El veneno dulce de Polanski
En el arte nuevamente se impone la experiencia, la madurez, lo clásico frente a la vanguardia frívola de ‘el siglo de la Internet’: la película The ghost writer de Roman Polanski, así lo confirma.
Ya la crítica mundial se ha encargado de enlistar las virtudes tanto del director como del filme, entre ellas: que sus diálogos son plenos de hondura, sarcasmo y lucidez, que la edición demuestra oficio narrativo, que la tensión de la historia no cede y seduce de principio a fin, que la dirección de actores lleva el cuño de un maestro del suspenso, que la elección de los papeles no pudo ser más acertada (aunque Pierce Brosnan podría ser puesto en entredicho).
Abreviando, la película cuenta cómo una poderosa editorial contrata a un escritor para que redacte, edite, reescriba las memorias del primer ministro británico (Pierce Brosnan/Adam Lang). Sin sospechar que esta misión le llevará al inocente escribano a entuertos que se conectan con ventas de armas, crímenes políticos, tortura, secuestro y conspiración.
Faltarían cuartillas para enumerar las bondades técnicas y estéticas de la cinta The ghost writer (El escritor fantasma).
Sin embargo, enrumbaré por un camino adyacente a la técnica cinematográfica, pero que cuece la atmósfera del filme: los detalles narrativos, ‘marca de fábrica de Polanski’.
Para empezar: la música incidental del filme, cargada de resonancias, connotaciones, una voz narrativa que se suma a la historia. No podría ser de otra manera, Polanski impone sobre el celuloide la banda sonora compuesta por Alexandre Desplat (París, 1961), una partitura acechante y asechadora, la flauta y la percusión marcan la marcha de la tensión, de la intriga.
La banda sonora del compositor francés cierne las sospechas y la duda en cada cuadro, el director la usa con mesura y en puntos capitales de la trama.
Continuando: no podría dejar de mencionar el momento cuando ‘el escritor fantasma’ (protagonizado por Ewan McGregor) halla debajo de su cama las pantuflas que hubieron de pertenecerle al primer escritor fantasma, ya muerto y en circunstancias inciertas.
Allí, el humor negro de Polanski, una pista-objeto que enlaza los cabos narrativos, y esa obsesión del cineasta por hurgar en esos detalles que significan la ausencia y fragilidad del ser humano, y que siguen parlantes y vivos a pesar de su quietud. ¿Recuerdan el diente que aparece como joya narrativa en la película El inquilino?
Las atmósferas de El escritor fantasma—maestría y potestad de los estetas— son apabullantes. A los 78 años de edad, luego de probar una carrera de prestigio, Polanski seduce al espectador con una colección de ambientes que envuelven sentidos y pensamientos.
Nuevamente sus personajes se hallan inxiliados: recordemos los filmes Cul-de-sac, Luna de hiel, El cuchillo en el agua o Repulsión, donde están retirados en peñascos, recámaras, barcos o botes.
Esta vez, los personajes de la película se alejan hasta una isla, donde el primer ministro ha trazado las coordenadas de su moderna residencia, cuyo confort se contradice con el paisaje agreste y gélido de los exteriores. La lluvia, el viento, un mar que parece el filo de una navaja, van dibujando la meteorología emocional de los personajes.
Detalle sutil que Polanski brinda en el tramo final de la cinta: las hojas de papel, donde están escritas las memorias del político, volando en la brisa vespertina, en una calle de Londres.
Y es primoroso el detalle, pues el papel, la página, es cuerpo y textura primigenia para los cimientos de una historia, elemento natural donde el escritor cifra el castillo de la palabra.