El tiempo y la feminidad van a las tablas
Cristina Morrison y Rossana Iturralde pusieron en escena “La edad de la ciruela”, el pasado fin de semana, en la Sala Zaruma del Teatro Sánchez Aguilar (TSA). Acaso era una fecha ambiciosa: al mismo tiempo se presentaban en otras salas de Guayaquil, incluso en el mismo TSA, obras que levantaron expectativas y movieron a la gente al teatro.
Mientras el Centro de Arte (TCA) ponía “Cock”, obra que se volvía a presentar, Teatro Ensayo Gestus hacía en el MAAC un homenaje al centenario del natalicio del dramaturgo cubano Virgilio Piñera con el montaje de “Falsa alarma”, obra temprana de la corriente del teatro del absurdo en América Latina; y finalmente, en la Sala Principal del propio TSA, se realizaron las exhibiciones de “Frankenstein”, de Daemon, que generó altas expectativas en medios y redes sociales, y se repetirá este fin de semana.
Iturralde y Morrison, de la compañía Tragaluz, volvían a montar este texto del fundador de Malayerba, Arístides Vargas. “La edad de la ciruela” ha sido representada por distintos grupos en varios países. Pero Tragaluz la tiene como obra emblemática: la ha puesto en escena intermitentemente en los últimos 15 años. Algunas veces en festivales teatrales a nivel iberoamericano.
La representación, en la que domina un tono cómico, gira en torno a las anécdotas que un par de hermanas empiezan a contarse cuando vuelven a la casa de su infancia. Y poco a poco se revelan las historias de las mujeres de esa casa, y las actrices dejan a un lado la narración para encarnar a distintos personajes, todos femeninos.
Nos engaña al principio: creemos que estamos ahí solo para reír, desde las escenas iniciales, con los primeros personajes, que cuentan historias graciosas, con movimientos exagerados que recuerdan a los filmes en blanco y negro de Chaplin (gestos que se aceleraron más aún al ser convertidos a 30 cuadros por segundo para la TV). Pero al final de cada historia queda un clímax desolador: una de las tías se cree un ángel, pero termina su parte sumida en una congoja existencial: sus alas las lleva en la espalda y sufre porque no se las puede ver.
Conmueven también las abuelas que viven en una relación de amor y odio simultáneo. Se quieren, pero en el pasado compartieron marido (al que llaman “el tímido”). Y en franca oposición, en evidente necesidad de la una por la otra, parten al final de su escena en un tándem de dos manubrios que apuntan en direcciones contrarias, tomando un camino que se pone a cuestas, como han tenido que vivir toda su vida.
Y es que la manera de aproximarse a la obra ha variado con los años. Si bien al evocar al pasado se lo puede observar bajo la mirada de una temporalidad pertinente, su carácter de sutil denuncia feminista tal vez ha perdido peso en tiempos en que las luchas por la igualdad de género han tomado otros matices.
“La edad de la ciruela” jamás perderá fuerza como reflexión sobre el tiempo. “Es el tiempo quien ha hecho tanto daño a las mujeres de la casa”, razonan las protagonistas, en su forma de niñas, consternadas por la muerte de una rata a la que en bautizo post mórtem llamaron “Ciruela”, como el fruto que se arruga al madurar y le da título a la obra.
El texto llega a fin cuando, en un juicio que le plantean al propio tiempo, las protagonistas deciden que no lo pueden matar y lo sentencian a ser detenido. Que, eso sí, no dejará de ser nunca un problema existencial. De las mujeres.