Guayaquil lleva consigo el atavío que significa su fundación. El hecho está envuelto entre la bruma del disenso y la tradición. A pesar de aquello, ha devenido en un pacto tácito que, sin embargo, ha postergado debates esenciales para desenmarañar ese tránsito que hay que ejercer desde ser un puerto hasta convertirse en una ciudad.

“En la memoria de los porteños hay una sola fecha para recordar: 25 de julio de 1537, y un solo ‘fundador’: Francisco de Orellana”, dice el historiador Ángel Emilio Hidalgo en el artículo que forma parte del tema central de esta, nuestra edición número 40, dedicada, esta vez, a reflexionar acerca de las identidades que se cuecen en las entrañas del pueblo guayaquileño.   

Más allá del onomástico, más allá de la fiesta y la algarabía, reproducida como producto en serie en los medios de comunicación y en las instituciones, y más allá del sistemático olvido que se ha empeñado en negarnos la posibilidad de cuestionarnos nuestros propios orígenes, cartóNPiedra suscita un diálogo también alrededor de lo que no somos y queremos ser, pero en el camino descubre que este diálogo responde a un proceso amplio y jamás puede ser considerado  una verdad absoluta.

Guayaquil vive históricamente un constante tránsito entre su condición de puerto necesario para Quito, y su consolidación como gran metrópoli latinoamericana. En sus calles, en sus rincones, en sus costas, hay bordes y herencias simbólicas que -como piezas de antaño enterradas bajo voluminosas montañas de lodo- resplandecen ahora y se convierten en vestigios que nos ayudan a descubrirnos. 

Además, la edición de esta semana recuerda el tercer aniversario de la muerte del escritor ambateño Jorge Enrique Adoum, con una entrevista realizada por Luis Monteros Arregui en 2006, en la que tanto su personalidad como escritor, sus experiencias como funcionario diplomático, sus encuentros con celebridades de la literatura universal, así como su postura política ante una historia nacional que siempre criticó, son puestos en evidencia en medio de una charla mediada por un vaso de vodka y un cigarro.  

En nuestro segmento Los espacios, Francisco Aguirre decide mostrarnos juntos a dos de los más altos representantes de la música popular brasileña, quienes compartieron, además de cientos de escenarios, los años de exilio debido a la dictadura en Brasil. Se trata de los carismáticos Toquinho y Chico Buarque de Hollanda. Su música y sus letras son parte de una época creativa que trascendió las fronteras del coloso amazónico y determinó procesos culturales de incidencia profunda como el movimiento de la Tropicalia y las posteriores líneas argumentales de los músicos de Brasil, América Latina y el mundo.

En nuestra sección Portafolio, Francisco Jarrín nos cuenta a través de una serie de imágenes en blanco y negro acerca de las festividades de los caporales, en la comunidad tungurahuense de Salasaca, a aproximadamente veinticinco minutos de Ambato, capital de la provincia. En esta historia gráfica se muestran los rostros indígenas entre la hostilidad del sol y el polvo, sumidos en la algarabía de la fiesta, que recuerda los tiempos de patrones europeos y esclavos africanos traídos a tierras americanas, pero también se destaca  el histrionismo que motiva sus bailes y sus gestos, la apropiación de los personajes y -cabe decirlo- a quienes reniegan de esta tradición.