Freddy Ayala Plazarte: “La escritura debe ser un acto solidario”
La muerte del padre, los sonidos primigenios de la naturaleza y de la historia, o la geometría y el paisaje andino como catalizadores líricos forman parte de la propuesta poética de Freddy Ayala Plazarte (Aláquez, 1983).
El autor, a propósito de la publicación de Instrumentos para medir el viento, repasa su camino literario lleno de mitologías, música y signos.
¿Recuerdas el punto en donde arrancó tu vocación literaria?
Recuerdo que escribía mucho a mano y creo que todo empezó cuando un profesor de la secundaria nos mencionó a los poetas malditos. Yo era quibio, pero veíamos literatura y el profesor nos decía que si leemos a los simbolistas, tengamos cuidado. Me quedé con esa curiosidad y cuando me gradué fui a la biblioteca municipal y pedí a esos autores, de la generación decapitada de aquí y los franceses. Leí Iluminaciones, de Rimbaud, Las flores del mal, a Baudelaire; leía a Mallarmé y Lautréamont.
¿Y en qué momento se cruza la música con tu poesía?
El oído siempre estuvo ahí, el oído de las reminiscencias, pero no sabía cómo tecnificarlo. Creía que materializaba eso cuando militaba en mi época del metal, (16 y 19 años). Pero eso todavía no se despertaba. Si me acerqué al metal es porque me gustaban las imágenes primitivas, que ahora las estudio desde el arte. Y luego de ese tiempo empecé a escribir cosas a mano, en cuaderno.
Recuerdo que escribía sobre un río, mi entorno; para mí ha sido una constante la idea del paisaje, de lo geográfico.
Mi padre en las rieles de Sumpa (2011) es el libro con el que empiezas a consolidarte porque ya defines tu universo poético.
Fue como una cuestión primitiva, de volver a ser lúdico con cosas que viví. Quería que el dolor se convirtiera en otro juego, que tenga otra mitología, muy diferente a la de la destrucción. Quería que el dolor te llevara a cuestiones más de la genealogía del vientre, del espacio...
Más reciente poemario
La obra está publicada por el sello Último Round, de la Casa de la Cultura, Núcleo del Azuay.
¿Por qué has hecho del espacio el eje donde gravita tu obra?
Siempre he estado arraigado a los paisajes del sur, pensando el sur no solo como una idea territorial de Ecuador, sino como esa idea de que uno puede tener para volver a ciertas cosas. Estar como en otro lado que no sea el sur es como estar en un lugar sofisticado, cómodo; el sur me parece que no tiene esas condiciones. Además siento que el primer acto solidario debería ser la escritura ante nuestra indiferencia práctica y operativa de las cosas. Escribo para ser solidario con cosas del pasado.
Con Rebeliones al filo de una sinfonía (2015) se profundiza la sonoridad...
Ese libro tiene poemas al punto, la línea y el sonido. Ahí trabajo el oído musical. Es más fácil evocar una imagen que un sonido. Me he concentrado estos años en una evocación del paisaje sonoro. Hacer una arqueología del sonido, que la puedes llevar a la poesía. La poesía no solo es lo paratextual o jugar con los intertextos de otros escritores.
Pero aun así tienes un diálogo estrecho con ciertos autores que coinciden con tus temas.
Sí, me topé con Enrique Verástegui y la universidad que él pensaba, que no es un lugar o una estructura, sino que era su pensamiento. Leía mucho a Hugo Mayo, trabajé en ensayos sobre su obra. Además, si no hubiera existido la música en este periodo no hubiera escrito como lo hago y hay artistas, sonidos referenciales que van de la música étnica, celta, pasan por el new age, el folk de los años 80 y llegan hasta el dark ambient. Eran composiciones de músicos que utilizaron sintetizadores, que recreaban atmósferas circenses, medievales. ¿Cómo es posible que en plena modernidad se empiece a reactivar ese espíritu romántico?, me preguntaba. Pero no era el romanticismo con un sentimentalismo, sino uno que reconoce ciertas cualidades filosóficas y hasta matemáticas.
En Instrumentos para medir el viento ya incorporas la historia, pero desde otros tiempos...
Quería saltar a otra dimensión desde este libro. Tenía conciencia de Boletín y elegía de las mitas, de Dávila Andrade, o de Altazor, de Huidobro. Obras de largo aliento, densas, pero no quería caer otra vez en una queja colonial. Quería escribir del siglo XV, pero no quería ahondar en el dolor. Y me topé con Historia del mundo en 12 mapas, de Jerry Brotton y ahí se me pega la idea de laborar en cartografía y navegación. (O)