El Seseribó ya se coloca en el salón de la Historia
La noche arrancó con roces insinuantes de piel; la intensidad del ritmo provocaba que en los cuerpos de quienes se bamboleaban en la pista se deslizaran pesadas gotas de sudor que -marcadas por un ritmo mutuo- bañaban a las incansables parejas.
Sobre el piso de piedra y madera menguaban las últimas piezas y pasos de baile que sonarían y se grabarían allí. La nostalgia en los rostros de quienes ingresaban a la que fue la salsoteca más popular durante 30 años en Quito, se transformó en alegría cuando la música retumbó en las paredes morada, turquesa y roja, que envolvieron la fiesta final del Seseribó, la noche del viernes.
Las mesas de madera ubicadas en los extremos lucían llenas por momentos, cuando los bailadores optaban por descansar hasta que la música volviera. Tragos fuertes y dulces rodaban entre manos masculinas y femeninas, jóvenes y mayores que, en medio de la danza, se mezclaron en una bruma musical desinhibida. La fricción de los cuerpos cada vez era mayor, en espacios cortos o angostos; y es que la excitación de la última pieza se transformaba en la droga necesaria de la que todos intentaban sacar la mejor dosis. Se veía, en cada pareja, dos cuerpos aferrándose a los movimientos excitantes que les procuraba, al parecer, un delicado placer de fluidez carnal que necesitaban para existir.
En un extremo de la pista, unas piernas de piel canela, largas y contorneadas, sobresalían de una pequeña falda negra, mostrando sus acentuados músculos con cada impulso de cadera, que moldeaba su figura suavemente sobre unos tacos negros que, a la vez, la elevaban del piso al menos 10 cm. Tras la mirada atenta de los “buitres” de siempre, armoniosamente sus pies se entrelazaban con cada vuelta, cuyos giros hacían ondear su cuerpo.
La mujer -con una blusa transparente y el cabello largo recogido- cerraba los ojos cada vez que alguna canción la estremecía y sus labios ensayaban la frase del sonero mayor, Héctor Lavoe: “Tenemos que recordar que no existe eternidad/ como el lindo clavel/ solo quiso florecer y enseñarnos su belleza/ y marchito perecer”.
Esto, mientras sujetaba con la misma mano un pequeño vaso de tequila y un cigarrillo cargado de labial rojo. Un sentido de inmortalidad envolvía a los bailarines. Los angostos corredores -semioscuros e inmunes a las miradas- del lugar eran cómplices de algunas parejas que entregaron sus cuerpos al ritmo de las caricias luego de un desaforado baile, todo mientras se escuchaba la canción “Un verano en Nueva York”. Unas sigilosas manos se deslizaban por el cuello de una mujer que vestía pantalón y chompa de cuero, y que pese a los intermitentes besos de su pareja, no dejó de mover los pies.
En la pista o fuera de ella se observaban manos que bajaban por suaves espaldas hasta llegar a la cintura, y moría antes de convertirse en caricia.
Muchas historias florecieron en este rincón lleno de cuadros y recuerdos de artistas. Más de un amor surgió e interminables penas y sufrimientos acababan consolados en manos y labios de otras parejas.
El sendero que existe en el ‘Sese’, como también se llama al sitio, es bien conocido por sus asíduos clientes. En las paredes hay cuadros que retratan a multitudes entregadas a una sola pasión, a un mismo vicio, la salsa. Un vicio que le pertenece a varias generaciones que aquella noche revivieron a través de la salsa.
Allí, en el bar, hay un extenso dragón -un resquicio de multiculturalidad- hecho de papel verde colocado sobre el techo que evoca la desenvoltura necesaria para ingresar, sin poses, sin timidez, porque una fiesta en el ‘Sese’ no admite rezagos de pudor.
De vuelta a la barra, un grupo de mujeres intentaban retomar energías y mientras pedían un trago, se quitaban sus abrigos y dejaban al descubierto sus hombros. Cierta desnudez era necesaria para bailar ese ritmo, porque tan solo el roce de las manos no era suficiente, sino la cercanía de los cuerpos que necesitaban complementarse para bailar como si fueran uno solo.
Los hombres tímidos, arrimados en las paredes, solo necesitaban de la salsa adecuada para aterrizar sus manos sobre las finas líneas que figuran caderas y cinturas de mujeres que, al igual que ellos, buscaban una pareja.
Los DJ’s que vivieron esa vida bohemia, al otro lado de la pista, escogiendo la música de cada noche, podían dar fe de ello; llegaron para poner cada vez las canciones eternas que se bailaron en treinta años.
En aquella rumba del ‘Sese’, “Bethsa, la chica del viernes”, como todos conocen a la Dj, llevaba un ceñido vestido blanco, zapatos altos, cabello negro y siempre un trago en sus manos. Ella estuvo detrás del vidrio en el pequeño cuarto decorado con cientos de cd’s y discos de acetato, ordenados alfabéticamente, dispuesta a encender el fuego de esa fiesta con salsa.
Como si se tratara de una guarida clandestina, tan solo una pequeña lámpara iluminaba las consolas sobre las cuales muchos DJ’s pasaron noches y madrugadas. Algunos de ellos recuerdan que llegaron por necesidad económica, como Luigi Rota, quien ocupó ese lugar poco iluminado pero privilegiado, y se enamoró del poder de manejar la música y provocar el movimiento que hace que los cuerpos se acerquen más y se junten en un baile que, en muchos casos, fraguó un matrimonio o una amor libre.
Rota aún recuerda cómo años atrás la consola solía recalentarse y silenciarse. El remedio era darle aire unos segundos para que volviera a funcionar y la fiesta siguiera. Cuenta también cómo cada jueves era el día de los bohemios, para los que se entregan a la noche sin pensar en el día, “con ellos se podía ser más atrevido en la música”, cuenta.
La energía parece no agotar a nadie que baile salsa, por momentos únicamente se necesita algo lento para atenuar los ánimos. Esa noche hasta los extranjeros más tímidos se atrevieron a salsear y moverse. Pero como el tiempo del amor no vuelve más, los añejos lugares tampoco lo hacen, y el Seseribó guardará aquellas melodías que ni cesan ni expiran recordando, no obstante, que al final no existe eternidad. como decía un ronco Héctor Lavoe.