A propósito del concierto previsto para ayer en quito, refrescamos apuntes sobre el más reciente filme de la agrupación
El rock de Metallica, como la banda sonora del apocalipsis
Hablemos de fuego. En el clímax del filme, Dane DeHaan (el actor que hace de Jesse en la serie de HBO In Treatment), quien trabaja como roadie para su metalera banda favorita, debe enfrentarse –solo y en medio de una ‘misión’ que lo ha sacado del coliseo en el cual Metallica está tocando– a una muchedumbre enardecida y violenta. Lo que decide hacer, ante el inminente linchamiento, es bañarse en gasolina, prenderse en llamas y lanzarse a golpes contra la horda que hemos visto batallar –en una especie de huelga devenida en guerra civil- contra la policía. Broncas y más broncas. Por si esto fuera poco, enseguida (sin que se muestre la resolución de la ardiente puñetiza) debe pelear contra un jinete apocalíptico experto en enlazar gente con sogas y colgarla de postes de luz. El jinete ahorcador está además enmascarado y nos recuerda más a una película de terror protagonizada por sádicos sin rostro.
Mientras todo esto sucede, Metallica ruge en el escenario con su tema más conocido (y que aún sigue siendo una gran canción para mover la cabeza): “Enter Sandman”. Y el muchacho, de repente, cuenta con la ayuda de un gran martillo para enfrentársele… ¡Oh, Thor!
El director de lo que ‘The Village Voice’ llamó –en ese tonito vendedor de las contratapas– “la más envolvente película de concierto jamás hecha” es Nimród Antal, un cineasta dedicado a varios géneros fílmicos que podrían encuadrarse, en su caso particular, como acción.
La banda nació en la década del 80 como pandilla guitarrera de una agresividad anticomercial.
Dirigió Predators, Armored y Vacancy. Es decir, Antal es capaz de hacer zapping entre el terror, el thriller y la ciencia ficción. Los títulos y la visualidad enérgica de sus filmes ciertamente captaron la atención de Metallica. Como lo confirman de modo redundante los créditos (musicalizados por el pesado conjunto convertido en un sosegado y sentado cuarteto instrumental), James Hetfield, Lars Ulrich, Kirk Hammett y Robert Trujillo, que hacen de sí mismos en Through the never. O, al menos, eso parece.
Está claro para todos los devotos con camiseta negra que Metallica no es Kiss; un grupo que en 1978 decidió hacer una película con sus maquilladísimos integrantes dotados de superpoderes destinados a luchar –alabada sea la épica de cómic– contra un inventor de robots. Pero la banda originaria de Los Angeles es capaz de ser tan grandiosa y pomposamente espectacular como Kiss. Metallica –su sonido y letras, sus videos y su imagen– siempre ha tenido que ver con fuego, explosiones, anarquía, ira, violencia y, sobre todo, dinero. Una asociación de temas tan obvia como brillante: ¿No es la guerra lo que mueve más plata en el planeta?
Metallica, que nació en la década del 80 como una pandilla guitarrera de una agresividad anticomercial que incluso se negaba a filmar videoclips, es ahora una banda que tiene más dinero que Dios. Al principio, su moral oscura y agresiva parecía oponerse al comercialismo descarado de bandas que cantaban sobre chicas y sexo, como Van Halen o Mötley Crüe.
De hecho, cuando Metallica apareció, le arrebató muchos seguidores a estos otros músicos, pues su actitud y velocidad instrumental parecían estar diciendo: “Esto sí es cosa seria”. Todos (menos Ulrich, que nació en Dinamarca y fue un prodigio del tenis antes de asistir a un concierto de Deep Purple en Copenhague y volverse baterista) provenían de hogares rotos. Metallica odiaba el mundo, llevó el thrash metal a un nuevo nivel de fuerza y rapidez y se ganó –hígado por hígado– el apodo de Alcohólica. (Hammett recuerda haber leído Hammer of the Gods, la biografía no autorizada de Led Zeppelin, y haber querido replicar, junto a su banda y durante cada noche de tour, los increíbles excesos que narra el libro. No se dio cuenta, sino años más tarde, que el texto recoge anécdotas de toda una carrera –y no simplemente de una sola gira– en el fiestero y duro mundo del rock duro).
Metallica siempre ha tenido que ver con fuego, explosiones, anarquía, ira, violencia.
Metallica, no obstante, hacia la década del 90 acortó la extensión de sus canciones y las hizo menos complejas, pero siguió manteniendo la misma estética. Invadió el mainstream y, aunque algunos desprecien este salto y quisieran llamarla Metall(n)ica, se convirtió en la banda de heavy metal más exitosa de la historia del rock: ha logrado vender alrededor de 90 millones de discos.
Esos dólares han sido exhibidos sin ambages tanto en video como en celuloide. Y hay que tomar en cuenta que se trata de la misma banda que se atrevió a demandar a sus fans por bajarse de la web su música (que requiere de tanto esfuerzo, sacrificio y difíciles negociaciones con el demonio) en los dorados tiempos de Napster.
Pobrecitos roqueros callejeros
A Ulrich, el baterista, se lo puede ver en otro filme de la banda, Some Kind of Monster (2004), subastando su amada colección de pinturas de Jean-Michel Basquiat –copa tras copa de champán– en $ 12 millones. Y no solo eso. En el mismo documental aparecen en terapia psicológica junto a un analista al que le pagaban $ 40 mil al mes por evitar que la banda –y los sueldos de todo su entourage– se desintegre. (El bajista, Jason Newsted, había dejado el grupo y Hetfield es llevado a rehabilitación por su alcoholismo en pleno documental). Además, luego de una audición a la que se presentaron varios de los mejores bajistas del rock duro (integrantes de Nine Inch Nails, Kyuss, A Perfect Circle, Jane’s Addiction y Marilyn Manson, entre otros) le ofrecen al elegido –Robert Trujillo, exSuicidal Tendencies y bajista de Ozzy Osbourne–, de entrada, aún sin haber trabajado en una sola canción de Metallica, un millón de dólares.
EL CONCIERTO COMENZÓ SIN CONTRATIEMPOS
Algunos conatos de disturbios se presentaron minutos antes de que comenzara el concierto de Metallica en el parque Bicentenario, de Quito.
Cientos de fanáticos de la banda que no lograron ingresar, trataron de entrar a la fuerza. Sin embargo, el operativo de seguridad dispuesto por la Policía Nacional, en coordinación con guardias privados, permitió controlar la situación, que no pasó a mayores.
Tras la presentación de los grupos teloneros, comenzó el concierto en presencia de miles de seguidores de la banda californiana. Según reportes de las redes sociales, el sonido se escuchaba en sectores como El Batán, La Kennedy, San Carlos y El Bosque. Hasta el cierre de esta edición la presentación se desarrollaba sin contratiempos.
Through the never es otra prueba del volumen (ensordecedor) de sus cuentas bancarias. Si le quitamos el componente redundantemente confrontacional-metalero, la dimensión y la idea audiovisual de esta película de 18 millones de dólares es digna de los mejores y superproducidos años de Michael Jackson.
En el clip de Bad, por ejemplo, apreciamos una lucha/coreografía de pandillas (los límites temáticos entre el pop y el metal pueden ser porosos) dirigida nada menos que por Martin Scorsese. La fórmula de música-intensa-más-visualidad-espectacular nos podría llevar a retroceder y pensar hasta en las óperas de Richard Wagner (quien, en el siglo XIX, le aumentó instrumentos a la ya gran orquesta sinfónica e hizo construir su propio gran teatro de ópera en Bayreuth). Y si nos ponemos aún más históricos, podríamos ir incluso más atrás. Pero quedémonos esta vez en el hard rock.
Metallica se atreve en esta cinta a proponer lo que parece una nueva idea en el rock filmado para la pantalla grande: hacer un soundtrack en vivo para un filme de ficción. En The Wall (1982), Pink Floyd se desvanece como grupo para volverse soundtrack (es decir, prefiere mantenerse como banda de estudio entregada a las imágenes y a las animaciones que pueblan ese filme de psicoterapeuta freudiano).
Antes, Led Zeppelin, en The Song Remains the Same (1976), intercala escenas de un concierto en el Madison Square Garden con inconexos pasajes fantasiosos (los miembros del grupo hacen de actores): hechiceros, espadachines medievales, campiñas británicas y efectos visuales cargados de colores chillones. (Solo John Bonham –baterista incomparable– se mantiene con los pies en la tierra y lo podemos ver en su casa ‘jammeando’ con su hijo Jason, trabajando la tierra de su finca o andando en su auto de carreras).
Metallica, en contraste, yuxtapone una trama (casi independiente) a la filmación de uno de sus megaconciertos en Canadá. El joven roadie, apodado Trip (¡vaya riqueza imaginativa!), debe poner gasolina a un camión que se ha quedado varado en su trayecto al concierto. Cuando llega al vehículo, lo único que encuentra en el interior es un gran bolso. Luego de sortear los peligros de una urbe anárquica y violenta –así como las escenas de martillazos, golpes y fuego ya descritas–, logra volver al coliseo cuando Metallica ya ha salido del edificio.
Además de mostrar a los fans como sujetos que le deben los mejores ratos de su vida (es decir, horas-distorsión y horas-alcohol) a Metallica, hay cierta ridiculización del ‘headbanger’. Sobre todo en la primera escena de la película: un regordete admirador entra al parqueadero del coliseo en su auto destartalado –el tipo lleva todas las marcas sociales del looser– grita y se jacta torpemente de ser el primero en llegar al show.
No obstante, causa más risa el sobreactuado momento en el que, en media tocada, ocurren supuestos averíos en las grandes grúas que escenifican sillas eléctricas, relámpagos, explosiones... Hetfield deja de cantar un rato y luego dice que todo está bien, que 2 personas salieron heridas pero que estarán bien (debió decir: the show must go on y el dinero espera). No hay sentido auténtico del drama en este filme, no hay más suspenso que el que va de un buen riff de guitarra o un remate de Ulrich a un gran solo en manos de Kirk Hammett. Y eso que el bolso que busca Trip quiere funcionar como MacGuffin (palabra que, en la tradición hitchcockiana, se refiere a un elemento u objeto fílmico que opera como catalizador de suspenso, pero que, en sí mismo, no es importante o no tiene ningún contenido). Sí, este es un concierto deslumbrante. Con toda su parafernalia de luces sofisticadas, sonido y escenografía –el piso del escenario funciona al mismo tiempo como una enorme pantalla–, Through the never es una gran filmación de un concierto, pero ¿podría decirse que es un buen filme?
¿Desde cuándo el rock puebla el cine con un sinnúmero de clichés?; ¿hay que culpar a Elvis Presley y su decisión de volverse una estrella de Hollywood en los 60 para bajarse del trono de rey del rock?