La palabra lucha con imágenes que quieren ser únicas
Carmen Guerra, la abuela del narrador gallego Celso Fernández, repetía sus historias hasta el cansancio. El nieto enojado le replicaba: “esa historia ya me la contaste”.
Ahora, que él ha hecho de su vida el narrar en vivo y viajar por el mundo con ello, qué no diese porque ella le vuelva a contar su historia.
Celso aprendió a contar de su abuela, de todas las veces que ella hablaba de su experiencia de dejar Feas, su pueblo en Galicia; o de cuando una tía la engañó para llevársela a cambio de un pasaje gratis en barco, a Argentina.
Este narrador, además, tiene informantes con los que se reúne en las tabernas y pasa mucho tiempo escuchando a gente mayor para seleccionar muy cuidadosamente lo que quiere contar en sus espectáculos.
Celso cree que la humanidad ha perdido la costumbre de sentarse a contar la vida, cuentos, leyendas, todo lo que engloba la literatura oral.
“Llegada la era tecnológica, los tiempos de atención pasaron a ser otros, las horas, el estar juntos y hablar pasaron a ser mucho menores y la atención pasó a esos medios”, reconoce.
Considera que esos medios hablan para las personas sin que las personas puedan replicarles, y allí revive la necesidad de la oralidad.
“Nos damos cuenta de que la gente tiene la necesidad de contar cosas en persona”, dice este cuentero que fue uno de los invitados a las terceras Jornadas de la Oralidad denominada “Todo lo que inventamos es cierto”, preparadas por Corporación Imaginario, los mismos creadores del mítico festival “Un cerrito de cuentos”.
Estos encuentros se enfocaron en contar experiencias de oralidad y capacitar a docentes para que hagan que sus alumnos cuenten y, como dice su creadora, la gestora cultural Ángela Arboleda, “puedan mirar de otra manera el mundo”.
Para Arnau Vilardebó, otro de los cuenteros españoles invitados, “uno cuenta una historia y en esa historia hay un río, vemos solo uno, pero si viésemos la cantidad de imágenes de cada persona daríamos con que hay muchísimas posibilidades de río y cada espectador se imagina una aunque los medios lo reduzcan todo a la misma imagen”. Lo suyo son las historias de la mitología griega.
“Nacieron hace muchos años, pero por suerte o por desgracia siguen reflejando cómo somos actualmente”, dice Arnau.
Marco Flecha es un cuentero de Tacuatí, un pueblo de Paraguay donde la cultura predominante es la guaraní. Creció escuchando radio a pila y a los caceadores, las personas encargadas de contar casos (casi siempre matanzas con elementos fantásticos).
Cuando se acostaba a dormir y escuchaba ruidos se imaginaba cosas. Sabe bien que el miedo, como la posibilidad de soñar con otras realidades, entra por el oído.
Mientras hablaba para esta entrevista lo hacía con calma porque su mente todo el tiempo le fabrica historias en guaraní para luego traducir al castellano. Su idea de salir a contar tiene que ver con la posibilidad de transmitir todo lo que ha escuchado en su lugar natal.
Para Virgina Imaz, cuentera que llegó por primera vez a Guayaquil para hablar de las historias con las que creció en País Vasco, la oralidad es una tecnología de punta, “un espacio de intensa comunicación, de intensa poesía. Cada vez nos movemos más en un pensamiento lógico racional científico-tecnológico y es más necesario el acceso al pensamiento divergente, a la metáfora, acceder a conocimientos que no siempre podemos expresar linealmente, con el hemisferio cerebral-lógico”, dice convencida.
Coincide con Arnau y con Celso cuando señala que tenemos acceso a una cantidad de imágenes enormes pero que a menudo es la misma imagen, manipulada y manipuladora.
Ante ello cree que “es urgente decolonizar el imaginario colectivo de imágenes clichés, de versiones oficiales, y versiones únicas. No hay una historia, hay miles de historias. Me cuento porque me siento a salvo cuando cuento. Me siento en casa. Intento cuando cuento que la gente se sienta allí”. (I)