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El Telégrafo
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El miércoles recibió un homenaje organizado por los exintegrantes de el juglar, el grupo de teatro que fundó

"Cuando la gente ve en el escenario algo que lo identifica se emociona y lo sigue"

Ernesto Suárez cuenta que, por impresionar a Mercedes Sosa, dio una recitación en Mendoza. Luego fue invitado a hacer teatro, una labor en la que continúa hoy.
Ernesto Suárez cuenta que, por impresionar a Mercedes Sosa, dio una recitación en Mendoza. Luego fue invitado a hacer teatro, una labor en la que continúa hoy.
eduardo escobar / el telégrafo
01 de julio de 2016 - 00:00 - Redacción Cultura

Ernesto Suárez (1940, Argentina) es de esas personas a las que uno parece conocer de toda la vida: el tendero, el maestro de las bicicletas, el profesor de la escuela cercana, el albañil que arregló todas las casas. Amplio en el trato, generoso en el habla, siempre tiene a mano las respuestas, como si los recuerdos hicieran fila en su memoria para que los tomen en cuenta. Ha llegado desde Mendoza, su lugar natal, a Guayaquil para recibir un homenaje por lo que hizo -y hace- en beneficio del teatro.

Preguntado por su pasado más remoto, se sitúa sin mayores esfuerzos en su barriada de Villa Ciudad, en donde los servicios básicos eran una ilusión nunca cumplida y las carencias se compartían en partes iguales, entre todos los vecinos. “Éramos muy humildes, mi madre lavaba ropa ajena, debido a lo cual muy chico, a los 7 años, comencé a trabajar. Primero vendía verduras, luego periódicos, betunaba zapatos, fui albañil... Todo lo que hacen los niños pobres”.

A pesar de este cuerpo a cuerpo con la vida, se dio tiempo para terminar la primaria y la secundaria y, a los 18 años, se fue para Córdova a estudiar abogacía, tiempo durante el cual tuvo que oficiarlas de sacristán en una capilla para tener dónde vivir. El destino se estaba encargando de nutrir, con vivencias propias, lo que llevaría a los escenarios.

“A los 24 años, debido a que la salud de mi madre se deterioró y mis hermanos se habían ido, tuve que regresar a Mendoza”, evoca Suárez, aclarando que fue justamente a esa edad cuando se vio metido en el oficio de toda su vida.

Con La Negra Sosa

“Estaba en un bar, en una peña, conversando con Mercedes Sosa, que era mi amiga, aún no era tan famosa y vivía en Mendoza, cuando de pronto me dicen -como yo contaba chistes y todo- ‘decite un versito’, allí en el escenario, y me mandé un verso muy gracioso, todos me aplaudieron. Y yo lo hice fue por hacerme ver ante La Negra... Mucho después se lo dije a ella misma”.

Al poco tiempo, un director lo invitó a ser parte de una obra -La versión de Browni-, pero no aceptó hasta que, delante suyo, pasó una rubia hermosa que era parte de los actores. Eso fue -recuerda entre risas- lo que le dio el empujón inicial para iniciar un arte que, según él, jamás se termina de aprender.

Cuando irrumpe la dictadura de Jorge Videla, todos los artistas que hacían trabajos con contenido social quedan bajo sospecha. Al teatro donde enseñaba Ernesto le ponen una bomba y a él no le quedó otra que seguir la huella presurosa de Atahualpa Yupanqui y Mercedes Sosa, y abandonar el país. “Fue una época muy dura, tanto que hasta llegaron a prohibir dos o tres tangos de Gardel”.

El Plan Cóndor, como una ave rapaz hambrienta, comienza a sobrevolar todo el cono sur -Pinochet en Chile, Banzer en Bolivia, Stroessner en Paraguay- dejando miles de torturados, muertos y desaparecidos.

Para ponerse a salvo, el joven actor debió buscar un lugar seguro en Perú junto con su esposa e hija, Tatty y Laura. Vivió un año ahí, luego pasó por Quito y, en 1976, se afincó en Guayaquil invitado por la Municipalidad para dar un taller. “Di el curso para más de 100 personas, pero al final quedaron veinte que querían seguir. Y yo no sabía qué hacer: si irme a México, a dar clases en la Universidad Autónoma, o quedarme. El exilio es muy triste, no tienes la casa, la madre, los parientes, el autito, el calor familiar, y acá encontré todo eso. Entonces me quedé con los 20 y nació El Juglar”.

Sin tener un solo peso, se reunían en las escaleras de la Casa de la Cultura, ensayaban en el parque Centenario y donde podían hasta que un día, “yendo por la calle Boyacá, vimos un cartelito que decía ‘se alquila’. No teníamos dinero y a otro muchacho, Mauro Guerrero, lo subí en hombros y quitamos el cartelito; al otro día lo volvían a poner y lo volvíamos a sacar”, cuenta Suárez con nitidez, como si estuviera viviendo ese mismo trance.

Como les sobraba entusiasmo, pero les faltaba dinero, iniciaron una campaña para recaudar fondos y poder alquilar el lugar. “En la camioneta de uno de los muchachos salimos a recorrer con una pancarta que decía: regale un periódico, una botella vacía y algún día va a tener un teatro lleno. Y la gente empezó a ayudarnos. Y así nació El Juglar, a fuerza de empeño, de cojones, de ñeque, como dicen ustedes”.

Dos años después, de ensayar 8 horas diarias -con entrenamiento, teoría, técnica-, nació Guayaquil Superstar con temas de la calle, del barrio, de la gente sencilla, porque está convencido de que “el teatro tiene que contar historias, historias propias, no extranjeras. Por eso se acercó la gente a Guayaquil Superstar, por eso hicimos 2.000 funciones, porque veía reflejada su propia historia; cuando la gente ve en el escenario algo que está cerca suyo se emociona y lo sigue. Empezamos con una función diaria y terminamos haciendo de miércoles a domingos dos funciones. Fue una explosión”, narra Ernesto sin ahorrarse emociones y sonrisas sobre ese pasado. Al cabo de cinco años, la obra generó tanta concurrencia que llegaron a cerrar la calle Boyacá, a la altura de la calle 10 de Agosto, justo al pie del viejo diario El Telégrafo.

Una obra con alma y alegría

“Con El Juglar viajamos por todo Ecuador, por toda América Latina, llegamos hasta Nueva York. Fue un éxito que no se había visto nunca y el misterio era que estaban allí, con mucha ternura y mucho humor, el montuvio, la gente que viene a la ciudad, los ladrones, las prostitutas, la gente que duerme en la calle, El Rey de la Galleta, el Loco del Palo. Un homenaje a lo que era el centro de Guayaquil en ese momento y un nombre un poco satirizado, superstar, que de superstar no tenía nada, pero tenía un alma y una alegría”.

Luego de esta obra que marcó un precedente, el grupo presentó Cómo e’ la Cosa, Banda de Pueblo y De la Ventana a la Calle, que contaba la historia de los conventillos de Guayaquil, siempre “con contenido popular y con respeto”.

Hoy, de vuelta a la ciudad que le dio uno de sus mayores éxitos profesionales -el otro es Educando al nene, una crítica al machismo recalcitrante y en el que interpreta ocho papeles-, Ernesto dice sentirse satisfecho con lo realizado, pero se guarda una crítica: “La gente no estudia. En Argentina el actor sigue tomando cursos; yo, que tengo 76 años, lo hago. Acá la televisión los hace así, así, así. No se dan tiempo para capacitarse, para leer, para formarse. Un pintor sigue pintando toda la vida, un músico no deja de tocar hasta que se muere. Por otro lado he notado acá que hay una propuesta de un teatro intelectual, elitista, que piensa en festivales internacionales, en viajar y que solo le den premios. Y yo propongo un teatro para la gente. Me importan un carajo los premios, me importa un carajo ir a un festival. Yo propongo un teatro del pueblo para el pueblo”.

Por ello distingue claramente entre lo popular y lo populachero, “que apela al golpe bajo, al insulto, a la burla del homosexual, que putea sin distingo; en cambio, lo popular es otra cosa. Desde Aristófanes, hay un personaje, Lisístrate, que organiza una huelga de amor entre las mujeres para que los hombres paren la guerra. 7 siglos antes de Cristo ya existía el teatro popular”.

“En el siglo XV -continúa- los farsantes medievales salían a las calles a contar historias populares criticando a las estructuras de poder. En el siglo XVI, en la Comedia del Arte en Italia también salían a las calles burlándose de los abogados, de los médicos, es decir, siempre de las altas esferas de poder. En el XVII Moliére hace un teatro de humor terrible. Igual Chaplin, a quien no se le puede reclamar nada”.

En consonancia con este parecer y pese a todos los reconocimientos recibidos -ha sido nombrado Ciudadano Ilustre de Argentina-, para Ernesto el mejor homenaje es el saludo afectuoso de la gente en la calle, ese que, con un “¡Cómo le va, Ernesto”!, le da la seguridad de haber acertado así en la vida como en las tablas. Al final, es casi lo mismo. (I)

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