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El martes 28 se cierra el ciclo con un paseo guiado por las plazas de la urbe

El ‘Lado B’ de Guayaquil sobrevive en la ficción

El ‘Lado B’ de Guayaquil sobrevive en la ficción
26 de julio de 2015 - 00:00 - Redacción Cultura

Jorge Velasco Mackenzie llama a Guayaquil la ‘ciudad de los manglares’, a pesar de que ha perdido gran parte de esos bosques, que crecen y se enmarañan con el agua, a partir de la urbanización de su entorno.

El 13% de los manglares que se han perdido en el país estaba en Guayaquil, según un estudio de la Espol.

Las ciudades que crecen sufren el riesgo de adquirir una nueva identidad, y para revivirla queda la ficción, la lectura de crónicas pasadas y el recuerdo oral de los viejos que cuentan la ciudad que se ha vuelto invisible.

Los recorridos que identifican, admiran y especulan los escritores, los fotógrafos y los cineastas han formado una documentación de espacios que se readecuaron a una nueva ciudad.

El viernes inició un recorrido por ese ‘Lado B’ de Guayaquil. Francisco Santana, Jorge Velasco Mackenzie, Esquilo Morán y Ángel Emilio Hidalgo retornaron a la ciudad que se ha reconstruido sobre la que conocieron, sobre los espacios que heredaron.

En El rincón de los justos (1983) Velasco Mackenzie escribe sobre lo marginal. Desde un trazado que va de la calle Colón, desde Machala hasta Lorenzo Garaycoa, describe a Matavilela, un barrio -conocido como La Cachinería- donde habitan personajes populares y una serie de historias cuyos rastros han desaparecido.

La novela, una de las más icónicas de su obra, se narra a finales de la década del 70, donde las vidas de los personajes están sumergidas en el acontecer del barrio: en la vida de los que están cerca, el fútbol callejero, la espera del hijo del servicio militar o la muerte de uno de los músicos más importantes del país, Julio Jaramillo.

En una entrevista con el portal literario que tiene el nombre del barrio de su novela, Velasco Mackenzie decía no encontrar en estos años “la misma sintaxis vital” que tenía ese espacio cuando empezó a narrarlo. Aún así “la ciudad de la perla del río turulento -dice Mackenzie- es la única ciudad del mundo en la que puedo vivir sin nostalgia”.  

En Historia sucia de Guayaquil, Francisco Santana relata una ciudad en la que se desplaza por una serie de encuentros sexuales, a veces intensos, a veces pasajeros, pero descritos en un contexto en el que parece una ilusión la posibilidad de amar en una ciudad como Guayaquil a la que “muchos llaman la Perla del Pacífico -pero según el autor-, siempre me ha parecido que es demasiado nombre para una realidad aplastante. Es imposible ignorar los cerros, que los expertos llaman cinturones de miseria, donde miles de personas sobreviven con la torpe esperanza de que las cosas cambien.No es fácil voltear la mirada y no reparar en las casuchas de caña, que se bambolean tristes y desagradecidas sobre el agua putrefacta en muchos lugares del Estero Salado”.

Ayer, antes de caer la tarde, el recorrido por el Guayaquil y su ‘Lado B’ se trasladó al Astillero, un barrio en el que nacieron las barras de los equipos que sobreviven y animan los domingos de fútbol.

Desde el Palacio de Cristal, Ricardo Bohórquez recorrería los edificios -algunos abandonados y en eterna venta- que a partir del siglo XIX convirtieron al lugar en el barrio industrioso. En esa época, según constata el historiador Ángel Emilio Hidalgo, la Calle Ancha del Astillero -que luego se llamó Calle de la Industria (hoy Eloy Alfaro)- abría trocha hacia el sur del estero Carrión.

“Hacia el sur del nuevo Astillero había varias fábricas de tejas, ladrillos y cacharros de barro, y las llamaban las tejerías y las ollerías […]. También algunas curtiembres cuyos vertederos al río dieron mucho que bregar al Cabildo con los dueños de tales instalaciones pestilentes”, relataba Modesto Chávez Franco, refiriéndose a la época de la Independencia.

El barrio se convirtió en la columna vertebral de obreros y artesanos. Las primeras fábricas se transformaron en ese escenario entre puertos, se constituye una zona naval y se edifica en 1905 la Empresa de Luz y Fuerza Eléctrica. En este espacio aún existe un museo de máquinas y piezas viejas que empezaron a alumbrar la ciudad.

En el Astillero sobrevive la ‘Memoria del Río’ para Bohórquez. En esa memoria el fotógrafo registra también el Malecón Simón Bolívar de Guayaquil, el que fue alternado por el Malecón 2000. En varias fotografías se registra la cotidianidad de la vida urbana y la proximidad de los ciudadanos con su río, en un espacio en el que algunos consideraban peligroso, pero en el que era más fácil sorprenderse con la cotidianidad urbana, reflejada en la libertad de cantar un tango conocido de Gardel a cambio de unas pocas monedas.  

El río Guayas era hasta ese momento un poco más próximo a la ciudad, aunque se veía más lejano de las pinturas que en 1844 Barthelemy Lauvergne registraba, como ‘Bañistas atacadas por lagartos’.

La proximidad de los habitantes con el río, además del descuido, se vio imposibilitada por la construcción que ahora lo sobrepasa. “El malecón que teníamos antes también forma parte de la vida poética de la ciudad y resultaba para la escritura mucho más útil que lo que existe ahora”, dijo Jorge Velasco Mackenzie.

El martes se cerrará el recorrido  que organiza elMinisterio de Cultura y Patrimonio, con un paseo por las plazas de la ciudad, guiado por el historiador Ángel Emilio Hidalgo. Por aquellos monumentos que se han vuelto leyenda, como aquella figura de José Joaquín de Olmedo que, según la leyenda, representaba al poeta Lord Byron.

En sus postales guayaquileñas, Fernando Ferrándiz Alborz relata el Guayaquil del péndulo, las galleras que se extendían en la calle Boyacá, las mesas en media calle como una ilusión parisina y el grito del periodiquero que levantaba a la ciudad con las historias del mundo.

“Reverbera la pavimentación del boulevard 9 de Octubre. Un baño de oro solar ilumina las fachadas, y los hombres, bajo los portales, forman el tono oscuro del cuadro luminoso. Hacia oriente, el semicírculo del monumento Simón Bolívar y San Martín cierra las perspectivas;hacia poniente el obelisco del Centenario vibra entre las reverberaciones solares”, escribe Ferrándiz en 1936.

Las referencias parecen ser iguales a la ciudad que sobrevive, pero la temperatura, la cotidianidad de la gente es distinta. La gente, que caminaba por la ciudad en las crónicas de Ferrándiz lo hacía con calma. Ahora los días parecen ser más intensos de lo que él concebía. “A todo uno se acostumbra, incluso a no pensar. Dejar atrás la locura de este lugar inhóspito”, dice Francisco Santana.

Iván Mora Manzano recalca en su narración de La abuela tiene alzhéimer que las historias de Guayaquil aún no han sido contadas. Él intentó hacer un relato sobre los murales de la ciudad, sus pasos a desnivel y algunas otras que poco a poco van dejando el presente en el ‘Lado B’. (I)

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