Chau, Seseribó
Desde que sobreviví intacto a la adolescencia fui sintiendo el ritmo en el cuerpo, hasta que me di cuenta de que sí, de que yo efectivamente llevo el ritmo en el cuerpo. Lástima que para mis amores más cercanos, mis hijos y mi mujer, aquel concepto sea diferente: “lo que pasa es que tienes movimiento incorporado”, dicen con sorna. La verdad es que no hay música sobre la Tierra a la que yo no haya mancillado con mi indescifrable paso, desde sanjuanes en Peguche, pasando por bailes de pueblo en la Península y un salvaje mosh nutrido por mis panas de El Retorno de Exxon Valdez, hasta las lúbricas pistas y pasillos del Seseribó. Miro hacia mis adentros y se me abre una gran sonrisa en el corazón al recordar al mítico y amurallado “Sese” del siglo pasado, aquel que estaba en la calle Salazar de un bucólico y descongestionado Quito de principios de los ochenta, que se abría paso entre marañas de extravagancia velada, amantes intelectuales, ideólogos desfallecientes, bailarinas asiáticas, meseros lúcidos, protopunks criollos y moneda propia.
La lengua castellana en todos sus acentos y vericuetos rumberos dominaba el ambiente del Seseribó gracias a sus socios fundadores, mis amigos José Rafael Vallejo, Rita Loreto, Alma Proaño y Roberto Rubiano. Pasada la medianoche y casi siempre después de un set de máximo frenesí salsero, el quinto socio, un austríaco rebuenagente llamado Detlev, contraatacaba con una hora de Rolling Stones que ponía a la gentecita a saltar en un estado de abandono grecorromano total. De suyo, la pista principal del Sese de enero de 1984 tenía pintada una enorme lengua roja -certero homenaje a la legendaria banda británica- ornamentando el noble piso de cemento visto que impaciente esperaba a que le pongan el parqué.
Allí caíamos todos los fisicoculturistas de vaso y funámbulos de las noches de clímax capitalinas. Tuve el decoro de farrearme la fiesta de su inauguración, en noviembre de 1983 y el afterparty del primer concierto de mi banda Promesas Temporales, en enero de 1984. El Sese se convirtió en un sitio obligado para nosotros los músicos, tanto para bajar las emociones que quedan después de los conciertos como para subirlas antes de salir a escena. El mismo sentir era compartido por bailarinas, coreógrafos, teatreros y titiriteros, pintores, escultores, en fin, para todas y todos los artistas que eran buenos y los “de buena fe”, como dice Napolitano. Y para enriquecer más aún el collage, nos confundíamos y entreverábamos con una legión de antropólogos, feministas y fisfitillas, burócratas y activistas, enfermeras y extremistas, gringalocas, alfarovives y demás sensibles exponentes de esta aventura terrena.
Cuando se estrenó la pista de madera fina, por abril o mayo de 1984, di allí un concierto como solista, en corro con la gente, sentados muy cerquita sintiéndonos los olores, temores, amores. Éramos una creciente gallada de panas que semana a semana nos dábamos cita en aquel primer y acogedor ambiente para bailar como nos daba la gana, sin el menor ánimo de demostrar quién o qué pareja sacaba más astillas de la pista con su virtuosismo coreográfico. Eso vino después.
Por casi 5 años estuvo el viejo Sese en la calle Salazar, luego se mudó a la avenida Veintimilla a seguir patrocinando los alegres y sensuales aquelarres del personal. En el mismo subsuelo, en la puerta de al lado, hacia 1988 funcionaba una productora de audiovisuales en donde hice la preproducción de mi LP Arcabuz, por eso están tan grabados en mi memoria aquellos primeros años en El Girón. Y así, mientras Quito iba despertando de su colonial letargo y aburrimiento, mudando su piel de “franciscana ciudad”, el Seseribó fue asumiendo su crecimiento en forma de suscitador de expresiones populares, músicas del mundo y comportamientos que hicieron a la variopinta sociedad capitalina más visible, compleja y representativa. Para fines del siglo pasado el Sese ya era un ícono, un fenómeno cultural inscrito en la urbe que a más de generar lo dicho había promovido la creación de otras salsotecas a su alrededor y un sinfín de escuelas de aprenda-a-bailar-salsa.
Mi inolvidable Almita Proaño me invitó en 1996 a dar un concierto en el Seseribó que, sin saberlo, sería mi último allí. Con su delicioso acento paisa me llamó la atención esa noche sobre el escenario, “aay, poeeta, ¿acaso no va a tocar máas…?”, cuando ya llevaba tocando casi tres horas. Unos años más tarde, por el 2001 creo, pasé allí mi última farra junto a Luigi Stornaiolo… Maldá!! Mis amigos que habían fundado el local ya no estaban como dueños, habían cedido la posta, los extrañé muchísimo y desde entonces no volví; más de tres lustros viviendo en Galápagos me cobraban el precio de apenas sentirme a gusto entre atentos y cariñosos desconocidos. Esa noche me la pasé hablando y viendo bailar a los demás. ¡Y vaya que bailaban! Haciendo acopio de valentía inducida por el ron salté al ruedo a demostrar mis dotes de empírico y esotérico danzante con una cubana que me parecía salida de un elenco divino, pues me pedía que hiciera milagros con ella, ¡como si fuera yo político! Los tiempos de baile en libertad habían terminado, el Sese se había convertido en una suerte de vitrina en donde al parecer caían todos los alumnos y profes de las escuelas de baile locales a demostrar lo aprendido y a darse lija con estilo y técnica de salsa cubana, caleña o neoyorican.
El Seseribó ligó profundos lazos de amistad, apadrinó romances pasajeros y eternos, movilizó hormonas hasta la efervescencia, sintetizó y aglutinó tradiciones, leyendas y saberes fragmentados de nuestra comunidad latinoamericana; impulsó la creatividad y repartió el arte contemporáneo hacia su periferia y los múltiples estratos sociales que lo cimentaron. Entró a la historia como pionera de las salsotecas en Quito y con el tiempo se convirtió además en una institución mediadora entre la producción artística y el público. Viene a mis oídos Lavoe, el cantante de los cantantes: “todo tiene su final, nada dura para siempre”… Tomando en cuenta esa máxima incuestionable, me consuelo sintiendo en mi ser toda la voluptuosa fuerza que el Sese emanó a lo largo de sus 30 años de vida y siento como si él se quedara cantándonos a manera de despedida a ti y a mí, a Alma Proaño y Coca Patiño, a todos los que se fueron y los que quedamos, a ritmo de bolero y por doquiera que vayamos a partir de hoy: “tanta vida yo te di, que por fuerza tienes ya sabor a mí”.