El núcleo sagrado de Vera Kohn
Vera Schiller de Kohn murió a la edad de cien años, que había cumplido hace tres meses. Su inesperado deceso conmovió a muchos habitantes del norte de la ciudad de Quito, principalmente, acostumbrados a su figura conciliadora y frágil; a su inteligencia severa y a su sensibilidad permanente. Hace cuatro años pudimos conversar con ella, en el estudio de su casa. Reproducimos parte de esa charla con recogimiento y respeto, que apareció en El Apuntador No.37.
Vera Schiller de Kohn, es una mujer de visiones amplias, que ha sido capaz de construir a lo largo de sus 96 años de vida, presencias como totalidades absolutas. Entiende, por eso mismo, las escisiones y las rupturas, porque las padeció cuando tuvo que dejar su país para escapar de la guerra y del genocidio cometido por los nazis.
Algún anochecer, apenas se avizoraron las costas de un lugar extraño como distante, estaban, ella y su esposo Karl Kohn, en alguna parte del mundo. Anhelo y miedo se unieron. Y aparecieron también la confusión y la duda.
Entonces -Vera lo rememora con fruición- los pequeños e insondables “yos”, ligados a la tormentosa como reciente memoria, reclamaron otros tiempos, nuevas formas de espera o “el milagro que debía llegar para salvarla”. ¿De qué? Se preguntó. Del apuro impaciente de no hacer nada.
Los sufrimientos y la tragedia son parte de la vida. Y lo dice alguien que ha dedicado su existencia al hecho inusitado de comenzar siempre, que aprendió a entender que las pérdidas son una condición natural del individuo porque todo está en continua transformación. Para que lo nuevo pueda surgir –señala- es preciso enterrar lo anterior, lo que es imposible tener o lo que ya ha caducado. El acto de enterrar contiene un secreto profundo que libera y transforma.
Tal vez por eso su historia en Ecuador, comenzó en la oscuridad total de una noche en una playa desconocida. Y aprendió a ver al nuevo país como un amanecer, a manejar una nueva noción de tiempo hasta que pudo volver a incluirse en un todo armónico. “Me encontré en un mundo extraño. Hasta la luna brillaba al revés...”
Vera, de veracidad y de constancia, también de plenitud, salió a la calle para estar con la gente. Tal vez sea una máxima grandiosa o una sentencia única, pero la desterrada la ha sabido aplicar como principio medular de su existencia: “la vida no nos ha sido dada para mendigarla”.
Nació en Praga en una época en que la comunidad judía aún vivía alrededor de una sinagoga del siglo XV. Su padre fue abogado y el abuelo agricultor en Tebívlice, cerca de lo que después fue el terrible campo de concentración de Terezin. Sus ojos de un apacible azul claro, no rehúyen esos recuerdos porque aprendió a fuerza de mucha sabiduría que el amor –al ser humano, a las cosas, a la naturaleza sobre todo- es como el tiempo que aparentemente no poseemos.
La inmigración estuvo presente en su infancia, al principio de manera indirecta como cuando veía a los expatriados eslovacos haciendo largas filas para esperar el ferrocarril que los llevaría hasta el puerto y desde ahí a los Estados Unidos.
Ella misma se imaginaba viajando a otros países hasta que, tiempo después, creó una relación que conectaba sus vivencias con el método que actualmente emplea para tratar a sus pacientes. En su libro Terapia iniciática. Hacia el núcleo sagrado cuenta que a los siete años tuvo un sueño en el que descendía por una escalera hacia el centro de la tierra, hasta el fuego. “Allí había una vieja que lo cuidaba. Yo tenía que saltar sobre el fuego y luego subir por otra escalera en el lado opuesto”. Al final, la pequeña Vera vio una playa con arena y palmeras, exactamente igual a las playas de Salinas en el Ecuador, que fue el lugar a donde llegó el barco desde Europa.
Y después surgió lo que Vera llama su “experiencia iniciática” en el teatro, de la mano del recordado director alemán Carlos Lowenberg quien, junto a otros colaboradores y aficionados, creó el Teatro de Cámara Alemán. Actuar era mi vida, dice Vera. Y durante diez años lo hizo en importantes obras de autores universales como El zoológico de cristal de Tennesee Williams; El niño soñador de O’Neill; Viaje feliz de Thorton Wilder o Petición de mano de Chéjov, entre muchas otras. Se encerraba durante 3 a 4 horas a ensayar, para escuchar su voz en las diferentes tonalidades. Como si perdiera y al mismo tiempo encontrara algo. Esta obsesión la lleva a estudiar teatro “en serio” en el famoso Actor’s Studio de Nueva York.
El teatro, dice con un acento nostálgico, es un mundo fantástico, lleno de mitos, de irrealidad. Y me señala la habitación donde estamos: “aquí me encerraba a trabajar mis diálogos, largas horas del día”. ¿Entrar y salir de la realidad? Desde niña ese fue un ejercicio cercano al dolor, “como si a uno le arrojaran un tonel de agua fría”.
Más tarde, cuando actuaba, le sucedía algo similar. Se convertía en el personaje que estaba representando. “Por eso actuaba bien, pero no era actriz. Aprendí, después, que el actor debe mantener su yo”.
Sobre su mesa de trabajo, aparecen como de la nada, viejos recortes de periódicos, programas de mano, reseñas de las obras, gastadas fotografías en blanco y negro que Vera muestra con satisfacción. “En el teatro de cámara alemán, todos éramos aficionados y como no había dinero, nosotros mismos fabricábamos la decoración, la ropa, la iluminación. En una oportunidad en que actuábamos en la Cueva del Búho, en el sótano del Palacio Presidencial, el portero -un empleado municipal- decidió no encender las luces, así que actuamos muy románticamente con velas. Si él tenía ganas, abría la puerta y si no, había que esperar a que le entraran las ganas”.
También sobre su mesa están una caja con crayones de colores y varias hojas de papel que le sirven para que sus pacientes realicen dibujos que después Vera interpreta. Es la necesidad de trascender, porque a través de la meditación el ser humano puede ir más allá de toda imaginación de lo divino: hasta el vacío, la vacuidad de cualquier imagen, sin perturbación, sin ataduras. Volver al uno, a donde se es uno con todo. Encontrar la esencia de la naturaleza búdica.
Cuando cumplió 85 años, se dio cuenta que el fuego que brilla en su interior no tiene dos dimensiones, sino que brilla hacia todos los lados o que tiene dos lados a la vez. Donde esté, “miles de líneas me están atravesando: lo que fue y lo que todavía no existe”.
Vera es memoria y regocijo. Aprender es una forma de constancia y gratitud y aquello lo vivió en Viena en donde le tocó trabajar con un famoso actor del Burhtheater con quien recitó los lamentos de la india por la muerte de su marido, que eran parte de la obra de Jorge Icaza Huasipungo.
Y en este recorrido, Vera menciona con vehemencia la influencia que tuvo en sus decisiones posteriores, ya en el campo de la psicología, haber trabajado y estudiado con el profesor Karlfried von Dürckheim más de tres años.
Entre encuentros y desencuentros, en ese mismo espacio en el que hasta ahora atiende a sus pacientes desde hace muchos años y donde ensayaba largas horas, me asegura que siempre hay un punto de partida para una nueva vida, “de una nueva fe en la vida. Por eso sé que todos nuestros miedos pueden ser superados y que luego dan paso a una paz natural”.
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