Cuando cayó el “fruto negro”
Exagero para ilustrar: es como si Roman Polanski y David Lynch se hubiesen puesto de acuerdo en filmar La profecía (sí, sí, la de Damián...). We need to talk about Kevin es una de las producciones cinematográficas más intensas del último año, de aquellas -con Drive, Carnage o Ides of March- que la Academia decidió ignorar dentro del rubro de mejor película, en función de priorizar las hipérboles lacrimógenas y digeribles tipo Tan alto tan cerca (por lo menos en esa Tom Hanks desaparece pronto y no nos tortura con su habitual bonachonería agringada, marca registrada Oscar); Caballo de guerra (cursi, cursi, cursi... a Spielberg habría que lanzarlo a los “tiranosaurios” o a “los tiburones”); o cintas hechas con mucha corrección formal -que poseen otros méritos de fondo, hay que reconocerlo- tipo Hugo o The Artist.
Quizás estén leyendo esto mientras mentalmente musitan: “otro amargo que viene a quejarse de los Oscar”... Aclaro que no suscribo la cruzada anti Hollywood y pro “cine artístico”, ya que no veo incompatibilidad entre éste y aquel; y, además, estoy consciente de que la queja sobre los premios es una manía redundante (ya sabemos de qué van...); pero sirva esta introducción, en fin, apenas para recordarle al espectador que hay por allí un puñado de trabajos realmente interesantes que no han recibido la suficiente difusión, puesto que no consignan necesariamente los rasgos más optimistas de la humanidad sino su lado dionisiaco, desasosegado y sórdido (en ese oráculo virtual llamado Wikipedia alguien llegó a decir que Drive, por ejemplo, era al mismo tiempo un homenaje a Jodorowsky y a Taxi Driver... Se viene fuerte el asunto; pero de eso hablaremos en una próxima entrega).
Es, entonces, una excelente noticia que We need to talk about Kevin, dirigida por la cada vez más talentosa Lynne Ramsay, haya llegado a la cartelera local; y podríamos pensar, para sintetizar la naturaleza de esta película, en un verso de Juarroz: “una imagen se acorrala contra un borde / como una fiesta en cuyo centro cae un fruto negro”. Pero refirámonos a esto desde la trama.
Difícil pensar en un ejemplo más preciso de la muletilla “hijo no deseado” que el ofrecido por esta historia. Solemos asociar la expresión con los cuadros que la porno-miseria mediática martillea cotidianamente: los embarazos adolescentes en los sectores urbano-marginales, el abuso extendido de un sistema social injusto, etcétera, etcétera (pensemos en Precious, de 2009). Pero lo que vemos aquí es a la mujer madura y pequeñoburguesa que se descubre incapaz y asqueada de la maternidad en un ambiente higiénico, casi prístino (y, precisamente por eso, exasperante).
Eva -un espíritu viajero- no puede hacer que su bebé deje de llorar, cuando crece no logra que se comunique como quisiera, hace explícita su impaciencia y, por qué no decirlo, desprecio, hasta que va sembrando un germen de ira en el muchacho, que termina decantándose en la crueldad inteligente propia del perverso. Luego es demasiado tarde para “arreglar las cosas” y todo intento se torna friccionado, ridículo.
La cinta se inscribe, pues, en esa tentativa de ubicar el Horror como “fruto negro que cae en medio de la fiesta”. En medio de la Historia, dijo (cinematográficamente) Coppola con su Apocalypse Now. Ahora la coyuntura puntualmente histórica no importa -aunque alguien podría decir lo contrario al ver a Kevin haciendo la venia en el gimnasio, luego de su “acto”, frente a la bandera de Estados Unidos... ¿un guiño?-, sino que la sordidez del horror, del odio, subyace el arquetipo de familia nuclear y, más aún, el idealizado amor materno (porque es cierto que el muchacho es -antes de transformarse en sociópata- un niño que sacaría de quicio a un santo; pero es increíble cómo la mayoría de reseñas críticas ha pasado por alto lo que la madre hace o dice para construir/destruir esa personalidad).
La película está contada en desorden, pues su protagonista (una estupenda Tilda Swinton) se encuentra en ese punto de devastación subjetiva en que el patrón cronológico, el antes y el después, no importan; toda su biografía -reciente- se agolpa contra su percepción como una masa alucinatoria, asquerosa y triste (y las imágenes prístinas se tiñen de rojo). Para sugerir este efecto, el montaje está muy bien (des) articulado. La historia en desorden deja de ser un regodeo formal ostentoso -como, por ejemplo, en los filmes de Alejandro Gonzáles Iñárritui- y se convierte en la única manera de narrar. Y la cinta narra a través de su propio “embalaje” formal con una serie de recursos brillantes, cargados de sugerencia.
Para constatarlo, volvamos a la fiesta.
Todo empieza con planos de La tomatina de Buñol (festividad popular española en que la gente se arroja tomates): vemos cuerpos manchados de rojo en una aglomeración orgiástica; entre ellos, el de Eva. Nos queda suponer que esto ocurre antes de su embarazo, de la dolorosa lidia con su hijo.
En alguna de las escenas correspondientes a los momentos después de que Kevin lleve a cabo su “performance” abominable, la mujer se encuentra con alguna de sus detractoras en el supermercado. Al intentar huir, se esconde -en plano medio- detrás de una percha de enlatados rojos. Una mirada acuciosa permite leer en las etiquetas: “tomato soup, tomato soup, tomato...”. Este dislocamiento y posterior resignificación del mismo símbolo, desde un inicio festivo hasta la frialdad del envase, se logra con inteligencia narrativa y vocación poética. Fijémonos en otro de esos “instantes”: cuando la madre lleva al niño al médico, a ver por qué no habla, y se sienta en una silla, conformando un encuadre muy pictórico donde observamos el retrato de un payaso a un extremo de la pantalla y el rostro de Eva, desconcertada y triste, en el otro. El lugar común del payaso como quien “disimula” la tristeza acompaña a la cultura desde la ópera de Leoncavallo hasta las baladas de José José, y aquí es sometido a una sugerente -que podría incluso pasar inadvertida- resignificación.
Son estos detalles, pulseados con sutileza y sentido de dosificación poética, los que hacen que la película sea más que un “simple remedo de Aranofsky”, acusación torpe de un reducido sector de la crítica.
Carlos Boyero, reseñista de cine de El País y también detractor del filme, ha dicho, por su parte: "La directora está tan preocupada por construir imágenes retorcidas y sonidos sofisticados que revelen su inmensa personalidad narrativa, que se olvida de potenciar y hacer creíble el morboso argumento (...) un cargante ejercicio de estilo".
Pero esa capacidad de calculada y, al mismo tiempo, evocativa resolución visual, no permite que estemos ante un “cargante ejercicio de estilo”, por más de que haya excesos y fallas: algunas tomas, es verdad, se regodean demasiado en esa estética “indie” como para un video de Radiohead (de hecho, Jonny Greenwood, guitarrista de esta banda, es el responsable de la música). Podríamos reconocer que un par de escenas resultan dramáticamente atildadas (la del restaurante, por mencionar una, es totalmente prescindible), o que en el “pasaje al acto” de Kevin el filme se apresura un poco; pero se trata de un guión que no falla en adaptar de manera muy compacta y efectiva la novela de Lionel Shriver -que tiene más vericuetos y personajes de los que ahora vemos-, dando como resultado un trabajo de inteligente resonancia visual, si cabe el término.
Ezra Miller (Kevin) y John C. Reilly (el padre que está en otra sintonía) completan un reparto solvente, y Ramsay guarda el mejor instante de condensada sugerencia poética para el final. Líneas arriba había dicho que todo intento de reencuentro madre-hijo se torna friccionado, ridículo; pero en el broche del filme algo hay de redención, para cada una de las partes. Del retrato artístico de la madre en su complejidad terrible hemos visto muchísimo; y en el campo del cine, que ahora nos atañe, el final de We need to talk about Kevin es directo heredero del de Mamma Roma, de Pasolini. A ese nivel de conmovida desazón nos lleva. Una película, en fin, absolutamente recomendable.