Entregarse a la contemplación en la Puerta al Nuevo Mundo
Si el pastor Martin Luther King hubiese nacido en República Dominicana, la frase sería “mulatto is beautiful”. Las caderas que mecen las dominicanas al caminar llevan encima toda la carga histórica de la llegada de Colón a América, igual que la Puerta de Entrada al Nuevo Mundo, un arco construido en 1493 por donde entró el almirante a la isla “La Española” en sus tres siguientes viajes.
No por nada Cirilo Villaverde escribía ya en 1839 sobre las caderas de Cecilia Valdés -una hermosa mulata que es hija ilegítima de un rico español- en ese libro al que se considera la primera novela de Cuba y una de las obras más representativas de la “cubanía”.
El Caribe es uno solo. Su mestizaje hace juego con su arquitectura, testigos ambos de las inestables y no pocas edades políticas que han vivido sus países, bastiones de las más largas dictaduras, herederas talvez de los corsarios y las coronas.
Horas de -Santo- Domingo
Llegamos a República Dominicana un sábado -6 horas de viaje mediante- en un Hércules, avión pintado de camuflaje que es incómodo y ronco, como Hércules mismo.
El tiempo es corto y los trámites largos. Afuera del aeropuerto de Las Américas nos espera, inalcanzable, la historia rica, riquísima de Santo Domingo, al que tuvimos que conocer el domingo, nomás, domingo de evasión que empezó en la Plaza Juan Pablo Duarte, donde se terminaba de armar la XVI Feria Internacional del Libro de esa ciudad. Pese a todo, era un viaje de trabajo.
Los dominicanos suelen llevar parsimonia al hablar -salvo los que están adiestrados para aturdir a los turistas y la recepcionista del hotel en que nos hospedamos-. Y así, como si la parca viajara en guagua, nos explican que los escritores que se dan cita en la FIL no empezarán a llegar a la isla hasta el atardecer.
Queremos, entonces, conocer el Santo Domingo típico. Preguntado por la noche caribeña. Tanto la recepcionista hiperactiva del hotel, como Frances Pineda, reportera de un canal llamado Telemicro 5, nos recomiendan ir al Adrián Tropical.
Luego de mandarnos al Adrián, Frances, que ha ido a la FIL el día previo a su apertura, nos da la “noticia” de que en Dominicana se baila merengue, pero también habla del “dembow”, ritmo corean Wisin & Yandel, ese que los enloquece.
Se supone que es un lugar donde lo típico se vuelve un espectáculo.
Entonces, decidimos ir. Bajamos por la Máximo Gómez, hasta el malecón de Santo Domingo. Máximo Gómez es uno de los más grandes personajes de la historia del Caribe. El Generalísimo le decían a este dominicano cuando era el jefe de las tropas revolucionarias cubanas en la “Guerra Necesaria” (1895-1898) en la que murió José Martí.
Aunque no es nada que no se vea en Ecuador, no deja de ser curioso cómo ahora está poblada de franquicias transnacionales la calle que lleva el nombre de este prócer caribe que había peleado contra la recolonización española en República Dominicana -apoyada por los conservadores- en la Guerra de la Restauración en su país (1863-1865).
Y así seguimos, por esa calle que en menos de 2 kilómetros tiene un Marriot, un Barceló, un Papa John’s, un Burger King, un KFC, un Pizza Hut, y que en medio de la globalización deja ver un Palacio de Bellas Artes, que según un policía llamado Lebron -como Lebron James, sí-, era la antigua casa de Leonidas Trujillo, “El Chivo”. Es un dato que no he podido confirmar.
Quedan pocas cuadras para que la Máximo Gómez termine, y empiece la George Washington, un límite del sector financiero que tiene por contraparte a la Winston Churchill. La Washington es paralela al malecón que da a Güibia.
Güibia no es un lugar para bañarse. La pequeña porción de arena y los restos de basura que flotan en la superficie no son una bienvenida al mar.
Seguimos preguntando por el Adrián Tropical. El sol pega fuerte en las horas de la tarde. Y las personas que están por ahí, lanzándose la pelota unos, en tórtola actitud otros, señalan que es cerca. Hay un hombre que le restriega a su hija el cabello con arena. Dicen que es para quitarle algo que tiene en la cabeza. Es una limpia de algo que se le había pegado en el mar a la nena.
Y llegamos al Adrián. Resulta que es un restaurante pituco. No era típico, así que nos vamos a ver si nos encontramos un historiador en la Ciudad Colonial. Habíamos visto en Google Maps que cerca de la FIL había un montón de galerías: el Museo del Hombre Dominicano, el Museo de Arte Moderno (donde está ahora la muestra fotográfica de Diego Cifuentes), el Teatro Eduardo Brito... Pero el tiempo apremia y hacemos cálculos: Al día siguiente estaremos en la feria, cerca de todos esos lugares, durante la apertura a la que ha sido invitado el presidente Rafael Correa, el Mashi...
Por otro lado, algo nos carcome: es insano pensar en venir al Caribe y no introducirse en el mar.
Pelotas
Justo afuera del Adrián Tropical hay una cooperativa de taxis. En Güibia nos habían dicho que el balneario de la capital dominicana es Bocachica, una playa pequeña en Santo Domingo Este. Queda pasando el aeropuerto de Las Américas, que ya está en una zona algo retirada.
Hablamos con uno de los taxistas que están ahí. Está dispuesto a llevarnos a Bocachica por 1.500 pesos. En el aeropuerto habíamos cambiado con Santiago, el fotógrafo que me acompañaba, $ 240 por 9.600 pesos. La carrera costaba casi $ 40. Descartamos enseguida la idea de la playa, y les pedimos ir a la Ciudad Colonial (por “solo” 200 pesos).
Entonces otro de los taxistas, uno que tenía cara de estar a cargo, nos preguntó cuánto estábamos dispuestos a pagar por ir a Bocachica.
-1.000 pesos.
-No -dijo con voz áspera, pero algo paternal-, porque tampoco tengo por qué regalar mi trabajo. Allá te acaban de decir que eran 1.600 pesos, pero yo te puedo llevar por 1.300.
Antes nos habían dicho 1.500. Supuse que era una inexactitud casual. Le preguntamos cómo se regresaba de allá y nos dieron a entender que con suerte. La noche anterior, en el hotel, nos habían dicho que no era seguro coger taxis en las calles. Era una recomendación que sonaba a esa noción globalizada del peligro que es menos peligro de lo que se cree. Pero era otro país.
Le ofrecimos 1.200 de ida y 1.200 de vuelta, si es que nos esperaba una hora allá y después nos dejaba en la Ciudad Colonial.
-Usualmente cobramos 1.700 pesos por esta carrera, pero te vamos a llevar para que veas que quiero que conozcan la ciudad- dice el taxista, hasta ahora sin nombre.
Santiago va tirando fotos con la ventana abajo. Y mientras seguimos bajando por la George Washington hacia el este, aparece un pedazo de Ciudad Colonial: un palacete que se encuentra en mantenimiento y donde ondea una bandera de Venezuela. -Eso hacen cada vez que nos ayudan a financiar una obra -dice el chofer, que empieza a hacer preguntas. Y nosotros también. Ahora sabemos que se llama Frank: Nos ha dado una tarjeta suya y nos ofrece conseguirnos unas chicas. Con risa dice: “porque está bien que se diviertan”.
También le hacemos preguntas. Nos interesa saber qué tanto conocen de Ecuador en República Dominicana, donde ese domingo, el Listín Diario -del grupo Corripio- tiene en página completa un aviso de la entrevista a Correa que esa noche transmitirán tres canales de televisión -también del grupo Corripio-. Pero a Frank no le va la política.
Le preguntamos su edad. “Si adivina no le cobro la carrera”. Nos lanzamos: 45, 51... “Van a tener que pagar. Tengo 57”. Eso quiere decir que es un ‘veterano’ de la dictadura de Trujillo, caída en 1962. Parece toda una fuente de información: Él ha vivido el proceso de democracia dominicano. Puede hablar, no tanto de Juan Bosch, pero sí de Joaquín Balaguer que, en el último medio siglo, fue presidente durante 26 años en 7 períodos no consecutivos, ganando elecciones muchas veces cuestionadas por su transparencia.
Fue por Balaguer que se decidió, en 1994, que un presidente solo podía reelegirse en una ocasión y retirarse un período si quería volver. Leonel Fernández, que no pudo lanzarse en 2012, se prepara para 2016, según el presentador de televisión y entrevistador Huchi Lora.
Pero de vuelta al taxi, Frank habla poco sobre eso, solo tenía 7 años cuando asesinaron a “El Chivo”.
Nos pregunta por nuestros nombres. Cada vez que alguien me los pregunta, les digo “José Miguel Cabrera, como el beisbolista”. Talvez es un intento inútil de cuadrar en un país donde se juega pelota en diamantes. Pero Frank no para de hablar de béisbol y nos cuenta que República Dominicana tiene los mejores jugadores.
No es un mero discurso de orgullo nacional. Recién el día anterior, el sábado 20, la selección dominicana de béisbol ganó del Clásico Mundial, donde el equipo, lleno de estrellas de las ligas mayores, despachó a dos monstruos de este deporte, como Venezuela y Estados Unidos, y le ganaron en 3 ocasiones al otro finalista, Puerto Rico.
“Los jugadores se van del país porque los estadios les quedan chicos”, dice Frank. En esas seguimos, hasta llegar a Bocachica.
Pura boca
Al llegar, un mesero, de uno de los comedores que hay por ahí, se acerca como un buitre.
Nos interesa, por ahora, la playa. Pedimos dos cervezas y nos sentamos a lado de un grupo de dominicanos, que incluye también al primer mestizo con el que hablamos en este viaje.
Se llama Segundo Fajardo. Es un ecuatoriano que vive en Nueva York. Está casado con una dominicana que se fascina con la cámara de Santiago. Unos 20 minutos después, la pareja y su grupo se levantan fastidiados: su cuenta suma 1.000 pesos de más. “Puedo ser negra, pero no tonta”, dice la esposa de Segundo. Es mal presagio. Nosotros ya hemos pedido nuestra cuenta, muy medida.
-La plata no es problema -se apura a decirnos-. Es el abuso.
A nosotros nos pasó lo mismo. El pescado que se comieron Santiago y Frank (que lo invitamos), nos lo cobraban por libras, en las que se incluían los huesos y la dificultad que implicaba comérselo.
Los patacones -que en el Caribe se llaman tostones- que venían en el plato, ellos los cobraban por separado...
La cuenta es de 4.000 pesos. Son $ 100, en un almuerzo que no vale la mitad -lo que habíamos planeado, según el menú que nos dieron-.
El nombre de Bocachica es un augurio: esa pequeña playa -que un rompeolas en semiluna convierte en una triste piscina-, no vale mucho la pena, es “pura boca”.
No obstante todo -como escribiera alguna vez Sucre a Bolívar-, el Caribe es hermoso. Ver ese azul profundo desde la carretera -y saber que es una isla rodeada de mar- da la misma sensación de placer que produce el encierro cuando la lluvia golpea el vidrio de las ventanas.
Sin embargo, esa imagen se desvanece un poco azotada por una versión real de sí misma: la lluvia se desata en Santo Domingo, y por el cristal vemos cómo la segunda parte del viaje con Frank, a la Ciudad Colonial, se hace humo.
Desde la mañana de ese domingo, no hemos tenido noticias de los otros periodistas con los que viajamos, ni ellos de nosotros. Bajo la puerta de nuestra habitación, una nota dice -parafraseo-: Les recordamos que es imposible que se separen de la comitiva presidencial.
La leo, y pienso en lo imposible y en una discusión que sostuve a los 7 años con mi hermana de 10, que en medio de una polémica de conceptos por alguna causa pavota que ya no recuerdo, me decía, con un dedo acusador: “puedes, pero no debes”.
Colonia
En la noche, acompañamos al presidente Correa a la entrevista con el Listín Diario. Y ahí mismo llegó la ocasión de conocer los restos coloniales de la ciudad más antigua del continente, fundada en 1493 por el propio Cristóbal Colón.
Esa historia es evidente en la Ciudad Colonial, donde nació Juan Pablo Duarte, uno de los 3 padres de la patria. Casas de piedra blanca se alzan por la zona que, encerrada en murallas que cuentan siglos, tiene almenas y cañones ubicados en puntos estratégicos frente a la playa, para enfrentar a los corsarios.
En varias ocasiones, corsarios, piratas y filibusteros tomaron posesión de algunos sectores de la isla, sobre todo de Haití, que a su vez se apropió de República Dominicana durante 20 años en el siglo XIX (1822-1844).
El recorrido era guiado por Samuel Bisonó, un ingeniero químico que ahora se dedica a guía turístico. Resalta el hecho de que la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) fue creada mediante bula papal, por aquella disputa que tienen con la Universidad de San Marcos, de Perú, que argumenta ser la más antigua porque no existe un registro de la corona española sobre la creación de la UASD.
Bisonó señala con el dedo el hotel Occidental El Embajador, donde -parafraseo- Al “Pasino” se tomaba un café con Lee Strasberg (Hyman Roth), en el rodaje de “El Padrino II”, en las escenas de Cuba.
Cuenta el guía además que La Española, fundada como La Hispaniola, era el paso de los cargamentos de tesoros desde el nuevo mundo hacia España. “Por aquí seguramente pasó el tesoro de Atahualpa”, dice, mientras nos acercamos a la cantera, una hondonada formada por la explotación de piedra utilizada para la construcción desde el siglo XV.
Por ahí hay un edificio que fue la casa del propio Colón. Y más allá, en una plaza grande que tenía cara de que por ahí estaba el palacio presidencial, asoma la Puerta de Entrada al Nuevo Mundo.
Por esa puerta entró el origen de nuestra historia latinoamericana. Napoleón debió haber sentido algo parecido cuando, de campaña por Egipto, les decía a sus soldados que “desde lo alto de estas pirámides, 40 siglos nos contemplan”.
H¡Ay!tí
Pese a que Haití, el país más pobre del continente, hace ver a su vecino República Dominicana como un país de bienestar, la desigualdad social en la nación dominicana es evidente. En la FIL, ubicada en una de las zonas más desarrolladas de Santo Domingo, mucha gente se acerca a mendigar.
Por ahí anda José Luis Corripio. De una piel tan blanca que sugiere algo de albinismo, este personaje es conocido popularmente como Pepín, y es dueño del Listín Diario, además de Teleantillas, Coral y Telesistema, los canales que entrevistaron a Correa.
Corripio acaba de salir de la presentación de “Ecuador: De la banana republic a la no república”, y mientras se dirige a su auto, un corro de dominicanos se le forma alrededor, y se empiezan a pelear entre sí por la limosna que Pepín, que es halado de los brazos y pierde el equilibrio -sin inmutarse ni un poco-, les pueda dar. Diez minutos después de que se ha ido Pepín, dos de los sujetos que le pedían dinero siguen gritándose.
Los periodistas en República Dominicana preguntan cuánto ganan sus colegas ecuatorianos. “Si tienen título, $800”, les decimos. Y una de ellas -Sorange, creo que se llamaba-, de no más de 25 años, codeaba a otro y le decía: “¿Viste?” Hablan del 30S, de los contratos con las petroleras, preguntan por la libertad de prensa. Saben, en suma, del proceso político de Ecuador.
Y si bien la desigualdad se siente en Santo Domingo, el panorama en Haití es deprimente. La precariedad consume la capital, Puerto Príncipe, donde se siente un aire enrarecido -talvez es solo la sugestión que produce estar en el país del vudú-.
La prensa y la gente de a pie se ha arremolinado en el fuerte militar ecuatoriano en Artibonite (tres horas al norte de Puerto Príncipe), donde Correa y Michel Martelly, presidente de Haití, se reúnen a ver la presentación del programa de reconstrucción que lleva el Cuerpo de Ingenieros del Ejército en ese país.
Sabiendo que en Santo Domingo la prensa estaba enterada, le pregunto a uno de los colegas haitianos, Alexandre Pierre Richard, qué opina de Correa. “Es un gran presidente”, me dice, en un inglés extraño, igual de difícil que el mío. Por qué, le insisito. “Por lo que nos está dando”. ¿Y conoces de la gestión del gobierno en Ecuador? “No”.
Las calles están llenas de carros que no paran y pitan sostenido sin bajar la velocidad. Ir por Guayaquil en bicicleta es sencillo al lado de Puerto Príncipe, capital del primer país del mundo que abolió la esclavitud.
Y la miseria se ve al pasar en casas de la capital, que no son mejores que las de los pequeños pueblos que se forman al paso en las carreteras ecuatorianas. La gente vive cada día. Y aquello no es nuevo, ni siquiera es consecuencia sólo del terremoto.
Bisonó, el historiador dominicano, habla del rechazo haitiano a integrarse a la dinámica comercial de sus vecinos, y que la visión histórica de Haití sobre la identidad ha sido un rechazo plano a la cultura occidental, una especie de nacionalismo infantil. “A que les den todo, a eso se han acostumbrado”, dice.
Nos cuenta de los choferes dominicanos que han muerto al cruzar la frontera con sus camiones cargados de suministros. El viaje es un poco tenso: todos han escuchado de la inestabilidad, la violencia, y la ocupación del ejército pacificador de la Minustah.
Y el panorama, donde se puede ver a gente bañándose en agua empozada, otros que gritan en la calle como si fuera uno de los escandalosos mercados árabes de las películas de Hollywood, y donde al parecer, los minusválidos han desaparecido porque, como dijeron los analistas, luego del terremoto no podrían sobrevivir... Ese panorama, decía, es un poco como un chantaje emocional, como ese argumento fastidioso de la madre que presiona a su hijo para que coma el brócoli porque hay gente que no tiene qué llevarse a la boca.
El regreso a Ecuador es un regreso feliz.