Historias de la vida y del ajedrez
Excomulgados, vacunados
Pueblito francés, 1885. Un domingo, después de misa, iban de la mano una madre y su hijo. La mujer recordaba la prédica del cura y le hablaba del infierno para aquellos que se portaban mal. Por suerte, le dijo, Dios estaba en todas partes y nos protegía para no caer en el pecado. De repente, a sus espaldas, se oyó un gruñido que le erizó la piel: una bestia se lanzó, con los colmillos afilados, contra el niño. La madre intentó defenderlo. Fue inútil. Era un perro que no retrocedía ante nada. Ni maldiciones, ni patadas, ni oraciones, ni llantos, ni súplicas. Nada podía detener a esa masa de pelos y rabia, de garras y colmillos. Al final, una piedra que la mujer descargó en el lomo del animal, y una patada en el hocico, lo hicieron retroceder poco a poco, con los ojos inyectados de sangre. Aunque el pequeño quedó mal herido, lo peor era que el perro sufría de rabia. El niño se llamaba Joseph Meister. Tras unos días, sufriría convulsiones, locura, hidrofobia -horror al agua- y la muerte. No había tratamiento ni salvación, moriría en poco tiempo. Por suerte, el proceso tomaba algún tiempo, y la madre, sin perder la esperanza en lo imposible, viajó a París, donde un microbiólogo experimentaba una vacuna contra la rabia. El científico era Luis Pasteur, pero no tuvo palabras de misericordia. “Solo la he probado en murciélagos y conejos. Algunos han muerto. No puedo garantizar para Joseph un resultado distinto”. La madre insistió. Si su hijo estaba condenado a muerte, nada se perdía probando una vez más la vacuna en él. Quizá...
Pasteur aceptó e inoculó en el niño tejidos del cerebro de un conejo muerto con rabia. Durante días Joseph se debatió entre la vida y la muerte, y al final se salvó. Pero la historia duró 55 años más. En 1940, cuando Meister tenía 64 años, era el conserje del Instituto Pasteur en París, centro científico que llevaba el nombre de su salvador. En ese momento la ciudad estaba ocupada por los nazis que querían destruir lo que no fuera símbolo de identidad alemana. Pasteur, por supuesto, no lo era. Cuando las tropas quisieron profanar la tumba del científico, Meister se opuso, pero fue inútil. Desesperado, entonces, se pegó un balazo. Recordemos que Meister, con su gesto, agradeció a Pasteur el haberle salvado la vida. Y no olvidemos que en el siglo XIX, desde el Vaticano, las cosas quedaron claras: todo aquel que se vacunaba era excomulgado por no confiar en la Divina Providencia. Por suerte, al final Pasteur ganó la batalla. Ya la gente olvidó aquello y hoy mis amigos están vivos, vacunados y excomulgados. Además, recordemos que todos deberíamos vacunarnos contra el fanatismo y la ingratitud.
En ajedrez no hay vacuna contra la brillantez.