Pablo Aguirre Andrade, actor quiteño
'Esa mentira de que todos somos abiertos no nos quita lo trogloditas'
Pablo Aguirre cerró anoche una temporada más de Ladies Night (la adaptación criolla de la película The Full Monty) en el Multiteatro, al sur de la ciudad. El personaje que interpreta en esa obra volverá a las tablas –de El telón de Aquiles, en febrero– a través del monólogo, ya no con libreto de Alfredo Espinosa como ocurrió en la versión coral sino con uno que el propio actor escribió y que ha titulado En el nombre de El Papi.
Hace casi un año, Aguirre atendió esta entrevista en el barrio La Floresta, en la casa donde creció, cerca de un mirador desde donde puede ser visto Guápulo. La conversación se refrescó con algunas acotaciones que hizo.
¿Qué censura ha sentido durante su trayectoria escénica?
La de la sociedad en sí, la de un medio mojigato lleno de valores falsos, causada por un complejo de competencia cruel y de atropello a la diferencia, al otro.
Políticamente hubo momentos difíciles, la época de (León) Febres Cordero [Presidente de 1984 a 1988] no fue fácil para el Ecuador, pero debo decir que ha sido un país en el que uno ha podido expresarse, sobre todo en el ámbito del arte. No te callan la boca con la mano de manera brutal, pero hay condenas por ciertas posiciones y obras.
Hay prohibiciones implícitas...
Vivimos en un mundo de inquisidores sueltos, que ya no responden a un organismo oscurantista, sino que están diseminados en la sociedad en su conjunto. Es un problema general, no tiene que ver con ideologías o posiciones políticas frente a ciertos procesos en particular. Se trata de las mentalidades. Entre la corrección política actual y el oscurantismo en que todavía mucha gente vive hay una brecha brutal; la primera no puede ser más falsa y estar más llena de trampas, y el segundo se conserva en muchas formas de pensamiento.
¿Qué formas de pensamiento?
Hay quienes claman por la pena de muerte, el escarnio público... cosas que, en una sociedad civilizada, aparentemente deberían dejar de ser aceptadas. Eso trasciende las ideologías y por eso hay que cuidarse de lo que uno dice. La opinión, por más sencilla que sea, cada día está más desprestigiada, sujeta a la responsabilidad ulterior.
Es inaceptable la censura contra el espacio La Insensata, en Tumbaco, por parte de un grupo de vecinos que aducen que las actividades de ese centro cultural ‘afectan la plusvalía’ del lugar. [El sábado pasado, La Insensata informó que su función de Cantina se suspendía como “medida de protección contra el acoso”]. Es tan inaceptable como la censura a El Santo Prepucio, de Pop Up en Guayaquil.
¿Qué consecuencias tiene ese clima de tensión?
Ese cuidado excesivo que uno debe tener para estar bien con todos es censura. El arte debe ser la expresión legítima, genuina, aunque pueda estar equivocado en sus posturas. No le hace daño a nadie, pero esta mentira de que todos somos abiertos, librepensadores en este mundo no ha impedido que en la práctica sigamos siendo unos trogloditas brutales.
Ocurre que una obra puede cambiar ciertas realidades...
Tiene una injerencia en los sucesos. Pero también creo que el arte tiene el deber de distanciarse de la frívola y descomedida realidad, darle algún tratamiento.
A fines del próximo mes, se estrenará la monólogo En el nombre de El Papi, escrito por el actor.
¿El teatro tiene una dimensión política o debe abstraerse?
No necesariamente tiene que ser dependiente de un propósito específico, pero el punto de vista sobre la realidad, la posición crítica frente a los acontecimientos del entorno y su estructura conllevan lo político. El arte siempre está poniendo el dedo en la llaga, mirando desde otra óptica y generando emociones de esa manera. El teatro siempre puede interpretar la realidad desde una forma particular, desde una dimensión no contaminada; ese es su lado político, que puede ser coyuntural, sí, estar al servicio de causas concretas. Pero esa no debe ser la bandera que lo guíe.
¿Qué trabajo suyo ha tenido un mayor efecto social?
Montamos, con el colectivo Cochebomba, El enemigo del pueblo, un clásico de Henrik Ibsen, quizá una de las obras más representadas de este autor que también es uno de los más replicados en la historia del teatro.
¿Cómo asumieron el riesgo de que una beligerancia coyuntural hacia el entonces presidente, Rafael Correa, influyera en la crítica general al poder que contiene esa obra?
Para que no haya alguna relación con eso –a través del uso del lenguaje, la forma de actuar de ciertos personajes– nos cuidamos de hacer referencias directas, específicas al gobierno. Pero la prepotencia, las formas impositivas o el uso de epítetos como ‘borregos’ era una cosa que calzó perfecto en ese momento.
Y había un acto en el que intervenía el público, en una asamblea convocada por el Doctor Ayora (Dr. Stockmann)...
Pese a que el tema de la obra es un pueblo reflexionando sobre las pugnas acerca de las aguas que contaminan el balneario del que dependen... cuando le dimos la palabra al público inevitablemente dijo: “¡sí, es que Rodas no se qué; Correa no sé cuánto!”. Más que por lo que decían los personajes, su forma de ser hizo que surgiera esa sintonía. El espectador se siente en el derecho de relacionar las escenas con lo que considera se parece a la realidad que viven. Cuando eso pasaba, desvinculábamos de lo real a la obra para que prosiguiera.
¿Esa obra fue censurada?
No. Más bien dio mucho de qué hablar. Pero hubo interpretaciones antojadizas de quienes la consideraron bandera de oposición, por un lado, y provocación en contra del régimen, por otro.
Esta entrevista continuará en la edición de Cartón Piedra del viernes 9 de febrero. (O)