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El Telégrafo
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En Quito sonó la dulce estridencia de John Zorn

En Quito sonó la dulce estridencia de John Zorn
16 de junio de 2013 - 00:00

Creo en los marginados, los individualistas, gente que cree en sí misma y es capaz de ser fiel -de una manera mesiánica- a sus ideales contra todo pronóstico. Y créeme, cada día me atrapan voces tormentosas de gente que dice en mi oído "quizá estés equivocado". Pero la gente que supera eso es la que de verdad hará diferente el mundo. Siempre será un número pequeño y yo he aspirado a estar entre ellos. Pienso en la gente que admiro, como Jack Smith, quien vivía en un piso pequeño cerca de aquí en la primera avenida, y murió de sida hace 10 años. Trabajé unos 8 años con él a finales de los 70, ayudándole con sus representaciones teatrales a las que no acudían más de 10 personas. Y también pienso en John Cage, que no consiguió una comisión para orquesta hasta que tuvo más de 50 años. Cuando tenía 46, aún trabajaba como lavaplatos. Pienso en eso y digo "esos son los modelos a seguir". Y si yo puedo inspirar a alguien, entonces la cadena no se rompe, y eso, para mí, es estupendo.
                                                                                                                                              John Zorn

I: Alter

Sin temor a equivocarme, puedo afirmar que John Zorn es uno de los compositores e intérpretes de la Era Inusual de la Música que ha hecho dar una vuelta de tuerca a esa maquinaria de innumerables engranes multiformes llamada free jazz y/o experimentación e improvisación sonora de finales del siglo XX y la década -casi “y media”- que cuenta el XXI.

Aunque por lo general uno se conecta con la música de manera abstracta y atemporal, considero importante situarse en esta especie de encabalgamiento de centuria para comprender mejor los senderos de los que viene  la afluencia del bagaje sonoro con que se nutre la visión artística de Zorn.

Así, se entiende también que, aunque lo parezca, su trabajo no es producto de alguna genialidad innata, sino de una asimilación genuina del plasma sonoro generado por figuras clave a lo largo de la historia de la música, figuras que no se relacionan precisamente con el sentido de improvisación, como es el caso de algunos compositores de música clásica, de hardcore, de rock, de soundtracks para películas y videojuegos, e incluso para las cortinillas de caricaturas.

Este material, aunado a la senda encaminada por Albert Ayler, Anthony Braxton, Peter Broetzmann, John Coltraine, Miles Davis, Charles Gayle y Charlie Parker -solo por mencionar algunos de los músicos que, por asociación de ideas  y a causa de la reminiscencia esencial de su obra, considero más cercanos a Zorn en tanto intérprete de distintos instrumentos de viento-, así como las composiciones de músicos como Philip Glass, John Cage o Karlheinz Stockhausen (estos dos últimos, autores que el propio Zorn identifica como influencias más fuertes), funciona como  una especie de caldo de cultivo del que John Zorn ha sabido tomar lo necesario y agregarle los elementos que caracterizan ese ímpetu suyo dirigido al sentido más amplio de la palabra “arriesgue”.

Él mismo, al ser cuestionado hace años sobre el propósito de sus piezas, explica: “Sé que parece que cada cosa que hago es un reto, pero lo más importante de este reto es que es honesto: no trato de hacer algo diferente sólo porque es diferente; lo hago porque lo siento”.

He ahí el secreto de la particularidad en las composiciones de Zorn: antes que otra cosa, es un artista que dialoga consigo mismo para saber a dónde llevarse, para guiar el impulso y el instinto creativo sin hacerle el juego a la industria mercadotécnica, en cuyo afán por llenarse de montones de dinero, “educa” a la gente para hacerle decidir lo que debe comprar, lo que corresponde a una etiqueta, a un género de música fácil de digerir.

Desde 1980, Zorn ha producido y colaborado en casi 200 grabaciones discográficas derivadas, en principio, de su trabajo como solista, y más adelante, de ensambles conformados por distintos músicos, cuya participación aporta un ingrediente  específico, dependiendo de la forma y estilo de cada proyecto.

Para dar una identidad ajena a la producción en masa y difundir esta diversidad de texturas y aglomerados sonoros, John Zorn funda, en 1995, Tzadik, en principio un sello discográfico en el que poco a poco confluyen presencias literarias, audiovisuales y cinematográficas,tanto de casa como de artistas invitados que comparten el gusto por la búsqueda de cierto elemento de autenticidad que radica en la visión del outsider.
¿Y qué mejor resguardo para ello que una insignia como Tzadik?

Sería inocente pensar que Zorn eligió ese símbolo por mero sentido de lo estético, cuando sabemos que estamos frente a un hombre que vive leyendo, investigando, asombrándose con descubrimientos históricos y filosóficos, y sobre todo, consciente de su origen judío.

Tzadik es una letra hebrea cuyo significado místico tiene varias acepciones que remiten a la cosmogonía, la semántica filológica y la que habla del significado de su forma aplicada al mundo, que yo relaciono con la visión de Zorn: El poder consciente de realizar un potencial/ La fuerza de vida de la Creación, “corriendo” hacia su fuente en lo Alto/ La fuerza de vida que regresa  hacia abajo.

Creo que todo esto se refiere a la firme convicción de Zorn de convertirse en una partícula activa en el mundo, que se muestra inconforme ante la pasividad del inconsciente colectivo y que dice, para mí, que su forma de reaccionar ante la manipulación masiva es retomar el caos para transformarlo en esencia creativa a partir de la constante reconfiguración de los signos que intervienen en la construcción musical. Esa es mi lectura del significado de Tzadik y de la elección de Zorn de ella como insignia.

II: 130 decibelios

Creo que cuando uno escucha este tipo de ensambles, uno entiende que los límites para experimentar con los sonidos que configuran cualquier pauta musical se encuentran solo en la capacidad del ejecutante y del oyente para asimilar la intensidad a punto del dolor auditivo como médium del éxtasis, del ritual catártico que, al experimentarse durante los conciertos, consiste en percibir cada onda sonora y dejarla atravesar el cuerpo sin resistencia, generando en él una vibración calórica y estertores musculares que por lo general transforman el torrente nervioso en una multitud de sensaciones que se igualan en intensidad al conjunto de sonidos que la generan, derivando, finalmente, en gritos o estridencias guturales que buscan conectar con la estridencia del ejecutante. Estridencia, ruido, caos, guturalidad, tonos altísimos de voz, de saxo o de piano: armonía.

Zorn reacciona ante la manipulación masiva retomando el caos para transformarlo en esencia creativaEl trabajo de John Zorn radica en la conjunción de estos y otros elementos, como dije antes, dependiendo de la intención de cada proyecto: un collage alquímico de sonoridad indefinible… Aunque imagen hiperbólica, si tomamos en cuenta a todos los músicos que han colaborado con Zorn, visualizando la naturaleza del instrumento que ejecutan y de alguna manera encarnan, creo que la exageración no es tanta cuando pensamos en la variedad de composiciones para solos, dúos, tríos, cuartetos; ensambles en los que convive lo acústico, lo eléctrico, la mezcla de ambos, injertos de efectos sonoros para radio, televisión o cine; la sutileza de algún coro, o la violencia de un grito: la contraposición y la armonía para crear o deshacer atmósferas.

Por supuesto, este proceso no depende solo de Zorn, aunque él componga y dirija. No hay que olvidar que es indispensable la apropiación, por parte de los músicos, de la “idea” lanzada por el compositor, y la interacción en el momento justo de dar vida a la partitura es el rostro verdadero de la pieza; rostro que, por cierto, nunca es el mismo, dado que varía cada vez que es interpretado.

De hecho, una de las riquezas principales de Zorn y los músicos que suelen colaborar con él es que, además de las versiones de estudio, hacen versiones en vivo, siempre con una particularidad específica; algunas de ellas inconfundibles: las voces de Mike Patton, Yamataka Eye; la guitarra de Marc Ribot o de Fred Frith; la batería de Joey Baron; la percusión de Cyro Baptista; la intervención electrónica de Ikue Mori o de Otomo Yoshihide; solo por mencionar los que relaciono en automático.

Sería apabullante nombrar no solo a cada uno de los músicos que han participado en cada ensamble, sino enlistar los títulos que conforman cada colección de Tzadik. Baste con saber, por ejemplo, que existen entre 5 y 25 títulos que conforman cada una de ellas.

Puede ser exhaustivo para algunos, pero necesario para otros: en cada proyecto se configura una identidad, una intención, una inquietud y una naturaleza propia; revela la multiplicidad de rostros que guardan la belleza en sus lados más ásperos y misteriosos. Varios de estos trabajos implican homenajes o reinterpretaciones de la obra de escritores, cineastas, compositores, filósofos y ocultistas con los que no comulga el común denominador de la población.

III: Moonchild / Templars in Sacred Blood

Es la primera vez que tengo la oportunidad de escuchar un ensamble dirigido por John Zorn en vivo y en directo.

Como parte de la gira que ha organizado para celebrar su 60 aniversario (nació hace casi sesenta años, el 2 de septiembre de 1953, en Nueva York), Zorn está de visita en Quito para presentar, en el Teatro Nacional Sucre, Templars in Sacred Blood, disco editado el año pasado junto con el ensamble de Moonchild, que esta vez está conformado por Mike Patton en la voz, Joey Baron en la batería, Trevor Dunn en el bajo y John Medeski en el órgano.

No sé cuánta de la gente que hoy está aquí ha visto antes a John Zorn, pero yo, al menos, estoy ansiosa por abandonarme a la anarquía sonora. La luz en el escenario es una sombra ultramarina. Las luces blancas que iluminaban las filas repletas de gente desaparecen, y mi corazón salta al ver ocupar su puesto a cada uno de los templarios, anunciados por John Zorn. La liturgia comienza.

El bajo y la batería van abriendo líneas gruesas para dar paso a la voz de Mike Patton, una voz que grita anunciando la llegada de los templarios a una ciudad que calla para oírlos entrar.
Una vez impuesta la presencia de cada uno de los instrumentos, la atmósfera gira y se encamina al suspenso, a una invocación oratoria en la que se mezcla el francés, el inglés y la vibración metálica de la batería, que hace guiños con el bajo.

De pronto siento que atravieso un pasillo apenas alumbrado por algún destello ámbar: el teclado suelta la dulzura de sus acordes, apenas cepillados por la batería, que poco a poco entra golpeteando el sendero marcado por el órgano, cuya intensidad se eleva junto con la voz cuando Patton efervesce de vocablos incomprensibles, estridentes, que se encienden junto con la acometida babilónica de sus acompañantes. Emerge un cántico en latín, intervenido de pronto por alguna paráfrasis en inglés y después subida de tono, desmembrando las palabras, pero sostenido por la base súper armónica del teclado, el contra de la batería y el bajo.

Los remates entre la batería y la voz suben la tensión, para que, en medio del nudo, se haga un breve silencio y entre el bajo con el teclado, dulcificándolo todo otra vez. Pero tanta dulzura empalaga y es entonces que entra el elemento eléctrico del bajo y la sección metálica, brillosa de la batería, haciendo contragolpes y fraseos para dar cabida a los juegos vocales que remiten al hardcore de Patton, contrapunteando altos y graves, profundísimos estertores y aullidos que definitivamente nos ubican en alguna cámara de ultratumba.

Este trío de intensidad deriva en una especie de narración de viaje al inconsciente, de un espíritu que experimenta alguna transformación esencial y matérica que cambia de intensidad y densidad: la batería sostiene una base rítmica de rock, pero los atributos de variación que otorgan el bajo y el teclado son de agilidad cercana a la danza de este ser que va al encuentro con algo muy luminoso.

Sin embargo, una fuerza invocada por los gritos de Patton y secundada por los contrastes rítmicos sostenidos entre el teclado, el bajo y la batería, parece correr, saltar, elevarse y de pronto frenar para subir de nuevo, y, otra vez, en el momento más vertiginoso, detenerse y descender hasta el espacio de la oscuridad vocal, de esta invocación hecha por Patton para guiarnos al final del viaje, a la estrangulación del sonido, a la reverberación del caos en las notas más bajas.

Esa fue la despedida: la entrada del bajo en lo más bajo de sus cuerdas, donde, entre cada una, se destilaba la voz en su visceralidad bestial, entrecortada por los latigazos de la batería, o los lengüetazos del teclado, creando un diálogo entre grito, invocación oratoria en latín e inglés, y destellos de guturalidad sostenida por el bajo, perseguida por la agilidad del teclado, reforzada por el golpeteo de la batería, haciendo de esta invocación de energía, una energía sola, que culminó en el mantra del Santus, Santus, Santísimus, Santus, Santus, Santísimus, Santísimus, Santus, Santus, Santísimus, Santus, Santus Santísimus…

Por supuesto, hubo tiempo para un encore, en el que Zorn salió al escenario para dirigir una breve e intensa pieza donde Patton, Baron, Medeski y Dunn provocaron un terremoto de catarsis sonora. Por supuesto, yo salí flotando.

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