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Ecuador, 26 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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El planeta de los simios

Por estos días, las salas de cine están exhibiendo El origen del planeta de los simios. Y esta cinta, al parecer, sigue vigente en la taquilla con cierta popularidad. ¿Qué puedo decir de la misma?

En lo cinematográfico muy poco. Prefiero recordar el pasado, evocar la cinta primigenia de esta saga: El planeta de los simios, realizada en 1968 por el director Franklin J. Schaffner, obra que sigue siendo insuperable por varios ejes estéticos: la música de Jerry Goldsmith, la fotografía panorámica, asfixiante y desoladora, las atmósferas apocalípticas que queman los pensamientos y voluntades de los personajes, la intertextualidad entre ciencia, religión y anarquía, el cinismo existencial de Charlton Heston, en el entrañable papel del capitán de la Nasa, George Taylor.

Aquella cinta de 1968, se erige como trascendental y memorable gracias a que pone en escena la decadencia de la arrogancia y codicia humana. El filme demuestra como el intelecto científico y político finalmente está avocado al Apocalipsis del planeta, a un infierno finisecular donde los animales (un planeta de simios) han evolucionado más allá de la estulticia humana.

Asimilar una versión más de El planeta de los simios me ha conducido a preguntarme qué relación cultivan, tienden, los seres humanos con los animales.

Observando las diversas —e insólitas— conductas humanas en relación con ellos, no acierto a definir una conclusión positiva.

Desde mi ínsula personal, siempre he respetado y he amado la vida de los animales, como respeto y quiero cada gota de agua que fluye por la línea sinuosa de un arroyo. Y en cierta ocasión, ante unos desconocidos, cuestioné el uso de la palabra ‘mascota’ por considerarla egoísta, peyorativa, una señal más de la frialdad del ‘humano’ que habita este siglo, y que se presume como único patrono de la Tierra.

«Entonces, ¿cómo deberíamos llamarlos?», me preguntó uno de los ‘humanos’.
«Amigos», respondí con naturalidad, sin saber que mi inocencia iba a desatar risas socarronas entre los ‘humanos’.

Me marché desalentado, las risas no eran mi preocupación, sino la incapacidad de los ‘humanos’ para reconocer con humildad que los animales —primeros habitantes de este planeta— son nuestros entrañables vecinos con plenos derechos y garantías, viajeros en este pedazo de tierra que gira en la galaxia, y que va envejeciendo lentamente, con menos oxígeno, con menos agua, con menos bosques y selvas.

Los animales y nosotros (¿los humanos?), algún día nos miraremos a los ojos con el dolor y la angustia de ver como nuestra morada cósmica se descompone hasta la ceniza o el hielo.

¿Tienen los animales —amigos frágiles y silentes— un espacio en las sociedades modernas para reclamar —con nuestro apoyo— sus necesidades y protestar ante los atropellos que atentan contra sus vidas?

Subrayo mi ternura por los animales, por sus especies, colores, miradas huérfanas y pieles. En el aliento y la mirada limpia de un animal descubro el oleaje de la vida, su misterio nocturno y salvaje.

Para el escritor William Faulkner el tropel de la pasión se cernía en los ojos lavados de un caballo o en las garras fatales de un oso. Para Jack London la libertad corría en el corazón de un lobo y su aullido lunar era el grito de su incomunicación. Para Fernando Vallejo el calor compañero e incondicional de sus perros escriben la palabra amistad.

Para Raymond Chandler, Borges y Osvaldo Soriano, un gato fue el enigma supremo de la intriga. He visto la saga completa de El planeta de los simios, incluida la desafortunada versión de Tim Burton, y siempre me sigo preguntando: ¿dónde está la ficción?

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