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El Telégrafo
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Casarse con alguien que tenga un reloj

Casarse con alguien que tenga un reloj
Carlitos Almeida
13 de enero de 2021 - 00:00 - Oswaldo Orcés

Fernando le pidió a Ana que salieran esa tarde, era la primera vez que se lo pedía, aunque a Ana él no le desagradaba, de hecho, de varios de sus enamorados era el que más le había gustado hasta la fecha. Aunque era un poco tímido para su gusto, a Ana le agradaban los hombres de carácter ameno, con buen sentido del humor, que les gustara bailar y contaran buenos chistes. No podía explicarlo, pero Fernando, a pesar de no ser su paradigma de pretendiente, tenía algo que le atraía; pensaba que sería por su gentileza o la conversación que reflejaba su gran conocimiento de la política, de las artes; en fin, era un hombre culto.

Cuando le preguntó a dónde quería ir, Ana le dijo que a bailar; Fernando frenó la caminata y giró a verla, sin querer contrariarla en nada, sin saber qué decir; él era un pésimo bailarín, de hecho lo odiaba; tartamudeando le dijo, con demasiado cuidado.

¿No es muy temprano para ir a bailar? –Ana sonrió.
Pero iremos a una matiné, no has oído de las matiné, se inician temprano y acaban temprano.
¿Ah sí?, ¿pero no podemos ir a tomar o comer algo antes?
Bueno, vale.

Ana era una chica menuda, aunque de curvas pronunciadas y sensuales. Eso era muy notorio sobre todo cuando se ponía esas minifaldas demasiado cortas y aquellas botas hasta más allá de la rodilla, muy de moda en el Quito de la década de los sesenta. Era hermosa, con una alegría innata que atraía a los hombres, sobre todo cuando sonreía, momento en que afloraba un brillo único en su rostro que la hacía más hermosa y deseable. Era única.

Muchos de ellos la querían como esposa, pero ella los rechazaba, ante el asombro de sus hermanas menores, quienes veían pasar por la casa a uno y otro pretendiente; algunos hasta se arrodillaban a sus pies y le rogaban que se casara con ellos, mas Ana, con cierto desparpajo, les decía que no, que mañana tal vez. Así era ella, caprichosa y en cierto sentido un poco grosera, ya que en muchos de los casos les dejaba fríos solo con decirles que hablaran de cosas más importantes justo cuando alguno le decía, con la mayor seriedad del mundo, que quería que ella fuera su esposa.

Uno de ellos al oír su negativa incluso lloró delante de ella, mas Ana solo sonrío y le dijo que era un niño, que no lo tomara tan en serio y que mejor le invitara un helado de mora en la tienda de la esquina. Lo que nadie sabía y nunca lo llegaron a averiguar es que había una condición para que Ana aceptara atarse a un hombre por el resto de sus vida: que tuviera un reloj, uno de pulsera, suizo y de marca Omega. Parecía ilógico que alguien pusiera como condición algo tan absurdo como eso, pero para Ana era la condición sine qua non; jamás llegaría al altar.

De niña, cuando su padre le llevó a un paseo por el centro de la ciudad, se encontró con un hombre al cual su padre le había realizado un trabajo; su padre era pintor y una de sus obras adornaba la sala de ese hombre que era uno de los mayores potentados de la ciudad. Cuando el hombre extendió su mano para girar el cheque con el cual pagaría el retrato, Ana se quedó estupefacta al mirar en la muñeca de aquel hombre como aparecía un reloj que brillaba como un destello del cielo. Nunca había visto algo así, le pareció lo más maravilloso e inquietante que había visto, le pareció que alguien que tuviera un reloj así debía ser un hombre muy importante, distinto a los demás, un personaje, alguien interesante, seductor, popular, el hombre que ella deseaba.

Ana había investigado, visitó varias joyerías y relojerías, preguntó y preguntó: “¿Cuál es el reloj más fino, el mejor?”, bueno es este, uno muy delgado, suizo por supuesto, y su marca era especial, significaba mucho, el fin de todo, también eso lo investigó: Omega.

 

Fernando retiró la silla para que Ana se sentara. Esos detalles fascinaban a Ana, le gustaba ser mimada y el centro de toda reunión. Bueno, Fernando colocó las manos en la mesa y por ese momento no se percató de que ella lo miró con mucho cuidado. Le preguntó qué quería, le volvió a preguntar, era como si ella no lo atendiera, solo tenía fijada su mirada en su muñeca, esperando ver algo, pero ¿qué? Fernando chistó los dedos y Ana reaccionó.

Sí ¿sucede algo?
Te pregunté qué querías… comer.
¡Ah! –Soltó una carcajada.
Un helado, me encantan los helados, ¿hay de mora?
¿Mora?, claro, sí hay mora. ¿Solo mora? –Ana volvió a desconcentrarse, su mirada se conectó en la muñeca de Fernando.
Anita, ¿te sucede algo?, ¿estás bien?
Muy bien, no, no, estoy bien.

Llamó al mesero y al momento de alzar el brazo se descubrió lo que ella había estado esperando: poco a poco apareció la forma de una pulsera. Era dorada con plata, “un buen síntoma”, se dijo ella en sus adentros, los Omegas son por lo general de ese color y forma.

Fernando movió la mano como dirigiendo al rostro de Ana; ella movió el rostro de un lado a otro, tratando de observar mejor la luna del reloj, pero él volvió a girar la mano y a colocarla en la mesa; el puño de la camisa cubrió momentáneamente el reloj.

Ana se sintió frustrada, y su desánimo solo desapareció cuando el mesero le trajo una copa gigante de helado, de mora, claro. Ana saboreó de a poco el helado, lamió la cuchara tan delicadamente que Fernando no supo otra cosa que hacer que mirar sus labios, su boca, más roja que de costumbre; quiso besarla, cuanto daría por topar esos labios jugosos sabor a mora. Ana solo miró en silencio hacia la muñeca de Fernando, esperando como leona que acecha a su presa, fijos los ojos, moviéndose tan pausadamente que impedía todo ruido, todo lo que le obstaculizara perderse el instante en que apareciera la luna del reloj y ¡oh sorpresa! pudiera ver la marca que iniciara con "O”.

Ana, a más de coqueta, tenía una vista de lince, superior a cualquier humano común, pero nada, Fernando estaba igual de quieto, muerto en su contemplación a la boca de ella, en cierto sentido prefería su silencio, no deseaba que nadie, ni Ana misma, interrumpiera ese ritual glorioso.

 

Ana rompió la ceremonia bruscamente, a su estilo.

¡Qué hora es! –Él estaba sordo y Ana gritó tanto que todos regresaron a ver.

¡Qué hora es!, ¡qué hora es!

Fernando estiró el puño que escondía su reloj dorado y dio la hora a Ana.

Son las cinco.

Ana es muy astuta, sabe que si no obra rápidamente no sabrá la verdad, y es mejor conocerla ahora y perder el tiempo en el futuro. Ella cambiaba de enamorados acorde a su estado de ánimo o sus dulces caprichos. Si Fernando no tenía un Omega, sería historia.

¿Las cinco?, estás seguro, ¿tan tarde?, déjame ver –Haló la mano de Fernando bruscamente y la acercó hacia ella, él solo cedió, como a todo.

En verdad, son las cinco, nos hicimos tarde para ir a bailar –Mientras ella pronunciaba esas palabras miró en detalle la luna del reloj y no creyó lo que veía, en verdad era un Omega. Era una película hecha realidad.

Desde hoy se acabarían las locuras de ligarse a uno y a otro, de bailar como loca; sus coqueterías y chistes superficiales; sus idas a la manicurista de día y noche; desde hoy Ana sería una mujer diferente, calma, sutilmente coqueta, pero ya no tanto; alegre, más no deschavetada. Ana, pensó que su vida pasaba de un escalón a otro; se resignó, aunque estaba contenta y orgullosa al mismo tiempo.

—¡Qué hermoso reloj Fer?

—¿Te gusta?

—No sabes cuánto.

—Bueno, algún día espero tener uno de estos.

—¿Uno de estos? –Dijo Ana con un tono de qué diablos pasa aquí.

—Sí, tal vez uno mejor, más nuevo, o, mejor dicho, uno nuevo, de almacén.

—Pero este me parece bien, es muy bonito –Ana lo afirmó con cierta duda y desconfianza, ya que no sabía qué mismo estaba sucediendo y empezó a sospechar algo malo, muy malo.

—La verdad es el reloj de mi papá, me lo prestó hoy, pero, como te dije, pronto me compraré uno, si no es de la misma marca, porque estos sí cuestan, uno parecido, casi parecido

—Lo reafirmó de tal manera que cualquiera que lo hubiera oído pensaría que quería convencer de ello no solo a Ana sino a todo al salón.

—¡Eh, eh,eh!, ¿no es tuyo?

—No, es de mi papá.

—De tu papá, qué bien, de tú papá. ¿Y por qué carajo usas el reloj de tu papá?

—Fernando no sabe qué decir, no entiende tal reacción de Ana.

Ana intempestivamente se levantó, botó la servilleta en medio de la mesa y le pidió a Fernando que la llevara a la casa. Ya no le interesaba bailar, ni nada. Llegó a su casa, lloró por un minuto, se sintió defraudada, humillada, avergonzada, engañada. Se limpió el rostro y como consolándose se dijo “pueda ser que se compre un reloj nuevo”, qué mejor si es nuevo.

Su madre interrumpió su visión y le dijo que le llamaba un tal Juan al teléfono.

 

Hola Anita, te habla Juan, quería saber si podríamos salir mañana, a tomar un helado, de mora, por supuesto.  

 

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