Escribir desde las alturas
Tú vives en una azotea. ¿Es diferente escribir desde las alturas que a ras de tierra?
Me gustan las escaleras, aunque me cuesten más trabajo subirlas ya. La Habana desde la altura me gusta mucho más que vivir en bajos, por el ruido, por el polvo, porque aquí arriba estoy en la ciudad, pero también en un campo, con grillos, lagartijas, viento.
Construí encima de la casa de mi madre, que es en un segundo piso en la calle Ánimas; ya hace veintidós años que vivo en esta casa, en la azotea, con techo de madera y paredes sin repello, en bruto, salpicado, le llaman; como una casa de esos pueblos perdidos en medio de la nada.
Me gusta ver otras azoteas; los edificios cuando llueve están tan descascarados que forman imágenes de elefantes; las tendederas, las puestas de sol con las palomas que las sobrevuelan; los bancos viejos y las matas que tengo en macetas donde enterré a mis gatos, llevan tantos años conmigo como la azotea. Siempre quise tener una casa en la altura. Luego, el proyecto que hago, Torre de Letras, fue en el sitio más alto de La Habana Colonial, ahora, en un noveno piso de un edificio de la República que antes fue un banco y ahora el Instituto del Libro.
Varios de tus poemas están escritos desde una voz lejana, como si fueran desde el pasado o desde un lugar ajeno a ti, ¿a qué recurres o qué recurre a ti cuando empiezas a construir un poema?
Lo de la voz lejana debe ser mi conflicto por salir del “yo” y emparejarlo con un “ella” (la escritora), camuflajearlo así con cierta distancia; tratar de separarlo de mí hacia un “tú” casi siempre irreal al que no tengo acceso. Siento una vocecita en algunos poemas, pero no llego a los poemas por un ritmo o musicalidad -aunque estudié piano-, me hubiera gustado transparentar más las ideas o las imágenes, he querido que se vean, se sientan, se toquen, por eso huyo de la metáfora que es más cerebral y entra por el oído. Tal vez fue la lejanía de la niña que fui. La lejanía de la inocencia lo que da esa distancia.
En tu poesía existen etapas que están divididas por décadas, los 80s, 90s, etc., que están relacionadas además con el contexto político que ha vivido Cuba; pero al mismo tiempo no deja de prevalecer una voz íntima en tus textos, y una apreciación de los objetos cercanos, ¿crees que existe una lucha entre la voz interior y el ambiente externo?
Creo que en los años 80 tuve ese conflicto, entre lo que me decían las pancartas, los lemas y lo que consideraba “lo poético” que pujaba por salir; entre esos dos lenguajes me sentí bicéfala, partida en dos, como si uno fuera abortado por el otro. De ahí salieron poemas “culpables” que intentaron estar en “lo actual”, no olvidar el contexto, pero sin perder la intimidad. He tenido una lucha por la intimidad, porque es parte esencial de lo social.
También en los años 80 la poesía conversacional llegó a unos límites inimaginables, a lo antipoético, y quería amarrar con lo simbólico, a través de lo “lírico” (como una herencia para bien y para mal), no solo la queja de la mujer que grita, sino de la que intenta ser una persona y pensar. El poema como vehículo de descubrimiento y también de cura.
¿Cómo crees que han influido estos cambios políticos globales, desde los ochenta hasta la fecha, en la nueva generación de poetas cubanos?
Creo que pagamos ahora el precio de los años 90: la falta de libros, la escasez de nutrientes, de papel, las influencias de lo virtual, lo rápido contra lo profundo. Por aquellos años en los que no teníamos nada que comer, masticábamos lenguajes, nos llenábamos de textos teóricos, de intertextualidad y convertíamos el pensamiento en creación. Pero la mayoría de los escritores de esa generación que viene después de la mía, los que formaron parte de la azotea, se fueron del país y quedó un hueco difícil de rellenar: fotos en las paredes, pocas, porque ni rollos fotográficos había y los que había eran de mala calidad y se nublaban.
El éxodo constante: el corte en tajazo con lo que es la cultura cubana duele y lastra a los que vendrán. Los que nacieron en los años 70 traen el aborto de la censura de aquellos años, y eso es una marca de ceniza, un nubarrón gris, lo llamo, que tizna todo cuando toca a través del tiempo.
¿Crees que haya existido o exista un lenguaje poético “cubano”, como el de Cabrera Infante en la narrativa?
Creo que el peso que han tenido los “realismos” definen mucho las “poéticas” dentro del contexto cubano. En el presente, pensar que se llega a lo “más real” usando lo chato, lo popular, lo chabacano incluso es una moda. Siempre pienso en los lenguajes como condimentos universales, no nacionales.
Lo cubano está también en el mimetismo y en lo que hacemos cuando queremos salir de “lo cubano”. No importa desde dónde se escriba o se vea, creo que es una manera del sentir. Así como Virginia Woolf escribió en, “Entre actos” una de las novelas más políticas de la Inglaterra de su tiempo que aún pervive por ser una obra genial, “lo político” a mi manera de verlo, lo logran quienes pueden convertir el lenguaje en un clima, como diría R. Barthes: “no hay nada más ideológico que el clima que hace”.
Existieron y existen muchos prejuicios por parte de los escritores que son actores y espectadores a la vez de una situación social que como una ola gigantesca quiere envolver todo lo que sucede a su alrededor. Ese “complejo de culpa” como lo llamo, lastró gran parte de la generación de los 50 y todavía sigue lastrándonos, en cuanto se confunde lo “demostrativo” de lo nacional y sus gamas de realismo como lo “verdaderamente auténtico”, por ejemplo.
Siento que soy de una isla y eso sí es una característica literaria.
Volviendo a tu literatura, y la azotea, ésta es un importante nido literario de La Habana, puedes contarnos un poco más de ella, de “La Azotea de la Reina”, como la llaman.
En la Azotea nos encontrábamos siempre, independientemente de que los jueves hacíamos lecturas: una novela completa, una conferencia, un libro de poemas y eso duraba hasta la madrugada. Discutíamos sobre literatura, sobre cine, sobre la vida. No había un grupo estético, sino autores de diferentes razas.
Compartíamos lo que no teníamos: comida y libros, que pasaban de mano en mano. Hacíamos juicios a los que tenían determinadas influencias, porque sabíamos qué estaba leyendo el otro. Vivíamos la literatura como si fuera la única vida, casi como una religión. No había que avisar a nadie, porque todos estaban avisados.
Era un lugar “iluminado” con un bombillo de muy poco voltaje, pero cuando faltaba la luz en el resto de la ciudad aquí siempre teníamos. La Azotea es irrepetible también, porque nos reuníamos no solo escritores, sino pintores, teatristas, pensadores. Fue una época como la llamo, con esa frase del libro de Marshal Bergman cuando: “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
Volviendo a tus textos poéticos, la voz íntima explora frecuentemente el cuerpo, se desenvuelve en muchas ocasiones entre lo erótico y la rebeldía ante la decadencia corporal, ¿cómo relacionas el lenguaje poético con la sensualidad?
Las palabras para mí se escogen ellas mismas de manera arbitraria, relacionadas más con la memoria, con las sensaciones que tuvieron o tienen que por lo que ellas en sí misma son en su significado, o sea, más por su insignificancia, y están conectadas siempre a esa frase magnífica de Virginia W. “la sensibilidad de las impresiones”.
Carecí de un cuerpo, de ahí, que intentara, con las palabras, crearme uno. Por eso, el cuerpo de la flaccidez, del deterioro comienza con el libro “Páramos” (1993). Me interesan las jerarquías de las voces que lo pueblan, al cuerpo, a la mente, a las gradas, a los niveles de las sensaciones. Lo erótico como un lugar a donde ir, una ciudad, una montaña, todo aquello que queremos poseer y vencer. Nunca me gustó hablar del “feminismo”. Tampoco, usar “lo erótico” como una posibilidad poética ni sentirme solo esa mujer que grita, sino intentar esclarecer mi forma humana, intentar ser ante todo, repito, una persona. Tampoco separar la vida vivida de lo que escribo.
Muchas veces contamos el tiempo no por fechas sino por las obras que uno lee en cada tiempo. ¿Recuerdas, cuando estabas preparando cada uno de tus libros, autores que hayas estado leyendo, analizando o releyendo en aquellos tiempos?
Me parece que me ocurre como a los animales: una luz que llega durante un mes como septiembre, el salitre que se pega a la piel, siempre algo climático me dispara un dispositivo, pero no creo en la inspiración, respeto a quienes crean en ella, yo creo en el trabajo y en la sensibilidad que me lleva hacia un proceso, a ningún fin.
Algunos libros tienen que ver con lecturas; casi siempre me meto en ellos y también llego a ellos por el cine (en los años 80 tuvimos una gran cinemateca que proyectó lo mejor del cine húngaro, ruso, polaco, francés, italiano, alemán), de ahí bebíamos lenguajes. Una frase me puede llevar a un texto, tanto como un hecho o más. Un tema también, “El libro de las clientas” (2005) dedicado a mi madre, la modista, como un cosido, prendido con alfileres, una hechura. Creo que de los recortes de telas, de esos alfileres prendidos sobre cuerpos deformes que mi madre cosió hasta el cansancio con sus noventa años provocó en mí un delirio de lenguajes.
¿Cómo ha ido cambiando tu poesía, crees que tenga una meta final o una búsqueda particular literaria o personal?
Los cambios que se producen en mis poemas vienen del cambio entre las hormonas, -esos diminutos enlaces-, con las preposiciones. De una literatura más “hormonal”, sobreabundante, hasta textos mezclados por mi impotencia de ser narradora, de traspasar mis límites y lograr una historia. En una antología que armé este verano comprendí que los temas eran recurrentes: la falta de un centro, la búsqueda de “un alguien”, ese “tú” imposible; la desesperación por las pérdidas. Antes editaba los poemas, “virar la media” le llamábamos, a ese juego de colocación o montaje, pero ya no lo hago conscientemente, eso se incorporó de alguna manera y ahora esa edición es interior.
En los últimos libros busqué la música también como una gran pérdida, con la muerte de mi piano (destruido porque tenía comején, como si hubiera sido un mueble más y no la música), para hablar sobre los pequeños fascismos cotidianos, a eso que H. Arendt llamó: “la banalidad del mal”. Con ese libro comprendí aún más, la impotencia de querer tener aquello que ya perdimos: un amigo o la música. La impotencia de ser comprendidos y mucho más, queridos.
Por eso creo que sí escribí fue por imposibilidad de un centro, una fe, un cuerpo, una relación lograda, un amor. Cada libro me llevó por sus vericuetos, porque siempre me importó el libro más que el texto aislado y, aunque creo que ese es un gran defecto, me gustan los trayectos, los paseos durante un tiempo, una zona, no una meta ni un fin.