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El pasado jueves fernando tinajero dictó una charla sobre el escritor guayaquileño, en el centro cultural benjamín carrión

"La ambigüedad fue el ambiente en el que vivió" y forjó su obra José de la Cuadra

"La ambigüedad fue el ambiente en el que vivió" y forjó su obra José de la Cuadra
28 de junio de 2016 - 00:00 - Redacción Cultura

José de la Cuadra (Guayaquil, 1903-1941) es considerado el autor montuvio por excelencia y se lo ha etiquetado como el “gran señor del cuento ecuatoriano”. Esta expresión fue escrita por el lojano Benjamín Carrión en El nuevo relato ecuatoriano: crítica y antología (1951-52), pero como suele suceder con sus palabras, estas “se convirtieron en una especie de dogma que todo el mundo repitió sin ninguna recepción crítica”, señaló el pasado jueves el novelista y ensayista Fernando Tinajero, en el Centro Cultural Benjamín Carrión, cuando dictó la conferencia José de la Cuadra: afirmación y clausura del mundo montuvio.

En un esfuerzo por escapar del estereotipo en el que cayó De la Cuadra, donde parecería que nació con dos de sus fundamentales obras bajo el brazo, Repisas y Horno, Fernando Tinajero regresa a sus escritos tempranos para mostrar que no siempre el autor perteneciente al Grupo de Guayaquil fue ese “gran señor” de la literatura nacional.

José de la Cuadra murió a los 37 años y, pese a su prematuro deceso, su carrera literaria duró poco más de dos décadas. Sus primeras obras las hizo cuando tuvo 19 y no dejó de escribir hasta poco antes de 1941, cuando falleció. Según Tinajero, la crítica borró de un plumazo 11 de los 22 años que duró su vida literaria para evitarse la “dificultad” de explicar la primera parte de su producción, donde se encuentran temas que “parecerían bastantes cercanos a las telenovelas actuales, cuentos color de rosa y, a veces, ciertas cursilerías que serían inconcebibles en un gran escritor”.

En 1923, por ejemplo, publica el cuento ‘Madrecita falsa’, el cual, para Tinajero, desde el título tiene un aliento “cursi”. Lo mismo pasa con la temática del relato breve ‘Mientras el sol se pone’, en el que el protagonista agoniza junto a su madre, pero él quisiera que su progenitora estuviera lejos para que no presencie su triste final. Y, en 1929, aparece ‘Sueño de una noche de Navidad’, cuento que al finalizar concluye con estas palabras: “Para vosotras, y solo para vosotras, buenas madrecitas, escribí estas páginas”.

Al tratar de entender esta situación, Tinajero elabora una suerte de genealogía historiográfica para delimitar el contexto político y familiar en el que creció De la Cuadra, y que definió su manera de ver y representar literariamente el mundo.

Descendiente de una familia de altos hacendados y funcionarios coloniales, cuando nació De la Cuadra, un año antes de que su padre muriera, su familia ya estaba “arruinada” económicamente. A la par la Revolución Liberal (1895-1912) había provocado la caída de una serie de hacendados aristócratas y el ascenso social de varios grupos campesinos, por lo que hubo un sector de la sociedad donde se juntaban los que descendían de las clases arruinadas y los que subían desde el campesinado en busca de mejoras de vida (por ejemplo, a través de la actividad comercial propiciada por el cacao).

A ese sector se lo denominó, según los sociólogos, las “nuevas clases urbanas”, formadas en Guayaquil a comienzos del anterior siglo. Era un mundo en el que convivía la visión de los viejos aristócratas con la de las aspiraciones de las nuevas clases ascendentes. Y es en ese seno, para Fernando Tinajero, donde se cría José de la Cuadra y se gesta posteriormente su obra. “La ambigüedad fue el ambiente en el que él vivió”, apunta el ensayista.

De la Cuadra tuvo una infancia compleja: no recibió herencia, vivió solo con su madre, no conoció a su padre y fue hijo único. Vivía en una casa de madera que su abuelo materno compró para ellos y que el futuro escritor la recuerda en las primeras páginas de su libro Repisas.

En aquella obra de narraciones breves él habla de ese caserón porteño donde circulaba el olor al cacao de Guayaquil, y cuenta que en una de las estancias de la casa había un gran armario que no se podía abrir porque su llave estaba perdida. Cuando lo abrieron, tiempo después, lo encontraron vacío y De la Cuadra dijo que su ilusión fue llenar las repisas de ese armario.

¿Y con qué las quería ocupar?, se pregunta Tinajero. “Con las ficciones compuestas bajo esa óptica que era la de un sector empobrecido de la sociedad, que mantenía su visión del mundo, y que se la difundía entre los sectores campesinos, asentados recientemente en la ciudad. De ahí que esa ambigüedad, esa estrechez económica y la falta de una filiación paterna influyeron en él para promover una actitud inicialmente arribista”.

A partir de ese momento, De la Cuadra empieza a mostrar en sus cuentos, y luego en sus novelas, un interés por el mundo montuvio que no lo abandonaría hasta el final de sus días. Para Tinajero, además de las circunstancias históricas de la época, una de las razones para que el autor de Los monos enloquecidos (1941, inconclusa por su muerte) haya volcado su atención a la vida montuvia tuvo que ver con la publicación, en 1930, de Los que se van, de autoría de Demetrio Aguilera Malta, Joaquín Gallegos Lara y Enrique Gil Gilbert, quienes con José de la Cuadra y Alfredo Pareja Diezcanseco conformaron el Grupo de Guayaquil. Ese libro, de 34 relatos breves, retrata la dura vida del campesino costeño ecuatoriano.

Pero sería con la novela Los Sangurimas, su obra capital según Tinajero, donde convergen “las diversas tendencias que ocuparon la vida de José de la Cuadra. Me parece que al haber aparecido en el año 34, que es el mismo año en que surgió Huasipungo (de Jorge Icaza), se consolida la idea de una sociedad ecuatoriana distinta de la que había sido antes concebida. Es una sociedad en la que están incorporados grupos que antes nunca fueron considerados como dignos de las páginas de la literatura. Es un esfuerzo por hacer una sociedad unitaria en donde prevalezca una sola cultura que es la nacional”. (F)

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