El músico Terry Pazmiño estuvo a cargo del interludio musical del evento en una sala que se llenó
Guerrero publica Ninguna cosa nacida
Cuenta el escritor Juan Carlos Moya que cada vez que le pregunta sobre su estado de ánimo al poeta Fabián Guerrero Obando, recibe una frase-mezcla de pesimismo y modestia. “(Estoy) destrozado, hermano, destrozado”, suele contestarle su exmaestro, en los pasillos de la Universidad Central (UCE), en la Casa de la Cultura Ecuatoriana (CCE) o donde sea que se encuentren.
“Yo no le creo mucho”, le decía Moya a un auditorio lleno, la mañana del miércoles último, en la UCE, durante la presentación del poemario Ninguna cosa nacida. “Es un gran volante, un cinco -resaltaba sobre su maestro el egresado de la Facultad de Comunicación Social-, un goleador, un machetero, un hombre alegre que ha tenido la fortuna de ser recordado con cariño por quienes pasamos por su aula”. La descripción futbolística la usaba para esbozar un retrato del catedrático, uno que inculca, según otros de sus exalumnos, la lectura como una exigencia imprescindible, alternada con películas sobre las que discute con admiración.
“Si bien el mundo contemporáneo nos ha saturado de fútbol y de política... de ideología, una más barata que otra -decía Moya-, Fabián, como artista, ha tenido la decencia de estar aislado y asilado en algo que nos pertenece: la humanidad”. Ese exilio voluntario haría de Guerrero un intérprete, acaso interlocutor, de Emil Cioran.
En sus versos, lo confiesa: “Leo a Cioran / aunque tengo el ojo enrojecido y seco / como si quisiera asegurarme de estar solo / y de no tener nada en común con los demás. // Que nadie crea que puede contar con alguien / o de que es posible confinarse en el redil de los demás. // El corazón está seco / y ya no se eleva más entre nosotros”.
El amor, la enfermedad y la muerte componen, con un halo de desesperanza, la obra de Fabián Guerrero. “Nadie puede mandar al poeta que sea noble, elevado, moral, piadoso, cristiano, que sea o deje de ser esto o lo otro, porque (él) es el espejo de la humanidad y presenta la imagen clara y fiel de lo que se siente” (Arthur Schopenhauer), parafraseaba Luis Fernando Revelo, presidente de la CCE, Núcleo de Imbabura, institución encargada de la edición del poemario.
La cita continúa el retrato del autor quiteño: “Coger el vuelo, la inspiración y darle cuerpo en los versos es la suprema obra del poeta, puesto que él refleja a la humanidad entera, en sus íntimas profundidades y todos los sentimientos que millones de generaciones pasadas, presentes o futuras han experimentado y experimentarán en las mismas circunstancias que se reproducirán siempre y encuentran en la poesía su viva y fiel expresión”.
Guerrero respondía a los presentes con el tono que Octavio Paz “construyó un bellísimo sustento sobre la palabra ‘gracias’ cuando recibió el Nobel de Literatura”.
La obra, según dijo el propio poeta, tiene un lector permanente, otro escritor, Marco Antonio Rodríguez y tuvo al filólogo Hernán Rodríguez Castelo como encargado de escribir la introducción, en la que da cuenta de la vocación del poeta: “Sin perder aliento, sin dejar de dejar entibiarse su pasión por lo humano, sin amenguar el poder de fórmula verbal para exorcizar fantasmas y calar hasta lo obscuro en lo que prosaicamente, a menudo turbiamente, naturaleza y vida, y, sobre todo, muerte le echaban en el camino”.
El desmoronamiento, descrito en la frase que contesta preguntas inocuas (“¿cómo está, maestro?” / “destrozado, hermano”) sería más que una confesión. Un verso. Al fin y al cabo, y sin dejar a Schopenhauer de lado: “El poeta es el hombre universal, todo lo que ha agitado el corazón de una persona, todo lo que la naturaleza ha podido experimentar y producir en todas las circunstancias, todo lo que habita y fermenta en un ser mortal, ese es su dominio, que se extiende a toda la naturaleza. Por eso el poeta lo mismo puede cantar la voluptuosidad que el misticismo (...), escribir tragedias o comedias, representar los sentimientos nobles o vulgares según su humor y vocación”. (F)