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Ecuador, 26 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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ESPECIAL FIN DE AÑO

Para imaginar el futuro de nuestro cine

Se incentiva el cine nacional desde las aulas, como es el caso de Universidad de las Artes. Ilustración : Patricio Mosquera / El  Telégrafo
Se incentiva el cine nacional desde las aulas, como es el caso de Universidad de las Artes. Ilustración : Patricio Mosquera / El Telégrafo
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Werner Herzog, uno de los más importantes cineastas vivos, sostiene que “quien no lee, nunca llegará a ser un buen cineasta”.  El único consejo que ofrece a quienes empiezan en este oficio es, por ello, leer, leer, leer, leer, leer y leer.

Herzog no afirma que toda persona que lee hará buenas películas. Es evidente que entre lo uno y lo otro media un oficio que, como cualquier otro, requiere talentos específicos y prácticas sostenidas.  Sí afirma, en cambio, que quien no lee buenos libros, jamás conseguirá hacer buenas películas, aunque lo intente. Así de radical es Herzog.

Para imaginar el futuro de nuestro cine, tendríamos que preguntarnos, entonces: ¿qué están leyendo, ahora mismo, las y los (futuros) cineastas ecuatorianos? ¿cuáles son las novelas, ensayos, poemas, cuentos y crónicas que alimentan su mirada? ¿qué libros de historia, de ciencia, de teoría crítica, de antropología, de economía, sociología, filosofía, psicología, mitología (y todas las ías posibles y deseables) configuran su universo de sentido?

Los estudiantes de la recientemente creada Universidad de las Artes, por ejemplo: ¿qué libros han leído o están leyendo? ¿con qué obras dialogan? ¿con qué autores confrontan sus propias experiencia de vida? ¿con qué textos calibran la amplitud de su mirada y de su pensamiento?

Siguiendo la provocación de Herzog, cabría decir, también, que quien aspira a hacer buenas películas tendría la obligación de ver buenas películas; y que un país que pretende tener una cinematografía diversa y de calidad, tendría que garantizar a sus ciudadanos el acceso permanente a cinematografías diversas y de calidad.

Porque toda obra que valga la pena, grande o pequeña, convencional o experimental, independiente o industrial, dialoga con otras obras, toma prestado, devuelve, tensa las tradiciones, contesta, se pregunta y ensaya respuestas a partir del entramado de voces que nos sostienen como seres de lenguaje.

Porque una obra no se produce en el vacío y, para hacer una película, no es suficiente con tener algo que contar. Es necesario, además, que ese algo resuene en el universo de sentido de creadores y espectadores; y ese universo lo conforman los múltiples relatos que tejen nuestras imágenes del mundo.

¿Cuáles son los relatos con los que dialogan los relatos del cine ecuatoriano? ¿Con qué textos confrontamos nuestros propios textos para desarrollar la crítica de nuestra propia mirada? ¿Cuáles son las tradiciones que sostienen nuestras propuestas? ¿Cómo las confrontamos o dialogamos con ellas?

Porque un(a) cineasta que desconoce su lengua y las múltiples fuentes que la alimentan, que desconoce las tradiciones visuales y sonoras del mundo que habita, que desconoce los textos fundantes de las culturas que la atraviesan, se desconoce a sí misma y, al hacerlo, desconoce también a sus espectadoras (el uso del femenino es intencional).

Para imaginar el futuro de nuestro cine, tendríamos que preguntarnos, entonces: ¿Tenemos, como país, acceso permanente a cinematografías diversas y de calidad?

Pero antes: ¿tenemos un sistema educativo que estimule, desde la escuela, la lectura, la investigación y la creatividad?

Y también: ¿tenemos universidades que generen pensamiento crítico y miradas nuevas y diversas sobre el audiovisual, la historia y el oficio de contar historias?

La respuesta a estas preguntas tendría que orientar la política pública en el campo audiovisual hacia el futuro, porque sólo los avances en política pública pueden cambiar el rumbo y el destino de un país. El crecimiento reciente del cine ecuatoriano es un ejemplo de ello: después de siete años de implementada la Ley de Cine y el Fondo de Fomento a la Producción, nuestra producción, efectivamente, creció. En el último año estrenamos catorce largometrajes nacionales en salas de cine cuando, hasta 2006, estrenábamos uno, dos o ninguno.

Hay un dato, sin embargo, que resulta desconcertante: a pesar del crecimiento en el número de producciones y estrenos, el porcentaje de espectadores que opta por ver cine ecuatoriano en salas disminuye progresivamente. Hasta 2006 y 2007 algunas películas, en solitario, habrían alcanzado hasta el 5% de la taquilla anual, mientras que, el año anterior, el total de estrenos nacionales (trece o catorce) habría alcanzado apenas el 2% de la taquilla.

Al margen de las razones por las que cada película consiguió (o no) convocar o su público, es evidente que estamos ante un problema, un síntoma, un desequilibrio que reclama atención.

Algunos colegas (Camilo Luzuriaga, Jorge Luis Serrano y Juan Martín Cueva, por ejemplo) han planteado la necesidad de que el medio audiovisual ecuatoriano se industrialice y deje atrás su carácter artesanal (autoral). De este modo, sostienen, la producción crecería y podría convocar a un público más amplio.

Desde mi perspectiva, sin embargo, esta visión es limitada, porque apunta apenas a la cantidad de producciones y de público, cuando el problema de fondo (y esto lo afirmo como cineasta pero, sobretodo, como espectadora) no es de cantidad sino de calidad.

Con calidad me refiero no solamente a la solidez de las películas en sí mismas (lo que es, evidentemente, necesario) sino, además, a la validez de sus condiciones de circulación, es decir, a la forma como llegan hasta nuestras pantallas y a nuestra propia capacidad, como espectadores, para descifrarlas, disfrutarlas, aprovecharlas o desecharlas.

Porque el equilibrio de todo organismo vivo depende de la riqueza del entorno que lo nutre pero también (y en la misma medida) de su propia capacidad para descomponer los nutrientes de ese entorno e incorporarlos o eliminarlos de su sistema.

Visto así, la calidad de las obras que producimos tendría relación directa con la calidad de las obras que consumimos pero, al mismo tiempo, con nuestra propia capacidad para leer esas obras, es decir, para decodificarlas e integrarlas (o no) a nuestra propia mirada.

Me atrevo a afirmar, entonces, que el problema de nuestro cine podría estar, justamente, en la pobreza del entorno audiovisual donde crece y circula: un país que se nutre apenas de cine de Hollywood (95%-98%) y cine nacional (2%-5%); un país sin tradición de lectura; un país, por ello, mal nutrido.

Hablo aquí de lo que sucede en las salas de cine (a las que accede un porcentaje pequeño de la población), pero no es muy distinto lo que sucede en otros medios.

Si bien es cierto que el mercado (informal) de dvd permite acceder a algunos títulos de cine independiente y que el internet es una ventana para encontrar versiones (no siempre autorizadas) de cine de todas las latitudes y tendencias, ¿cómo y quién accede a esas películas y en qué condiciones? ¿alcanza ese goteo del consumo individual o cinéfilo a permear los hábitos del consumo masivo? ¿alcanzan esas dosis mínimas de diversidad a equilibrar la malnutrición generalizada?

Pongo énfasis en los hábitos colectivos porque la capacidad de leer sólo se desarrolla colectivamente. No es suficiente con que haya cada vez más individuos frente a la pantalla.  Es necesario, además, que existan lugares de intercambio, de diálogo; espacios donde sea posible el ejercicio del pensamiento crítico y diverso; donde las obras y sus creadores se confronten son sus lectores y se integren a la vida individual y colectiva.

Imaginemos, por un momento, una sociedad distinta, donde las carteleras de cine ofrecieran, efectivamente, la posibilidad de optar entre una película independiente ecuatoriana, una china, una francesa, una angoleña, una cubana, una vietnamita, una polaca, una afgana, una canadiense, una iraní, una islandesa, una sudafricana, una argentina, una india, una rumana, una senegalesa, una… y, de entre éstas, no solamente las presentadas como posibles candidatas al Oscar o a los premios Goya sino, además, aquellas que se plantean otras formas del relato y que confrontan los usos y costumbres de sus respectivas academias.

Imaginemos una sociedad que lee, que investiga, que crea y que tiene, por ello, libertad para escoger.

Imaginemos la calidad y diversidad de películas que una sociedad así podría producir. Imaginemos el alcance de esas producciones para potenciar lo que seríamos capaces de imaginar…

Imaginemos… Y luego volvamos a nuestras (muy terrenales) preguntas:  Agotados los alcances de la actual Ley de Cine ¿Qué avances en política pública permitirían, hacia el futuro, que nuestra producción audiovisual se diversifique, que crezca en calidad, que su puesta en circulación sea más amplia y democrática, que las audiencias que convoca sean cada vez más numerosas? ¿Qué abono necesita ese terreno donde quisiéramos ver crecer cineastas con propuestas consistentes y audiencias exigentes y críticas?

Porque el esfuerzo individual es vital, abre goteras en los sistemas cerrados, crea precedentes, alimenta la esperanza. Pero sólo la política pública puede hacer llover y cambiar así el destino colectivo.

Para imaginar el futuro de nuestro cine, tendríamos que preguntarnos, entonces: ¿Hay alguien con capacidad de hacer llover leyéndonos ahora mismo?

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