El lector hembra y otras antiguallas sin sentido
Manfred Naumann observaba en mil novecientos ochenta y pico que una misma obra es leída de manera muy diferente, no solo en la posteridad sino también en los días de su publicación; incluso un lector lo hace de manera diferente cuando lee varias veces una misma obra.
Esto, que en los días actuales es una verdad de Perogrullo, fue parte de un conjunto de reflexiones sobre la lectura y eliminó para siempre la idea del llamado “lector hembra”, condición según la cual el lector era un receptor pasivo, sometido a lo dicho por el emisor (autor) de manera absoluta.
El polaco Henryk Markiewicz hace una referencia muchísimo anterior respecto a este tema, al citar a Terenciano Mauro, de finales del siglo III, quien senaló en alguna ocasión que “en dependencia de la recepción del lector, los libelos tienen diferentes destinos”.
En ¿Qué es la literatura? (1947), Sartre subraya que “la lectura es una creación dirigida” y que “solo la conjugación de los esfuerzos del autor y de los lectores crea la obra literaria”. Con lo que llegamos a lo que cualquier estudiante sabe ahora: que “el lector forma parte del signo literario”, que no hay libro sin lectura, que cada lectura da un sentido diferente al texto.
Volviendo a Naumann, bien cabe destacar, aunque la cita sea algo extensa, que “la recepción individual concreta de una obra implica un proceso social mediado por muchos. Antes de que llegue a las manos de los lectores, la obra tiene ya tras de sí formas de apropiación social: han sido escogidas, hechas accesibles y, en la mayoría de los casos, valoradas. Como instancias de mediación actúan las editoriales, las librerías, las bibliotecas, la crítica, la propaganda, la enseñanza de la literatura en los colegios, etc.
No es, pues, con las obras en sí que el lector establece una relación en la lectura sino con muchas mediaciones sociales. “Solo la mención de estas mediaciones nos da la idea del papel de la lectura en relación a los sentidos y alcances de una obra, de por qué decimos que no hay obra sin lector, que la obra existe a partir de que es leída, que no hay lector pasivo inerte (el mal llamado lector hembra, como si las mujeres fueran así), que el lector forma parte del signo literario”. Pasemos ahora a los libros de Bolívar Echeverría que me consiguió y regaló Pocho Álvarez (Rasputín, según Javier Laso).
Primero Modernidad y blanquitud, que comienza con una definición de la modernidad y toca luego el significado del barroquismo (con toda su carga ornamental y su teatralidad), la modernidad americana (the american way of life) y el concepto de la blanquitud, forma atenuada (disimulada) del racismo blanco y sus pretendidos derechos civilizatorios.
Luego Vuelta de Siglo, en la misma tónica, con temas como el barroquismo en América Latina, la modernidad capitalista, el deterioro y la imposibilidad del homo legens, los indicios en la historia y el laberinto de la soledad de Octavio Paz.
El tercero es el estudio introductorio de Bolívar Echeverría a un libro de Walter Benjamin sobre la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.
Es importante remarcar que la obra de Echeverría -El discurso crítico de Marx, Las ilusiones de la modernidad, Valor de uso y utopía, Definición de la cultura y La modernidad de lo barroco, entre otros títulos- tuvo acceso a las grandes editoriales del mundo hispano, ERA, por ejemplo, cuyo nombre se forma con la inicial de los apellidos de sus fundadores españoles (Espresati, Rojo y Azorín ), Fondo de Cultura Económica y Siglo XXI.