Ecuador y Perú: la hermandad en la memoria y la palabra
Recordaba, hace poco, el narrador arequipeño Oswaldo Reinoso, que su relación con Ecuador se inició en un bar limeño. “Estaba sentado junto al poeta Manuel Moreno Jimeno, en una mesa del Superba, cuando se presentó ante nosotros un señor muy elegante, que se apresuró a preguntarnos ¿Quién de ustedes es Oswaldo Reinoso? Yo respondí positivamente, y él se sacó el sombrero, tomó asiento y empezó a contarnos su historia”.
Aquel hombre cuyo nombre ahora escapa a la memoria de Reinoso, había logrado –tampoco recuerda por qué vía- leer uno de los primeros ejemplares de Los Inocentes (1961), ópera prima de Reinoso, que se consagraría, con el tiempo, como uno de los textos renovadores de la narrativa urbana continental. “El señor estaba emocionado, dijo que era un ecuatoriano dedicado a los negocios y que ponía a nuestras órdenes su casa en Guayaquil, nosotros, que por entonces éramos jóvenes y aventureros, le hicimos caso, y siguiendo su invitación, dos meses después, emprendimos el viaje”. La narrativa de Reinoso ha tocado con similar curiosidad, el cuento, la novela y la crónica de viaje. No es extraño entonces, que más allá de la bruma de los años, recuerde de forma impecable la ruta de ese primer periplo. “Tomamos un bus que nos llevó hasta Piura, la carretera llegaba hasta esa ciudad. De ahí, tomamos un vapor, a eso del mediodía, y al amanecer siguiente desembarcamos en Guayaquil. Lo que vi, es una de las imágenes más hermosas que he logrado grabarme, una ciudad abrazada por la bruma, en la que parecía que las casas, dispersas sobre el puerto, flotaban libres”.
Fruto de ese azar, por ejemplo, fue la poeta Blanca Varela, cuyo abuelo fue de origen guayaquileñoEsa sensación liviana del primer encuentro de Reinoso con el Ecuador empata, de forma azarosa, con uno de los versos que Antonio Cisneros –ese joven revolucionario con diferentes camisas- evocara en su poemario Un Crucero por las Islas Galápagos (2007): “Tumbado boca arriba bajo este aire, caliente y leve, como una piedra pómez”. Cisneros, una de las voces más trascendentes de la poesía en lengua española, compartía, bajo ese título, una serie de prosas que describen la historia de náufragos, creyentes, olvidos, asunciones, complementadas con un despliegue imaginerista propio de nuestros países, y con el que Cisneros supo demostrar su destreza a la hora de advertir temas tan íntimos como la ternura. “De Ecuador tengo excelentes recuerdos, evoco con mucho cariño al poeta Adoum”, confesó hace unos años Cisneros en medio de una celebración.
Precisamente, los de Jorgenrique Adoum y Oswaldo Guayasamín, son nombres familiares para los artistas peruanos, no solo por la influencia de sus trabajos artísticos, sino por actos que fueron más allá del terreno de la creación: cuando en los meses de enero y febrero de 1995, los ejércitos de Perú y Ecuador se enfrentaron por última vez en la Cordillera del Cóndor, en el Puente Internacional que une a las poblaciones de Aguas Verdes y Huaquillas, los artistas de ambos países, encabezados por Adoum, Guayasamín, Víctor Delfín y Arturo Corcuera, se estrecharon en un abrazo simbólico demostrando la unidad y hermandad de los pueblos vecinos.
Años antes, y quizá llevado por la misma necesidad de hacer evidente la hermandad ante la guerra, el narrador Julio Ramón Ribeiro describía en su cuento Los Moribundos, la inexistencia de una frontera que diferenciara el dolor en ambos pueblos. “A los dos días que empezó la guerra comenzaron a llegar a Paita los primeros camiones con muertos”, dice el inicio de su cuento, para luego narrar cómo, estando heridos, moribundos, un soldado ecuatoriano y uno peruano, son atendidos, más allá de las nacionalidades, con la vocación propia del ser humano.
En Paita, evocada por Ribeyro, descansa, también etérea y liviana, la memoria de Manuela Sáenz. Los pobladores del sector conocen, al pie de la letra, una de las prácticas de Manuela en aquel puerto: “salía todas las tardes desde su casa hasta el muelle, ahí se pasaba de pie hasta que anocheciera, unos decían que esperaba alguna carta que llegaría desde Ecuador, otros, que venía un grupo de soldados a llevársela de regreso. Así pasó años enteros, esperando algo de lo que nunca obtuvo respuesta”.
Esa espera eterna de Manuela puede servir como metáfora del exilio. Un desarraigo que siguiendo diferentes vías ha colocado de lado y lado de la frontera a ciudadanos peruanos y ecuatorianos, portadores de las historias que representan, en sí mismas, la hermandad. Fruto de ese azar, por ejemplo, fue la poeta Blanca Varela, cuyo abuelo fue de origen guayaquileño.
Las influencias que llegan son también las influencias que se van. La existencia de un pueblo, implica la existencia de su par y los influjos que son alimento para el uno, lo son también para el otro, de esa forma, la frontera, es un convencionalismo que nada puede hacer frente a la vitalidad de la memoria y la palabra, esencias ambas de una historia compartida que en lugar de separar a los pueblos los une de forma íntima, en ese punto de intersección que no puede ser corrompido, en la hermandad.