupándose de asuntos baladíes, ignorando que cuenta con un tesoro más importante que la misma Biblioteca y Museo Municipales y es que la “Rolando” es única en el país y en el mundo”, dice Pérez Pimentel sobre la historia de este lugar, tal vez exagerando, o tal vez no. (I)