Guayaquil: Una ciudad y todas las ciudades, todas y ninguna
Guayaquil, punto G, ausencia, ola reventando, gudrum, gudrum sobre la piel de Krelko que se desplaza sesgado por las dunas, y más allá el mar como nostalgia o memoria de lo oscuro, el hombre en busca de esa G que es todas las ciudades, todas las ciudades y ninguna, una mujer y todas las mujeres, todas y ninguna entregándose al ambiguo descendiente del Kraken, Krelko buscando a la mujer, gudrum, G, Guayaquil, el punto G, la ausencia, la ciudad de todos y de nadie, Guayaquil crucificada sobre el río y el estero, nostalgia marítima, perla surgida del más ignoto mar.
Nadie como yo nació con destino marinero, canta una voz, la única flor que conozco es la rosa de los vientos, el timonel controla las guiñadas en el compás, mantiene el rumbo trazado en el cuarto de derrotas, extraño nombre del destino.
Arriba, junto al magistral, el vigía hunde sus ojos en la noche o los protege del sol resplandeciendo sobre el horizonte.
El hombre camina por el barrio gótico de Barcelona, entra al museo de Picasso, busca después la Sagrada Familia, el Parque Güell, Gaudí, el bar Pastís, en cuya rocola cantan Edith Piaf y Julio Jaramillo, JJ, su único alternante.
El Barcelona, ídolo futbolístico del barrio del Astillero fue fundado por catalanes (Guayaquil es a Quito lo que Barcelona es a Madrid), y por enésima vez Guayaquil es todas las ciudades y ninguna, Corrientes 348, segundo piso ascensor, La Boca, Florida, el obelisco, el Viejo Almacén, La Maga, Alejandra, Sábato, las parrillas, las mollejas doradas, Caminito que el tiempo ha borrado, Palermo, el Once, Buenos Aires, y en el Parque Lineal sopla el aire del océano, cerca de la salida a Urdesa, bordeando el lago interior.
El viajero camina por Reforma, en el DF –desmadre fenomenal, dicen los chilangos, y con más énfasis los regiomontanos, los tapatíos, los poblanos y los hidrocálidos--, entra en el bosque de Chapultepec, divisa El Ángel, como en la ciudad de los incendios y las inundaciones se divisa el Chimborazo, un ángel vestido de nieve, sobrevolado por un cóndor ciego.
Tepito, colonia de campeones, el Púas Olivares que quería ser Risitos de Oro y no pudo, pero fue campeón mundial de boxeo, el cubano Mantequilla Nápoles, elogiado por Cortázar en la revista Cambio, cuando peleó con Monzón; Rulfo escribe de día su novela La Cordillera (tan larga como los Himalayas o Historia de una inmensa piel de cocodrilo, de Enrique Gil Gilbert, uno de los cinco como un puño) y la borra de noche; Pedro Páramo se esconde en Comala, el jardín de los muertos, “Diles que no me maten”, clama el caminador, pero ya estaba muerto.
Ciudad de personajes, Pancho Segura (Pata de Loro, Raqueta de Oro), el gordo Icaza (la generosidad en carne viva), Andrés Gómez; Spencer, goleador de la Libertadores, Álex Aguinaga; los folklóricos Pollito y María sin Tripas, la Dama Tapada; los apodos: Mango Triste, Perro Peinado, Brisa Hedionda, Gallo hervido, Cara e’ guante, etcétera.
Y Ojalá (Alá lo quiera), que es lo mismo que Amén (Así sea, por la gracia de Dios), que nunca pierda el humor, la simpatía y la calidad de su gente, que es lo que elogian siempre los que visitan la ciudad que no es una ciudad sino todas las ciudades, un mundo, y después, mucho después el río, el malecón, la Torre Morisca (torre del reloj), la antigüedad casi infantil de Las Peñas, el moribundo brazo de mar del Salado y, lo que es irónico ante su vitalidad, el cementerio, con sus estatuas y sus mausoleos, aberración pelucona.
Aberrantes son también las urbanizaciones cerradas, los edificios de treinta pisos, rascacielitos de tercer mundo, las colinas pobladas por los indigentes, arrebatadas a los hijitos de mamá, por no decir de otra cosa, Mapasingue, la guerrilla de los cojos, la cursilería, Quito, “la carita de Dios”, la “Atenas (¿apenas?) del Ecuador, París Chiquito (ni por el chiquito).
Ciudad del golfo, del Puente de la Unidad Nacional, eslabón perdido que une al hombre con el mono (chiste de Pedro Picapiedra), cuyo habitante nace en todas las ciudades y ninguna, pero se hace como es, único, frontal, tergiversado a veces: “madera de guerrero”, porque como Mambrú “se fue a la guerra, montado en una perra”, pero sí son auténticas las cruces sobre el agua, el tres de junio, los incendios, los ataques de los piratas, la fiebre amarilla, la bubónica, los golpes militares: el cacao secándose en la calle, los cacaueros semidesnudos bajo el sol, los gritos, las llamadas malas palabras, como cojudo, que no viene de lo que el vulgo cree sino del ternero recién nacido que está patuleco, cojudo, pues, tontito, y aquel que se las pisotea, un eufemismo para decir….
Sus calles amplias, sus avenidas, los puentes y pasos a desnivel facilitando el tráfico, acortando las distancias, derrotando al tiempo; puerto protegido, como Hamburgo, Amberes, como todos los grandes puertos, justo con la carga que es adonde van los barcos de gran calado a buscarla, por eso Guayaquil es todos los puertos y ninguno, el mayor del Pacífico Sur.
El 6 de agosto, en un matutino local, Mónica Varea publicó un artículo sobre un viaje suyo de Quito a Guayaquil, cuya lectura me permito recomendar.
Retorno a mi texto, es decir a Guayaquil como ciudad que es todas las ciudades y ninguna, todos los sabores y los propios desde el bolón de verde con chicharrón que nos des/ayuna hasta el caldo de manguera también llamado de tuerca, pasando por el arroz con menestra y patacones, el encebollado de pescado, el caldo de bolas, los cebiches (incluido el de pulpo y el de caracol), la guatita, el seco de chivo, el hornado y la fritada. En la región selvática oriental del país hacen fritada de boa.
¿De beber? Cerveza, que es de excelente calidad.
Y muchas cosas más, la sencillez de su gente, acogedora y generosa, el fútbol, que cada día está mejor, los viajes a la playa, el café pasado y un larguísimo etcétera, sin contar a las mujeres que están más que okey.